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El oficio de escribir

  • Por José Oswaldo
El oficio de escribir

Por León Reyes Castro

El 24 de marzo del año 2013, en el número 999 de La Fragua de los Tiempos, publiqué un artículo dedicado al oficio de escribir.

Lo encontré hace unos días y decidí compartirlo aquí.

Es un buen artículo que conserva vigencia y aporta datos interesantes.

Espero que provoque a muchos lectores y si les gusta, pues compartan.

La Fragua de los Tiempos, domingo 24 de marzo de 2013. N° 999.

El acto de escribir.

Jesús Vargas Valdés.

De acuerdo a lo que he leído, escuchado y observado, de acuerdo a la reflexión en torno a mi propia experiencia, considero que cualquiera puede escribir si se lo propone; muchas personas lo hacen cotidianamente cuando redactan una extensa carta, cuando escriben en las páginas de sus diarios, y ahora cuando dialogan por escrito con amigos o familiares a través de internet.

Durante mi larga experiencia como profesor conocí a muchos jóvenes que redactaban bien sin darse cuenta de que poseían esa cualidad. Tengo amigos y conocidos de quienes he recibido excelentes escritos: cuentos o narraciones elaborados por el puro gusto, sin ninguna otra intención, pero que podrían llegar a publicarse dignamente y eso no llega a suceder porque los autores asumen que no vale la pena o de plano confiesan que les causa temor o vergüenza que otras personas critiquen y se burlen de lo que escriben.

El temor a descubrirse, a exponerse públicamente, el miedo a la burla colectiva, es una de las causas principales que frenan a escritores potenciales; pero también la falta de oportunidades para recibir el “primer empujón” que consiste en lograr el apoyo necesario para que un cuento, una narración o un artículo encuentre su espacio en alguna revista o suplemento de periódico.

Pero estoy hablando de la generalidad, donde circulan los escritores o poetas que se eliminan de antemano por las razones expuestas o también porque asumen que se necesitan años de estudio y de preparación para poder escribir “algo que valga la pena”.

La determinación, el acto de publicar lo que se escribe no es necesariamente resultado de una preparación previa, en muchos casos es fruto de la intención espontánea, de cierta necesidad de expresar ante la sociedad un pensamiento, una preocupación, una emoción, etcétera.

Es cierto que tienen muchas ventajas y mejores posibilidades quienes se forman en la academia, quienes estudian alguna carrera relacionada con la literatura, pero no es ésta una condición absoluta. Si alguien se propusiera como ejercicio revisar las trayectorias de los escritores que le gustan, o simplemente de los que ya son reconocidos por sus obras publicadas, se encontraría que muchos empezaron sin ninguna formación académica anticipada, sin haber estudiado una carrera relacionada con las letras y sin haber tenido la influencia cercana de un escritor o profesor.

En este sentido, solo por mencionar algunos casos de nuestro entorno regional, recordaré aquí a tres chihuahuenses reconocidos en el estado y en todo el país: Víctor Hugo Rascón Banda, identificado como uno de los dramaturgos más importantes del México contemporáneo, estudió para ser profesor, después la licenciatura en derecho y produjo sus primeros guiones de teatro desde los años juveniles; Jesús Gardea, calificado por Carlos Montemayor como uno de los prosistas más importantes de su tiempo, estudió la carrera de odontología y cuando ya tenía su consultorio y una numerosa clientela, abandonó todo para dedicarse a escribir dejando en el camino más de una docena de novelas ambientadas y relacionadas con la vida de los habitantes del desierto chihuahuense; Alfredo Espinosa, estudió psiquiatría ejerciendo con éxito esta profesión, a la vez que se ha dedicado a escribir novela y poesía, reuniendo algunas decenas de libros que han sido publicados por editoriales locales y nacionales.

Así como los escritores que se forman por sus propios medios, hay otros que reciben esmerada atención desde la escuela o desde el hogar y su vida es orientada desde los primeros pasos hacia esta profesión.

También en este caso hay ejemplos de escritores locales como José Fuentes Mares, Jorge Aguilar Mora, Carlos Montemayor o Ignacio Solares. Probablemente cada uno de ellos “caminó de la mano” de algún maestro que los orientó en la disciplina de leer; probablemente en algún momento de sus vidas abordaron a los grandes clásicos y antes de los treinta cada uno había logrado el reconocimiento social por alguno de sus primeros libros publicados.

Queda señalado: no hay recetas ni condiciones, los caminos son múltiples, en el oficio de escribir intervienen diversos factores o circunstancias; pienso en este momento en Saramago, que empezó a escribir después de los sesenta; Sabato, que brincó desde la física nuclear a la novela; y en el otro extremo, Neruda, quien empezó a escribir sus Veinte poemas de amor y una canción desesperada a los dieciséis años.

Ninguno de los escritores mencionados y, en general, muy pocos de los que han alcanzado renombre, escribieron pensando en que llegarían a ser famosos. Se empieza a escribir un día porque brota desde el interior la necesidad de expresarse ante los demás; luego se sigue escribiendo atendiendo a esa fuerza interior que ya es incontrolable y que nunca abandona al que ha quedado atrapado en ella.

Y así llego a la primera posta del camino, lo que ha escrito y lo que escribe Jesús Vargas en esta página; no es periodismo, no son ensayos, no es prosa libre, tampoco es lo que formalmente se acepta como historiografía, entonces, ¿qué es?

El derrotero que él siguió para llegar a convertirse en lector desde los años de la niñez, se inició en el mismo punto y con las mismas lecturas que conocieron muchos otros niños de su generación, pero pasaron muchos años, casi tres décadas, antes de que él se decidiera a publicar y a firmar con su nombre los primeros artículos, precisamente en este diario y a partir del año 1986.

¿En qué circunstancias y bajo qué condiciones y motivaciones decidió exponer públicamente sus ideas?

Que él mismo se encargue de hacer la relatoría de su afán por escribir “eso” que no tiene categoría definida, según él mismo lo ha dejado implícito líneas arriba.

La pasión de escribir.

Tomo la palabra: mis primeras incursiones en las “letras” se remontan a los días en que recién había cumplido los nueve y cursaba el segundo año de la primaria en la Escuela Artículo 123 de Parral. No recuerdo cómo llegaron a la casa, el asunto es que un día aparecieron los primeros ejemplares de aquellos “cuentos” de monitos, muy gastados y algunos incompletos por cierto, pero igual de emocionantes que si hubieran estado nuevos: Los Halcones Negros, El Llanero Solitario, El capitán Marvel y otros personajes que abrieron nuevas puertas a la imaginación y al rudimentario ejercicio de leer.

No recuerdo cómo empezó la acumulación, el caso es que de pronto ya tenía una gran variedad de “cuentos”, todos los que llegaban de Walt Disney como La pequeña Lulú, Súper ratón, Superman, Batman, Gene Autry, Roy Rogers, El pato Donald con su novia Daisy, sus sobrinos Hugo, Paco y Luis y su famoso tío rico Mac Pato, que se bañaba entre montañas de monedas de oro; y por supuesto, las famosas historietas de superhéroes de patente mexicana, así como unas apasionantes novelas en serie entre las que destacaba Cruz Gitana, que mi tía María Luisa compraba cada semana hasta que llegó al final después de unos cien números, que yo encuaderné en varios tomos cuando pasé por el taller de encuadernación de la escuela secundaria.

El caso es que cuando ya había acumulado muchos “cuentos”, se me ocurrió hacer negocio y todos los fines de semana hacía un colgadero en la reja de fierro de una gran ventana que daba al callejón, por donde circulaban casi todos los niños del Topochico y muchos del barrio de La Soledad. La renta era de diez centavos, y creo que con cinco rentadas completaba un cuento nuevo, de manera que cada semana se incrementaba la mercancía.

El segundo año de primaria fue crucial, las aventuras que protagonizaban mis héroes no eran poca cosa, y para emularlos yo necesitaba tiempo y nuevos espacios; las vacaciones me parecían muy breves, las clases de la escuela eran de todo el día (turno matutino y vespertino), así que la única forma de construir mis propias aventuras era faltando a clase y me las ingenié para “pintarla” cada vez que había un motivo. Durante los últimos meses de ese año escolar no me faltaron los pretextos ni las mentiras.

Un día me encontré con un compañero de vagancias que era un poco mayor y que en algunas mañanas ayudaba a su padre a barrer el cine Rex, el más popular de Parral, porque era el más barato y en los fines de semana se pasaban tres películas mexicanas por un peso. Desde el primer día que lo acompañé a la barrida, me fascinó porque a cambio de hacerme un rato “guaje” con la escoba, tenía la entrada gratis en la tarde; esto sí que era una gran aventura.

En el cine Rex conocí a los héroes nacionales, a los personajes más nobles, a los más villanos, a las mujeres más sufridas y a los cómicos más tiernos y desventurados. De mi formación escolar y “cultural”, durante aquel segundo año de primaria, se encargaron ellos y los superhéroes de los “cuentos”. Sobra decir que al final me reprobaron por faltas; sobra decir que tuve que repetir el segundo y que cuando pasé a tercero me llevaron a la escuela Adelante, de la señorita Virginia Duarte, una escuelita súper católica donde me convertí en monaguillo y me aficioné a leer las vidas de los santos en unos “cuentos” que se denominaban Novelas ejemplares; y cambié de héroes, ahora se trataba de emular a San Ignacio, San Francisco, San Cristóbal, etcétera.

Y por cierto que fue en tercer año de primaria cuando leí mi primer libro. Nadie me dijo: “debes leer éste”, un día lo encontré sobre la petaquilla de mi madre, lo empecé a hojear y me fui de corrido. Era la “real” historia de cómo se le había aparecido la Virgen de Fátima a unos humildes pastorcillos.

Cuando pasé a quinto año de primaria, me regresaron a la Escuela Artículo 123, muy pronto aventé la sotana de monaguillo y poco a poco se me fue olvidando la promesa que le había hecho a mi madre de darle el gusto de tener un hijo sacerdote.

En los dos últimos años de primaria conservé la afición por los “cuentos”, para entonces el lugar de los favoritos lo ocupaba una colección que se titulaba Vidas ilustres, o clásicos ilustrados.

De la secundaria no recuerdo que alguien se haya interesado por orientarme en la lectura. No quiero equivocarme, pero una de dos: o yo seguía siendo un vago ante los ojos de mis maestros, o ninguno de ellos valoraba la importancia de la lectura.

El profesor Daniel Royval nos impartía la clase de literatura en segundo año y nos hacía leer algunas estrofas del Cid campeador y de otros poemas clásicos de la literatura española, así como algunos capítulos de novelas españolas. Muchos años después yo trataba de recordar qué más nos hacía leer Royval y no había más en mi memoria; también trataba de entender la razón o el por qué solamente se nos hacía leer los retazos de aquella rancia literatura, y todavía en este momento no lo entiendo, seguramente porque en los libros de segundo de secundaria aparecían aquellos textos y de ahí seleccionaba el profesor y luego nos hacía leer y memorizar lo que a él le parecía bien.

Cuando pasamos a tercero de secundaria nos tocó celebrar los cien años de la invasión francesa y la batalla del 5 de mayo. La profesora de literatura, Amalia Terrazas, nos hizo leer todo lo que teníamos al alcance en la Biblioteca Benjamín Franklin, de esta página de la historia y de la gesta heroica de Puebla. Después organizó un concurso de oratoria en el que participamos todos los alumnos de tercer año, creo que fue en esta ocasión que redacté mi primer trabajo en forma. De los tres años de secundaria, esta experiencia fue la que me dejó mejores recuerdos y en base a esto puedo reafirmar que en la lectura pasé de noche, no por ser vago (que sí lo era), sino porque entre mis maestros no hubo ninguno que tuviera conciencia de la importancia de la lectura.

A principios de 1963 me inscribí en la Vocacional Tres del IPN para estudiar la carrera de ingeniero mecánico. En el Politécnico no había interés por la formación filosófica y menos por la lectura, casi todo el panorama lo dominaban las matemáticas, la física, la química y los talleres, así que en esos dos años, mis lecturas se caracterizaron por lo desordenado y heterogéneo; “agarraba” de todo, además me aficioné con ímpetu a las novelas de vaqueros que me divertían y libraban del aburrimiento de los tiempos muertos de los camiones, principalmente cuando viajaba de México a Parral o viceversa, porque un Chihuahuense de aquellos recorridos se llevaba más de veinte horas de carretera.

Hasta que llegué a la Escuela de Ciencia Biológicas en 1965 pude saber lo que era leer siguiendo un orden de autores. Ahí conocí a varios profesores jóvenes que me recomendaban y prestaban libros que yo devoraba. Así llegaron a mis manos los libros de Herman Hesse, Aldous Huxley, Knut Hamsun, Rabindranath Tagore, Dostoyewsky, Eric Fromm, Sartre y Nietzsche, entre otros, resultando de ello un remolino de ideas y posturas que me traían navegando entre el romanticismo burgués, el pesimismo existencialista, el nihilismo, el intelectualismo exaltado, el ateísmo, etcétera.

Algo muy ilustrativo de los efectos de las lecturas de ese tiempo fue que durante un periodo vacacional, en Parral recién había leído El lobo estepario y me sugestionó tanto el personaje central de la novela, que asumí algunas de sus loqueras, comportándome como tal, aislándome y renegando de lo que normalmente me causaba entusiasmo.

En otras vacaciones más cercanas al ’68, recién había leído “El Profeta” de Gibran Jalil Gibran y un día, de buenas a primeras, le solté a mi madre el rollo de los hijos “que no son nuestros hijos, sino los hijos de la vida [...], y le he provocado una cantidad de lágrimas que después no hallaba cómo remediar el asunto.

En 1967 uno de mis profesores me prestó los dos voluminosos tomos de Juan Cristóbal, del escritor Romain Rolland, y esta novela histórica me atrapó para siempre. Quizá ninguna de las lecturas de esos años me marcó tanto. Es una novela que tiene como protagonista principal a un genio de la música, a un ser humano sencillo, honesto, a quien le toca la suerte de transitar entre la primera y la segunda guerra mundial con todas las calamidades, miserias e injusticias, a pesar de lo cual él se solidariza a cada paso con los más golpeados y sale adelante enfrentándose a la mezquindad, a la avaricia, a la mentira, armado solamente de la razón, la honradez y sobre todo la dignidad.

A final de cuentas, Juan Cristóbal le dio un gran giro a lo que pensaba y a mi concepción de la vida, centró mis convicciones regresándome a un nuevo tipo de idealismo no religioso sino humano, que me condujo a la idea de que por encima de todas las dificultades y calamidades el ser humano está dotado de la fuerza y los atributos necesarios para salir adelante; es decir, que la rueda de la historia no camina nunca hacia atrás por más que en algunos momentos, como los actuales, así lo parezca.

Con su novela, Rolland me dotó de una coraza contra la desesperanza y el pesimismo, me otorgó la confianza de que el ser humano se sobrepone a todas las fuerza oscuras de cada tiempo. En aquellos días Juan Cristóbal se convirtió en mi referente, en el modelo de pensamiento a seguir a la hora de mirar la injusticia y de buscar el camino que quería seguir en la vida, aunque muchos años después me introduje de nuevo en sus páginas y ya no encontré la misma fascinación de la primera lectura.