Opinión

El Felón de Pablo González

  • Por Cynthia
El Felón de Pablo González

Por Luis Villegas 

2ª de dos partes

Con el apoyo indeclinable desde Palacio a cargo del viejo Cesáreo, los efectivos de González alcanzan más de treinta mil hombres; van de aquí para allá, mariposas negras, agoreros del desastre, podría escribirse mucho más de un libro narrando sus tropelías; sus hombres saquean y matan a placer, sólo les faltan los cascos con cuernos, para explicar su brutalidad; impasible ante la tragedia, en algún momento Pablo sentenció implacable: “O cooperan los pueblos con los comandantes constitucionalistas o sufrirán penas sumarias”; aunando la acción a la palabra, en la primavera de ese año funesto consiente violaciones y asesinatos en masa; hombres, mujeres, ancianos indefensos, niños, su furor no distingue estado ni condición. Escudado en su poderío militar, mira impávido mientras sus tropas proceden a la deportación de familias enteras. El 30 de septiembre, el coronel Guajardo, quien unirá su sino de traidor al suyo por los siglos de los siglos, fusila a ciento ochenta habitantes de Tlaltizapán por zapatistas. Pese a ello, o quizá por ello, Pablo se retira con la cola entre las piernas sin apaciguar la región; su primera derrota en una fulgurante cadena de éxitos. 

Humillado, deberá esperar cuatro largos años para vengarse. 

En 1919, su subalterno, Jesús Guajardo, hará creer a Zapata que piensa traicionar a Carranza; el desconfiado sureño le pide pruebas de su equívoca lealtad y con la connivencia del Viejo Barbas de Chivo y del propio González, fusila a cincuenta compañeros de armas y le ofrece a Zapata su amistad, acompañada de armamento y municiones. 

El 10 de abril, en Chinameca, Zapata cae fulminado como por un rayo; todos hemos visto la fotografía de su cuerpo ensangrentado. 

Para Pablo, tal pareciera que la suerte toca a su puerta con más brío si cabe, pues ese año es electo Candidato a la Presidencia de la República, pero su fama de desleal ya no lo dejará nunca; se rebela contra Carranza; se alza contra Obregón y, tras un frustrado levantamiento en Monterrey en 1920, es aprehendido, sometido a consejo de guerra y condenado a muerte; indultado, se refugia en los Estados Unidos donde compra ¡un banco!  

La Gran Depresión lo deja en la miseria; la crisis se come todo su patrimonio mal habido. Ha perdido los arrestos, a paso de tortuga, desanda su camino y termina en México. Él, abeja infatigable, hombre de su siglo, ni de aquí ni de allá, murió en la miseria, olvidado de todos; sus obras buenas confundidas con las malas. 

Aún hoy, su recuerdo constituye el deslucido tributo a un hombre que no supo serlo cuando era realmente necesario.

Pero ese atisbo de futuro se pierde en la espesa bruma del porvenir; esa mañana, Pablo sólo tiene pensamientos para su víctima y su verdugo; no le duelen el parque ni el arsenal entregado a los alzados; ni siquiera los cincuenta valientes sacrificados para convencer al taimado Caudillo del Sur de su amistad sincera. Confía en que ese día, por fin, se vean colmadas sus anhelos de revancha. Espolea su caballo que se resiste; ni las piernas, ni la brida, parecen suficientes para aplacar al animal. La impotencia duele más que la ignominia o la traición.