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El meteorito

  • Por Alejandra Pérez
El meteorito

Por Luis Fernando Rangel Flores

El semáforo estaba en rojo. Diana no se dio cuenta hasta que Fernando gritó, fue entonces que frenó de golpe y se detuvo al ras del paso peatonal. Sintió un temblor recorrerle el cuerpo. Sudó. Buscó con la mirada algún agente de Vialidad pero no encontró ninguno, después de eso le volvió el alma al cuerpo. Se relajó. En el asiento trasero del auto, Fernando contemplaba por la ventana. Él ni siquiera se había inmutado, sólo estaba perdido viendo a través del cristal.

– Mira mamá, esta calle se llama Niños Héroes. Ayer en clase de historia la maestra nos habló de ellos, nos dijo que uno de los niños se envolvió en la bandera y se arrojó desde un castillo, no sé cuál…

Diana soltó una ligera risa y lo miró por medio del espejo retrovisor. Fernando llevaba entre las manos un peluche de dinosaurio y no paraba de hablar. El semáforo seguía en rojo.

–…¿por qué se aventó mamá?

El semáforo cambió a verde y Diana aceleró, dio vuelta hasta quedar sobre la avenida Universidad y fue ahí cuando Fernando reparó en el enorme hoyo que estaba en pleno centro histórico de la ciudad de Chihuahua. Se asustó y de inmediato le preguntó a su madre qué había pasado ahí.

– Antes ahí había un estacionamiento –respondió Diana–, ¿no te acuerdas?

– No –dijo Fernando mientras seguía buscando con la mirada aquel hoyo.

Tras un rato, desistió. Fueron avanzando y el hoyo se perdió de vista. Fernando se volvió a acomodar en el asiento.

– ¿Entonces por qué ahora hay un hoyo?

– Porque cayó un meteorito, hijo –respondió Diana sin siquiera pensar en la respuesta. Ella estaba concentrada en el camino.

– ¿Un meteorito? –Preguntó el niño– ¿Como el que mató a los dinosaurios?

– Sí, como ese.

Asustado, Fernando apretó entre sus brazos el pequeño peluche que llevaba consigo. Después de eso llegaron a la escuela y el niño se bajó del automóvil. Diana arrancó y se fue mientras aquel pequeño entraba a la primaria. Horas más tarde comenzó a llover.

La campana sonó –las clases terminaron– y Fernando salió a la espera de su madre. Se cobijó de la lluvia en la entrada de la primaria hasta que Diana llegó, con un retraso de diez minutos, y se estacionó justo frente a la puerta. El niño corrió para subirse al automóvil. Era tarde.

Apenas el niño se subió al auto Diana aceleró a fondo. Tenía que llegar a tiempo a casa y con esa lluvia probablemente el camino sería más largo.

– ¿Qué buscas, cariño? –preguntó la mamá al pequeño mientras este limpiaba constantemente el cristal y se asomaba.

– El meteorito, mamá. Quiero ver dónde está el meteorito que mató a los dinosaurios o ver los fósiles.

El semáforo estaba en ámbar, intermitente. Entonces Diana aceleró a fondo sin siquiera fijarse que un auto venía sobre la otra calle e ignorando los gritos del pequeño para que se detuviera. Fernando se acurrucó en el asiento, dejando de lado su hermosa visión de la ventana donde había dibujado con vaho un dinosaurio, y se cubrió la cabeza. La lluvia no se había detenido y cuando Diana quiso frenar ya era muy tarde.

El impacto contra el otro automóvil la sacó de control. El suelo mojado tampoco ayudaba mucho y tras varias vueltas el carro se precipitó al fondo de aquella gran fosa que ahora parecía tumba. El agua ya había hecho un pequeño lago y el dinosaurio flotaba –junto a los cuerpos de Diana y Fernando– a un lado de un montón de piedras que parecían los fragmentos de una roca espacial.