Opinión

Margarita no se divorcia de Felipe

  • Por Cynthia
Margarita no se divorcia de Felipe

La FIL de Guadalajara, la más importante cita con el libro en el país, ha sido también escenario de deslices y situaciones bochornosas para personajes públicos y políticos que aspiran al poder. Pareciera funcionar como espacio y pausa para ayudar a entender lo que pasa y aclarar, con sus reflectores, lo que puede venir. Por ejemplo, recordar la importancia que tendría para el país saber que tiene un Presidente que no lee, como ahí dejó ver Peña Nieto en la campaña y, por tanto, de su impreparación. También ahora el recordatorio que le hicieron a Margarita Zavala de su esposo en la feria cuando un estudiante le mostró un cartel con el mensaje: “Su esposo le arrebató la vida a mi padre, ¿usted quiere arrebatármela a mí?”

La aspirante presidencial panista, puntera en las encuestas presidenciales, presentaba su libro Margarita, mi historia, precisamente con el que trata de mostrar una carrera propia y diferente a la de su marido, para construir una candidatura que no se perciba como continuidad dinástica de Calderón. El voto contra la transmisión del poder entre parejas presidenciales y el statu quo que, entre otras razones, influyó en la derrota de Hillary Clinton, es una buena señal de alerta sobre el peso en las urnas de las historias familiares. Su paso por la FIL seguramente le recordó lo difícil que sería no subir a la campaña a su marido, si decidía buscar regresar a Los Pinos.

Zavala demostró buen manejo y privilegió el diálogo para persuadir la protesta, pero la atención sobre el perfil inédito que quiere contar en su libro —incluidas dos diputaciones plurinominales— se desplazó a la década de violencia que encendió la “guerra contra las drogas” de Calderón al llegar a la Presidencia. Ésa sería la marca del sexenio y hoy hasta su sucesor reconoce que la forma como se metió el Estado en esa guerra contribuyó no sólo a la espiral de violencia, sino que fue una onda expansiva para la crisis de representatividad y confianza hacia el poder público. En efecto, nadie duda de la necesidad de combatir el crimen, recuperar seguridad y legalidad en el país, pero cómo olvidar la responsabilidad de la política contra las drogas en la irrupción del mayor problema que enfrenta el país en derechos humanos con la suma de cerca de 30 mil desapariciones forzadas desde 2006.

Desde entonces, la violencia ha sido atroz, pero no menores los estragos en la fractura entre la sociedad y clase política que lleva, al primero a dar la espalda al poder público y, al segundo, a secuestrar la representación popular. Ante la CIDH, el subsecretario de Gobernación, Roberto Campa, reconocía esta semana que el problema más grande de México en derechos humanos son las desapariciones forzadas y uno de los objetivos de la iniciativa de Ley General de Personas Desaparecidas es que las autoridades nunca más sean “parte de una violación de derechos humanos tan grave como este delito”. Y es que, en efecto, lo que empezó como una crisis de derechos humanos, la “guerra contra las drogas”, se extendió a una crisis de la política y mostró también los nexos con el crimen y la incrustación del narco en instituciones, como en el caso Iguala.

Ahí mismo en la FIL, familiares de personas desaparecidas, entre ellos Tita Radilla, hija de Rosendo Radilla, caso paradigmático de condena de la CIDH al Estado mexicano por su desaparición, acusaron que en la búsqueda de desaparecidos los esfuerzos han sido “cosméticos”. Si la localización de personas es imprescindible para recuperar confianza en la autoridad, el abismo sigue abierto y en el Congreso ni siquiera han logrado sacar la ley desde hace un año.

Y, ante ello, hay una pregunta obligada: ¿algún aspirante a la presidencial de 2018 puede pensar que la sociedad soportará con indiferencia y pasividad la impunidad con los desaparecidos? La respuesta puede ser el mejor indicador de las posibilidades en las urnas, mejor que las encuestas de opinión.

Número cero

JOSÉ BUENDÍA HEGEWISCH