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Utopía en globo

  • Por José Oswaldo
Utopía en globo

Por Fabián Tapia Quintero

Ikal miró a través del cristal empañado la lona desparramada, como si fuera una mancha de aceite en un pavimento mojado. Por la luz de las estrellas sólo pudo adivinar su tamaño—una pequeña porción de cielo, un parche—, que, tímidamente, se iba alzando. ¿Con qué se alzaba? Quizá con todos los suspiros de desaliento. Los de él. Los de la abuela. Y los del padre, cuya sed, cansancio y desesperanza, eran sus únicos acompañantes en una ardua travesía. Pero Ikal no pensaba así…

—Se fue al desierto—le había dicho la abuela—, pero agradezcamos que las dunas son blancas. Purísimas.

—¿Entonces es cierto lo que soñé?—exclamó Ikal—¿las nubes cayeron del cielo para cobijar a papá en su viaje y que no se sintiera tan solo?

—Sí—afirmó ella—por eso el desierto es blanco, como la esperanza. Verás que tu padre estará protegido y pronto el viento lo traerá sano y salvo a casa.—A pesar de su ceguera, supo encontrar la cabellera de Ikal. Hundió sus dedos en ella (sus cabellos parecían las plumas arrancadas de un pavo real) y acunó su cabecita en su pecho, para que él escuchara que su corazón latía y esperaba que volviera.

Ikal esperó que la noche se desvaneciera y que diera paso al día. De este modo, descubriría la identidad del trozo de cielo desparramado.

Al día siguiente, los gritos del niño despertaron a la abuela.

—¡Es un globo!—gritaba con entusiasmo mientras conducía a la abuela al patio.

—Descríbemelo—pidió ella. Era un imperativo muy común entre ellos. Generalmente, lo que más le gustaba describir a Ikal eran las flores y las palabras que usaba despertaban en la imaginación de la abuela imágenes tan vívidas que parecían hacerle caricias.

—Es como un huevo de Pascua. Tiene rombos y triángulos rojos y amarillos en sus cintas. Se alza poco a poco, conforme pienso en el regreso de papá.

Ella dejó atisbar un asomo de sonrisa; ése era el regalo que papá le había dejado a su hijo tras su partida. Y se inflaría mientras fuera ese niño soñador, con ese espíritu cálido, pues un regalo es un fruto de esperanza y había que mantenerlo vivo.

—Viajaré, abuelita. Y encontraré una estrella que guíe a papá a casa con su resplandor y que también te devuelva la vista, para después llevarte al cielo y que contemples las estrellas y que…

La lista de ilusiones del pequeño continuó, pues siendo niño sus sueños equivalían al número de estrellas en el cielo. Pero, lo que no sabía era que cuando se llegaba a cierta edad, el cielo se tragaba esas estrellas. Ya no se era niño. Ya no se era esperanza. Y a Ikal le faltaban pocos días.

Fue después de tres noches cuando Ikal decidió embarcarse en su aventura personal. Hacia las alturas. Su corazón bombeaba tanta esperanza que no necesitaría de la luz para guiarse. Le dio un beso en la frente a su abuela y la brisa de la noche le rindió pleitesía.

Ya en la canasta, Ikal contempló con asombro cómo las sábanas de la noche cubrían la tierra. El desierto—cubierto de finas serpientes—, le pareció bello y a la vez aterrador: era como ver el vestido de la luna arrugado.

“Bajaré una estrella, papá, y ya no tendrás que temerle a la noche”.

El globo siguió ascendiendo, minimizando su casita de tejas rojas hasta un puntito con la apariencia de un rubí.

Y el rubí ahora estaba frente a él, pero con un resplandor amarillento, casi cegador. Una estrella. Bella y puntiaguda. Dolorosa con tan solo verla.

—¿Me puedes escuchar?— preguntó Ikal. Su voz era un eco titubeante; le daba pena interrumpir el canto de las estrellas. Uno que otro mortal tendría una pesadilla—. Mi nombre es Ikal—se presentó.

—Ikal, espíritu. Lo sé.— La estrella parecía tímida en todo, menos en su brillo. Su voz era melodiosa; un bostezo de sol—. Mi nombre es Kasakir, amanecer.

—Eres el amanecer que necesito. Mi padre está internado en el desierto y la noche es cruda cuando se trata del desierto. Y cuando es de día se puede nublar y a él le da miedo la oscuridad. El desierto es blanco, no tiene luz. Es por eso que te suplico que bajes hasta allá e ilumines su camino…para que pueda volver.

La estrella emitió una especie de risa y gemido.

—Puede ser, Ikal, pero el Cielo necesita que alguien lo cuide mientras estoy ausente. Si no, ¿quién será el amanecer?

—Yo, yo puedo ser el amanecer si me ayudas a recuperar a papá.

—Trato hecho. Trato hecho—repitió—. Bajaré al desierto y haré castillos de arena para que tu papá se pueda refugiar y estar a salvo. En cambio, tú tendrás que tomar mi lugar, ¿entendido?

—Entendido—aceptó el pequeño.

La estrella fue en picado hacia las dunas. Desgarró al viento con su descenso y fue dejando estelas de fuego, como una pluma que se arrastra en el papel. Los zumbidos desgarraban los tímpanos; eran explosiones de fuegos artificiales y carcajadas y bailes. Finalmente, la estrella se refugió entre las sábanas del desierto. Hubo una explosión de arena blanca—que luego se convirtió en dorada gracias a Kasakir—; las dunas formaron remolinos, cubrieron oasis y se perdieron. Algunos granos de arena llegaron hasta la luna y le hicieron cosquillas y la luna sonrió. Pero un grano de arena llegó específicamente a un párpado de la abuela, cuando buscaba a su nieto. Gracias a ese grano de arena, la luz llegó a sus ojos. Desde entonces, ella pudo ver a su hijo en el globo, allá en el cielo, refulgente como una estrella.

Pero aquí no termina la historia. Después de que Kasakir hubo bajado y hecho sus tormentas y sus castillos, el papá de Ikal regresó. A veces, hace falta ver infiernos para extrañar paraísos y ese fue el caso de él, al darse cuenta de que su hijo le había bajado una estrella para guiarlo a casa.

La estrella, Kasakir, se entretuvo tanto pintando las dunas de Samalayuca, en Chihuahua, de color dorado que se olvidó de regresar al cielo. Ikal, a partir de entonces, sería el amanecer, pues siempre fue niño y su esperanza y alegría de infante brillaban más que una estrella. Brillaban más que una utopía en globo.