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El lobo

  • Por José Oswaldo
El lobo

Por Héctor Felipe Ramírez Núñez

El auto avanzaba a una velocidad impresionante, dejando a la capital muy atrás. La ligera vegetación que crecía a los lados de la carretera pasaba como un recuerdo borroso y verdusco frente a los ojos de Itzel. ¿A qué parte de Chihuahua irían? Ella no lo sabía, nunca le pidieron su opinión. La luna no era de queso, mucho menos lo sería de miel.

El hombre de negro conducía mientras ella apoyaba la frente contra el cristal de la ventana. La sangre hervía en las venas de ambos (a ella de furia, al otro de lujuria, de violencia), aunque afuera la lluvia cubría todo el paisaje con un manto de frescor y rocío celestiales.

Itzel no había reparado en la hora desde que subieron al auto. Miró el reloj del tablero discretamente, como queriendo dejar al conductor fuera de su campo visual. Vio un diecinueve por el rabillo del ojo y pensó en las siete de la tarde.

Los únicos sonidos que rompían -o complementaban, más bien- al silencio, eran el rugido de las revoluciones del automóvil y la vibración del collar de perlas que adornaba el cuello de la novia. Cada vez que las perlas entrechocaban, ella recordaba el momento en que su familia política le había puesto el collar -la soga- en el cuello. Recordaba la ceremonia de la boda en la iglesia, su vestido blanco y provocador de envidias, su reluciente dentadura en las fotografías, los preciosos candelabros de la cena de honor, el carruaje en el que llegaron, tirado por caballos salidos del más maravilloso cuento de hadas…

Volteó a su izquierda, y esta vez vio de lleno al hombre de negro. Él estaba absorto en las líneas blancas de la carretera. Itzel deseó que se quedara dormido para que el carro se desviara y se hiciera añicos, junto con ellos; deseó mover el volante para inmolarse en un árbol de un bosque que acababa de inventarse en sus pensamientos.

Se imaginó libre otra vez. Por un instante logró proyectar en su mente la mirada radiante que se imponía en el espejo. Le pareció ver de nuevo su rostro en el reflejo, libre de amenazas, cicatrices y hematomas. Las maquillistas que la prepararon para el sagrado sacramento del matrimonio hicieron un buen trabajo cubriendo esos besos de la violencia. Luego, a espaldas de Itzel, murmuraron al respecto. Era inevitable.

Sufría. Los constantes tormentos que la victimizaban la llevaron al extremo de prenderse al miedo de la vulnerabilidad, a un absurdo síndrome de Estocolmo. Y lo que fue peor: al silencio.

En la boda, la novia se mostró apacible y feliz. La verdad es que se le daba sonreír, aún cuando no tuviera motivos para hacerlo. ¿Cuándo fue la última vez que había esbozado una sonrisa pura y sincera? Ya no se acordaba. Las horas se le iban en disimularse las heridas.

Suspiró y se atrevió a preguntar:

-¿A dónde vamos?

-A la sierra -respondió el hombre de negro-. Se pone bonita en esta época del año.

Después de un breve silencio, él agregó:

-Sé que te encanta la sierra.

Itzel se limitó a regresar la mirada al paisaje. Ella odiaba la sierra, pero eso no importaba, por supuesto.

Su marido le superaba la edad por un par de años. Era un hombre entrecano con barba de candado, brazos anchos y mirada profunda. Sus episodios violentos eran repentinos y cambiantes: un instante podría estar golpeando a su mujer, y al siguiente estaría llenándola de mimos y palabras de amor. Lo peligroso de él es que tenía el don del convencimiento. Sus palabras de arrepentimiento y melosidad eran la daga traicionera que oculta un enemigo que se muestra como aliado.

Y qué decir de la propuesta de matrimonio. A la pobre de Itzel no le quedó más remedio que aceptar, a fuerza de puños y otras vejaciones. Y aunque no lo pensó en ese momento, hubiera preferido morirse.

Morirse, pensó.

Volvió a fijar su atención en el exterior. Ahí, a los lados, sólo había arena y musgo. Regresó a la fantasía de una tragedia automovilística. A soñar con tener la bravura de estirar el brazo unos cuantos centímetros y ser ella quien acabara con todo.

Si lo intentaba, pasaría la noche durmiendo como un murciélago, colgada de los pies y atenta a cualquier sonido que pudiera presagiarle peligro.

Durante el resto del viaje, sus ojos cafés y vidriosos se quedaron absortos en el horizonte lejano, en los luceros de la tarde que comenzaban a nacer para dar paso a la oscuridad de la noche.

-Mi vestido es blanco, como una oveja-, pensó, -y me acabo de casar con un lobo.