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Sueño invasor

  • Por José Oswaldo
Sueño invasor

Por Tomás Chacón Rivera

A media tarde la señora Camila llamó dos veces por su nombre a Gertrudis que frunció el ceño porque ya sabía lo que le esperaba. La vieja era muy pequeña, delgada y con un rostro lleno de arrugas, era un ser de color café, su boca desdentada pero en sus ojos vivos parecía mantenerse un notorio vigor a pesar de la gran vejez que reflejaba toda su figura. Logró sentarse y protegió su bolso negro de charol, en eso vibró el espejo y ella optó por cubrirse totalmente con la sábana. Lo que ella no pudo ver fue una silla arrojada a un rincón y otra más grande que se desplazó con fuerza hasta la puerta causando un fuerte impacto.

Abajo Gertrudis escuchó el ruido, pero no atendió pues en poco terminaría los rutinarios quehaceres. La mujer de Fabián era robusta y ágil, su rostro era atractivo pero duro y con su enorme vitalidad se entregaba a encender veladoras por ahí, regar plantas por allá y sobre todo, limpiar las habitaciones, sala y pasillo de la parte alta. En la planta baja era donde más le gustaba estar; allí la cocina, la recámara de ellos, la pequeña sala de visitas, la gran escalera y las puertas al sótano y hacia afuera le resultaban más cómodas. De esa manera la señora, que siempre permanecía en la sala de la planta alta, se olvidaría de su criada, pues en las tardes Gertrudis tenía que asistir a las velaciones que efectuaba la vieja.

Y en efecto, allí se ponían las dos ante los ventanales del frente de la casa que daban al jardín hacia el Paseo Bolívar, en la zona antigua de la ciudad de Chihuahua. La vieja estaba en su silla y dos candelabros de pie con sus velas, en tanto que a Gertrudis le gustaba permanecer recargada en el barandal hacia la sala baja para acompañar las velaciones. La mujer de Fabián  nunca le creyó: para ella no existía el ataúd de la difunta Concepción Flores en la misa de los lunes, ni la velación de don Álvaro González los martes, mucho menos las del resto de la semana. Pero doña Camila sí miraba a sus queridos muertos y les contaba un sinfín de anécdotas que sólo ella entendía.

La vieja hablaba como si estuviera en un púlpito, diciendo largas ceremonias desde su asiento y detrás de ella las ventanas que daban al patio eran enormes. Gertrudis, a causa de tanta insistencia, le hacía creer a Camila que miraba el féretro y que rezaba con sinceridad. “De ese modo la vieja estaría tranquila”. -Se decía mientras maquinaba una de tantas maneras para asesinarla y ser la dueña absoluta de la casa.

Pero llegó el día que ella se vio en la necesidad de creerlo. Había llovido. El viento de la tarde movía el follaje de los árboles, las palomas se alborotaban en las tejavanas. A la hora de la velación Gertrudis reposaba en una silla y se fue durmiendo por los rezos de la vieja.

“Caminaba por el florido y fresco patio de la casa cuando Ignacio la llamaba desde el pozo. Él estaba sentado en el borde con un quinqué alumbrando la atmósfera nocturna.

-Acércate  –dijo- Voy a enseñarte algo sorprendente.

Ella fue hacia él, sumisa y perpleja.

-¿Te gustaría conocer el pozo por dentro? He construido una agradable habitación donde puedes pasarla bien –le sugirió con esa sonrisa seca que le marcaba los pómulos. Entonces la ayudó a bajar las escaleras hasta el fondo, en el interior, la luz llenaba de brillo los ojos del tecolote disecado que colgaba en la pared repleta de musgo. Ella se estremeció, pero él comentó:

-No temas, es un sitio muy seguro, detrás de estas paredes no existe nada. Aquí cualquier ruido es como un suspiro, inesperado. Y por lo regular nadie se acerca, así que no te oirán si trataras de gritar. Además no estamos solos, tu hermana Lucrecia está aquí ¡Mira!

Luego señaló el suelo donde estaba el esqueleto de un ser humano. Ella se espantó y cuando él se lanzó encima de ella sólo se escuchó:

-¡Pero Ignacio! ¿Qué hace usted?”.

-¡Gertrudis! ¡Por Dios! Es insultante que te puedas quedar dormida ante el cuerpo de mi madre. No tienes respeto para su descanso. Está bien que tú a ella no la hayas conocido, pero no tienes por qué comportarte así, recuerda que un muerto también importa, pues a todos nos incumbe en cierto modo.

Ella guardó compostura y quiso distinguir el lugar en el que se encontraba, pero su mente la regresaba a las imágenes del sueño, mas fue inútil. Ya se había desvanecido.

-A propósito, ¿me puedes decir a qué Ignacio te referías mientras estabas desatenta?

-Al hombre del pozo –contestó- Yo no supe por qué lo llamé de ese modo. No lo entiendo. No era yo.

-Claro que no eras tú, puesto que aún ni nacías. ¡Vaya, vaya! De manera que ahora hay motivos para sospechar que aquí anda ese tirano. El muy desgraciado ultrajó a la más pequeña de mis hermanas; inocente Rosario, quedó trastornada por lo que le hizo el cretino. La internamos dos días después de enterrar los huesos de Lucrecia; a esa pobre la creímos secuestrada, como también era tan jovencita. Pero no fue así, ese cerdo la tuvo todo el tiempo allá abajo. Después mi padre sacó a Rosario del sanatorio porque iba a tener un hijo; vino al mundo esa criatura y Rosario fue recluida otra vez, pero la pobrecita murió en aquel hospital de locos.

La vieja cesó la conversación y pidió el té a Gertrudis que estaba como hipnotizada. Ella quería decirle la forma en que había sido su sueño, pero las palabras le escurrían en la garganta y no le quedó otra cosa más que ponerse de pie y dirigirse escaleras abajo.

-Recuerda -le anticipó doña Camila, que aun no termina esta velación. Debes estar atenta y cuando bajes no te acerques a la puerta del sótano si escuchas algo.

Ella no le puso atención. Mecánicamente se dirigió a la cocina pensando y pensando, inesperadamente vio una sombra a su izquierda pero no quiso reparar mucho en ello. Un susurro la acosó en su oído, sacudió la cabeza y al espantarlo ella entró para encargarse del té. No había empezado a preparar la bebida cuando la curiosidad le incendiaba los ojos y no tuvo más alternativa que salir y acercarse a la puerta mencionada. Sin pensarlo un solo momento tomó el picaporte y del otro lado, un hombre grueso y canoso, con una expresión desfigurada en el rostro, pendulaba con una soga en el cuello. De pronto se oyeron quejas y lamentos variados en toda la casa, eran voces de hombres y mujeres que parecían quejarse por lo agudo de los gemidos. Gertrudis, ya demasiado estrujada y asombrada alcanzó a notar que varios cuerpos desnudos y otros harapientos se arrastraban a toda prisa como debajo de la tierra para perderse en la puerta de salida. Ella entonces se apresuró huyendo a la parte alta. Llena de pánico y con la boca seca llegó hasta la anciana para decirle el suceso, pero la vieja dijo con voz bondadosa:

-¡Mira qué dulce sonrisa tiene mi madre!

Gertrudis volteó para complacerla de su visión, sin embargo, se dio cuenta que sí existía tal féretro y lo peor de todo era que ahí estaba la finada, con sus algodones morados en la nariz y el plácido rostro blanco, lleno de pliegues. Tal sorpresa la hizo retroceder mientras la vieja decía:

-En sus últimos años se volvió muy tranquila, casi suponiendo que ya se iba.

Gertrudis temblaba en la ventana porque seguía mirando el viejo cajón que la había impresionado. Jadeaba, sus labios no podían articular ni una sola sílaba. Necesitaba recordar todas las cosas reales que pudiera encontrar. Volteó al patio para recuperarse. Sin haberse dado cuenta, la noche ya estaba afuera. De pronto una luz llamó su atención y descubrió a Ignacio, el de su sueño, que vestido de un traje negro y arrugado le hacía señas desde el pozo. Sus ojos se llenaron de agua y se le subió al cuerpo una pesadez que la inmovilizaba. Sin embargo, la claridad de la visión la envolvió con tal fuerza debido a la llamativa mueca de aquel hombre parco y reseco que le mostraba un par de monedas doradas. Ella entró en una ansiedad que le hizo extender los brazos haciéndose notar. La maliciosa sonrisa del viejo Ignacio se transformó pues parecía un ser diablesco, él tomó impulsó para desplazarse en el aire e ir hacia la ventana donde ya alucinaba la pobre de Gertrudis, presa de tanta visión por obedecer a doña Camila.

Luego ella supo que era ese viejo, no alto pero robusto quien le mostraba las dos monedas haciéndole reverencias gratas y ridículas a la perturbada mujer de Fabián. Entonces notó que él abría sus ojos y mostraba una ira dirigida a la viejecita que seguía en la perorata desde su sillón. El rostro de Ignacio emitía una expresión de odio y rencor al mirar a doña Camila. En instantes depositó las dos monedas en el descanso de la ventana y se alejó por una serie de ruidos que surgieron. Ella estaba con los nervios alterados, pero recobró el movimiento muy a pesar de su rostro acongojado por tanta tensión vivida. 

-… la conserva de manzanas era tu especialidad, ¿lo recuerdas?

Contempló a la vieja ya sola, mientras lloraba quedamente. En ese momento el timbre de la puerta sonó. Ella bajó poco a poco convertida en una máquina de miedo. Sudaba, le zumbaban los oídos y comenzó a musitar sonidillos extravagantes porque temía que fuera a explotarle su cabeza. Se pegó a la puerta y trató de escuchar del otro lado. El timbre sonó una vez más y Camila dijo desde su sitio:

-¿Pero qué es lo que pasa allá abajo?

-¡Olvidé mi llave! –Se escuchó.

Gertrudis respiró con la boca abierta y recobró un poco el aliento. Con una imprecisión causada por el sudor en las manos abrió la puerta. Del otro lado estaba Fabián que le dijo:

-¡Caramba!, cómo tardaste.

Y entonces ella cayó en los brazos de él, perdiendo el sentido.