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Pintao

  • Por Alejandra Pérez
Pintao

Por: Fernanda Espinoza.

A Dionisio, que escuchaba esta canción.

 “Las tardecitas de Buenos Aires tienen ese ¿qué sé yo?... ¿viste?” La letra de un tango se escuchaba a través de las bocinas de un radio viejo, que Marcos escuchaba sentado a un lado, cerca, muy cerca del aparato. La voz de una mujer iba recitando las palabras, sin cantarlas: las iba dibujando. Esa voz, como queriendo suspirar, alargar las letras, siempre a media voz, pero firme, abierta. A Marcos se le antojaba una voz azul, azulada, verde azulada como cuando amanece el mar. Y luego ese“¿viste?” curioso, con la “s” aspirada de los argentinos que le dio una confianza juguetona en aquella mujer que seguía respirando las palabras.

Era la primera vez que Marcos escuchaba esa canción. No, no era una canción. Era un tango. La primera vez que escuchaba un tango. ¿Por qué no habría conocido antes aquella música de espíritu voluptuoso, cálido? Lástima que el aparato de radio fuera tan viejo y tuviera que escuchar aquella pieza rara en volumen bajo. Marcos quisiera oírla alta, muy alta, en aquel cuarto viejo que todavía olía a humedad y a encierro, donde todavía se sentía el eco de cada sonido que tocaba las paredes. ¡Y cómo se escucharía aquella música allí dentro! Cuando la mujer dejó el suave recitar de las palabras y alzó su voz con fuerza, cantando al fin; sentado todavía, muy pegado a la bocina que mejor funcionaba, Marcos escuchó una palabra que le brincoteó en el cerebro.

−Rosa –le dijo a la mujer que estaba atrás de él limpiando el espejo− ¿qué es un piantao?

− ¿Cómo?

−Piantao –repitió él.

−No sé… nunca lo había oído.

Rosa a veces lo desesperaba. Nunca se lo dijo, pero le parecía tonta. Pobre Rosa, con su vida aburrida de rutina gastada. Eso lo pensaba muy seguido, pero no se lo dijo nunca. La canción iba ya por las últimas notas, y el grito placentero de la mujer repetía por última vez la palabrita con esa satisfacción abierta de saborearla como algo suyo, deliciosamente cargado del gusto de las dos últimas vocales, y esa “o” que a Marcos le sabía a sus labios redondeados, a un color extraño entre rojo y marrón, áspero como el aire que pasaba a través de la boca al pronunciar el sonido de la vocal.

Rosa no se dio cuenta cuando la canción terminó. Se volvió para decirle a Marcos que se llevaría ese ropero a su cuarto, y que le subiría después un mueble para él. Al muchacho no le importó lo que la mujer le dijo, seguía pensando en la música, en el tango, en su palabreja argentina. Seguramente era argentina, seguramente tanto como el tango. Buenos Aires… ¿cuánto espacio habría entre Buenos Aires y Chihuahua? La comparación lo hizo reír: quedo, como reía él.

−Rosa…−la llamó de nuevo, pero al volver los ojos para mirarla, ella ya no estaba – Mejor – dijo en voz baja –, evidentemente Rosa no ha estado en Argentina… probablemente no ha salido nunca de aquí… qué aburrido.

Bajó hasta la cocina, donde la mujer parecía estar preparando algo.

−Voy a salir – le dijo − ¡voy a buscar piantaos! – y rio con toda su risa de dientes chuecos. Salió sin mirar a Rosa que había puesto mala cara; cuando ella lo llamó desde la puerta siguió caminando, y al sentir que sostenía la reja tras de él salió corriendo. Rosa no lo alcanzó, apenas si dio unos pasos para seguirlo.

Buscar piantaos era cosa seria. Como Marcos había decidido irse caminando, podía fijarse decentemente en las personas con que se cruzara, rastreando signos de que alguno fuese lo que él buscaba. Quizá encontraría alguno como el de la canción, con “medio melón en la cabeza, las rayas de la camisa pintadas en la piel…”. ¡Quién sabe dónde podría encontrar un piantao! Podría estar en cualquier lugar. ¡Quién sabe qué sería un piantao! Podía ser cualquier cosa.

Andaba despacio, con la tonadita del tango en la cabeza. Las notas del piano, juguetonas, revoltosas, tocando en su cerebro y como marcando los pasos del piantao, el compás de los pies de aquél loco, o locuaz, o lo que fuera. A Marcos no le quedaba más que adaptar −felizmente− su ritmo al de las notas violetas del piano en su cabeza.

Aunque miraba atentamente, no encontraba nadie que se le antojara el piantao. Quizá debía buscar más escrupulosamente, o mirar en otra dirección. ¿En dónde estaba? Marcos conocía la ciudad bien poco, pero no debía de ser problema encontrar quién le diera indicaciones, quizá lo hiciera el mismo loco − ¿Loco? ¿Sería un loco? A Marcos le zumbaban los oídos cuando pensaba esto−. Entró en una librería que se anunciaba discretamente en la banqueta derecha de una calle desconocida, por donde él iba caminando. Entró a ver si le decían dónde estaba. ¿Cuánto habría caminado desde la casa de Rosa hasta allí?

Vio a una muchacha hojeando libros en un estante que estaba casi al fondo del lugar. Era un pasillo estrecho pero atestado de volúmenes de toda especie. Marcos pesó en cómo habrían clasificado todo aquello, ideó un magnífico orden basado en los colores de los empastados. Caminó hasta donde estaba la joven y se quedó parado al lado, mirándola mientras ella seguía clavando el ojo en las hojas, vagamente en las letras.

− ¿Qué es un piantao? – le dijo.

−Buena pregunta –le respondió ella –. Es argentina ¿no? Digo, que se usa en Argentina esa palabra.

− Creo que sí, la escuché en un tango. ¿Sabes qué es?

En lugar de responder, ella le preguntó si podía alcanzarle un libro que estaba en una repisa alta. Un libro de pasta roja. La muchacha lo tomó e intercambió con Marcos el libro que ella tenía en la mano, alguna antología de Julio Cortázar.

−Busca un título… algo como… el gesto de ponerse el dedo índice… y algo – dijo ella, mientras comenzaba a hojear el libro nuevo.

Marcos encontró un texto. El título decía: “Del gesto que consiste en ponerse el dedo índice en la sien y moverlo como quien atornilla y destornilla”. Se hablaba algo sobre los piantados: que si el término era de origen italiano y que si se usaba más en la capital que en las provincias argentinas. A Marcos le llamó más la atención lo que hablaba de los piantados y los locos. Que un loco no es lo mismo que un piantado, porque el loco piensa que está cuerdo, y que “un piantado no es nunca un bien pensante o una buena conciencia o un juez de turno, ese sujeto continúa su camino por abajo de la vereda y más bien a contrapelo, y así sucede que mientras todo el mundo frena el auto cuando ve la luz roja, él aprieta el acelerador y Dios te libre”.

A Marcos le gustó mucho. Pensaba que es cierto, que un loco no es lo mismo que un piantado, pero, ¿es lo mismo un piantado que un piantao? Se lo preguntó a la muchacha.

−Tal vez no. ¿Has visto un piantao alguna vez? – dijo ella. ¡Qué alegría que dijera eso!

−No, pero estoy buscando piantaos. ¿Me ayudas?

Y se fueron los dos a buscar piantaos. Andaban por las calles del centro, fijándose muy bien en la gente, y miraban las palomas y alguno que otro perro que anduviera por allí, en busca del piantao. Había personas parecidas a las de la canción, que Marcos iba recitándole a la muchacha intentando explicarle lo que buscaban. Había algún hombre fuera de lo común, otros que bailaban en los semáforos; o el señor que vieron declamando poemas en los camiones, el viejito que cantaba “Pólvora”  rasgando su guitarra con más energía de la que había tenido en su juventud. A Marcos le llamaban la atención todas esas personas, pero no estaba seguro de que fueran piantaos. ¡Qué difícil era encontrar uno!

− ¿Por qué buscas piantaos? –le preguntó la muchacha mientras estaban recargados en un quisco. Marcos le miró medio decepcionado. ¿Quién pensaría que se necesita una razón para buscar piantaos? 

− ¡Qué difícil encontrarlos! –dijo él, ignorándola− se esconden mucho.

−Yo creo que no es difícil. Lo que pasa es que los piantaos sólo se conocen entre ellos. Desprecian a los locos. Debes ser un piantao para encontrar otro – ella hizo una pausa, luego siguió, como olvidando lo que había dicho− ¿Sabes por qué los árboles levantan sus bracitos hacia el cielo?

Dijo eso y se marchó. Mientras se alejaba, el semáforo cambió su luz y ella cruzó la calle. Marcos pensó en su tango…“los semáforos le dan tres luces celestes…”.

“¿Por qué los árboles levantan sus bracitos hacia el cielo?” –se repetía él− Porque quieren bailar, obviamente.

Marcos volvió a casa. Vio a Rosa en su cuarto, con la puerta entreabierta. Tenía puestos unos pantalones demasiado grandes y una camisa azul, de hombre, algo vieja. Se miraba en el espejo manchado del viejo ropero. Pobre Rosa, pensaba que Marcos no sabía que quería ser otra, que quería ser él. Pobrecita Rosa, que no sabía que podía ser cualquier cosa. No tenía imaginación para serlo.

Marcos subió a su cuarto, cantando todavía. “Ya sé que estoy piantao, piantao, piantao…” ¡Y qué bien sabían esas últimas vocales, y sus labios redondeados para dibujar la “o”!