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Flamas

  • Por José Oswaldo
Flamas

Por David Córdova

Durante mi estancia en Chihuahua tuve un compañero de departamento que hacía de mi vida un verdadero infierno: Lucio. La temperatura de la calefacción nunca bajaba de los cuarenta grados, la tetera y la cafetera estaban siempre encendidas, nuestra dieta diaria consistía en sopas y caldos hirvientes; y el calentador de agua, siempre andando, convertía incluso a mis baños con “agua fría” en un sauna. Esto me volvía loco y cada día en ese insufrible lugar hacía la presencia de aquél cada vez más aborrecible.

Existía en él un carácter pirómano, o, por lo menos, de adoración al calor, al fuego y al humo. Llegué a encontrarlo en decenas de ocasiones contemplando las flamas de la estufa, casi siempre sin preparar ningún alimento, lo que incrementaba nuestros gastos de gas enormemente, y ponía mis pelos de punta ante cualquier posible incidente. Fumador empedernido y desconsiderado, solía fumar a todas horas, rara vez saliendo al patio de la residencia. Gracias a mi severo problema de asma, llegué varias veces a abandonar prácticamente muerto mi habitación repleta de humo durante las noches, pues solía acompañar su tabaco con denso incienso que obstruía mis pulmones cuando dormía.

Su indumentaria era también exagerada, pues sus manías lo llevaban a vestir gabardinas negras, incluso con el sol de la tarde. Cuando nos dirigíamos a la universidad, estacionaba su auto en el punto más cálido posible, por lo que al regresar ambos en el mediodía al apartamento, el vehículo era fácilmente confundible con un horno. En cierta ocasión, nuestro estudio, y sobre todo su habitación, llegaron a oler horrible. El hedor era una combinación de azufre y cabello quemado (cabello el cual me pertenecía y que cortó mientas yo dormía). Esto le ganó la enemistad con la vecina de enfrente, una vieja que me insistía a diario sobre cierto carácter impío y diabólico en Lucio.

Como persona racional desdeñé esta acusación. Por supuesto, jamás le defendí públicamente, pues incluso hacía notorio mi odio hacia él, pero no me permití caer en recriminaciones tan bajas. Sea como fuere, el calor de la ciudad ya era lo suficientemente insoportable para mí, un amante del clima frío, por lo que tras unos meses de soportar sus extrañas maneras dejé el departamento.

Al poco tiempo después de haber abandonado el lugar, la noticia local fue la del incendio de un apartamento en un edificio, estando los demás complejos habitacionales inexplicablemente preparados para el incidente. Se trataba, naturalmente, del de mi compañero.

Toda la ciudad habló del insólito acontecimiento durante días, pues tampoco se encontró nunca el cuerpo de mi colega. Unos decían que se había calcinado hasta volverse polvo; otros, señalaban entre la broma y la seriedad que se había evaporado durante el fuego, al igual que el vapor que ahogaba al edificio durante sus duchas; y otros, mucho más ridículos, afirmaban que dentro del apartamento se había escuchado una diabólica risa, y tras una serie de espectrales luces verdes se había marchado sin más (él, como había mencionado anteriormente, no gozaba tampoco de una buena reputación con los vecinos). Por supuesto, nunca creí nada de esto, pero tras el detonante que me ha llevado a narrar esta peculiar historia, considero válido informárselo al lector, deseando, éste pueda formular sus propias conclusiones.

Hace un par de semanas encontré en un café a lo lejos un rostro familiar. Era el de mi antiguo socio. Los sensatos podrían dudar de que se tratara de la misma persona, pero las facciones de su rostro, su pesado abrigo en el medio del verano, el incremento lento pero constante en la temperatura del local y el café hirviente que le llevó la mesera (el cuál la chica no podía tocar con las manos, sino con guantes), terminó por revelarme su identidad.

No. No traté de hablarle, pues yo fui el que incendió el departamento del bastardo. Porque, tras haberle hecho llegar a Lucio una nota donde me confesaba el responsable del incendio, le prendí fuego a su pequeño pedazo de Infierno. Y yo creí que encontraría una dulce venganza al hacerlo morir en sus amadas flamas.