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Instinto gatuno

  • Por José Oswaldo
Instinto gatuno

Por Tomás Chacón Rivera

El sol comenzaba a pintar de luz esas viejas calles de la colonia obrera en la ciudad de Chihuahua. Susana avanzaba por las banquetas pelando los ojos en busca de su minino. El reloj todavía no marcaba la hora de la actividad cotidiana. Ella se inmiscuía en los jardines, entre los arbustos, a un lado de las flores, diciendo con risillas ingenuas:

-Minino, Minino-.

Ese era el nombre de su santo gato al que adoraba y que por nada deseaba perder.

Todas las mañanas se efectuaba la misma rutina; el gato, en cuanto nacía el alba salía a vagabundear buscando a sus amigos o extrañas cosas que pudieran haber ocurrido durante la noche; ella vociferaba palabritas tenues para atraerlo. En esa ocasión ella terminó rasgando su bata de casa que se atoró en las espinas de los rosales y enzoquetando las pantuflas sobre el barro de los jardines. Pero a ella no le importó, siguió de casa en casa llamándolo por su nombre, como persiguiendo el punto de partida del sol, para borrar su silueta en el resplandor inicial del día.

Minutos después, su esposo Leandro practicaba en casa uno de los trucos malabaristas, de esos que representaba por las noches en la vieja carpa de la feria donde siempre trabajaba. Ya casi lograba dominar el equilibrio: estaba sentado en una silla de la sala con las rodillas sosteniendo un bastón que en la parte alta tenía un plato y una taza llena de agua. Cuando trató de moverse un poco con el dominio del acto, entró Susana haciendo un ruido tremendo al cerrar de forma brusca la puerta; en ese momento el plato y la taza fueron a dar al suelo; él se puso de pie y de una manera drástica dijo:

-¡Qué imprudencia la tuya!-.

Susana se alejó a la cocina para preparar el desayuno sin tomarle mucha importancia al enojo de su marido. Para ella, era más importante que Leandro dejara de soñar con el empleo temporal y se metiera a hacer algo. Él no pudo reanudar su ejercicio y planteó otro. Entonces fue a buscar un sitio donde nadie lo molestara.

Se metió a la recámara y cerró la puerta. Tomó un par de calcetines negros y una pequeña pelota de esponja blanca, despejó un poco el lugar donde efectuaría su nuevo ejercicio, se puso los calcetines en cada una de las manos y colocó la pelotita en el suelo. Así, procedió a pararse de manos para poder habituarse al siguiente equilibrio. Cuando pudo desplazarse parado de manos en todo el espacio, se acerco al objeto y lo tomó con la mano derecha para sostenerlo en la punta del dedo más grande cubierto por el calcetín.

De ese modo, arrojaba la pelota hacia arriba mientras daba un paso con la mano derecha y así tener lista la izquierda para localizarla con el dedo largo. Y controlaba la pelota por la virtud de gran malabarista que tenía. ¡Y ahí estaba el acto! Avanzó alternando paso a paso el juego de la pelota; se dirigió hacia la cama dominando el acto, dio vuelta para llegar a la puerta, pero de pronto Susana la empujó para entrar preguntando:

-¿Cómo quieres ahora tus huevos, mi amor?-.

Pero Leandro cayó al suelo golpeándose inesperadamente contra la pared. Ella lo miró sin poder agregar más. Él se incorporó enojadísimo musitando palabras irónicas para salir huyendo de casa, pero al abrir la puerta de par en par ella lo detuvo y lo condujo a la sala donde había estado antes para decir al mirarle las manos:

-¡Cariño! ¿Qué fue lo que le pasó a tus manos?-.

Leandro gruñó e iniciaron una polémica discusión en la cual a ninguno de los dos se les entendía nada. Al estar así, parados frente a frente escupiéndose insultos, ni se percataron de que Minino pasó en medio de los dos, con ese paso orgulloso para dirigirse a la cocina donde lo esperaba su amplio y hondo plato de leche que siempre Susana le servía por las mañanas.

Al gatito no le interesaba la discusión de ellos, pues ya estaba acostumbrado. Cuando terminó su leche se quedó recostado en el suelo, con esa postura holgazana y familiar que tienen los felinos para descansar. Entonces allí mismo, con su tibia mirada, observó que en la siguiente pieza estaban las dos caricaturas humanas desayunando réplicas e insultos como si fueran golpes de hierro que además de lastimar el cuerpo ofenden el sentimiento.

Y Minino se acomodó plácidamente en un rincón, mientras bofetada tras bofetada sus amos se hacían daño y lloraban como un par de chiquillos los dos. Pero luego empezaron los malditos ruidos de la ciudad. Minino entonces levantó su cuerpo y miró de soslayo la puerta de la izquierda. En poco rato dejó ese espacio y recorrió todas las bardas de la casa. Después se fue a una vieja y abandonada casita en un árbol. Allí le pareció sentir que ninguna clase de ruido era de lo más importante. Entró a la casucha como un ser deslizante y no se le volvió a ver hasta caída la tarde.