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Expiación

  • Por José Oswaldo
Expiación

Por Héctor Felipe Ramírez Núñez

La mujer saltaba de gusto. Lágrimas de felicidad descendían por sus mejillas ruborizadas y le anegaban los pliegues del cuello y las comisuras de la boca. Su éxtasis era tal que ya no le importaba que la vieran llorar en televisión. Frente a ella, un hombre sudoroso de camisa blanca y corbata roja –sin saco– blandía un micrófono inalámbrico. El auditorio estaba a reventar.

–¡...Y tenía mucho dolor en esta pierna, pero ya desapareció! –gritaba la señora, aferrándose a su muslo derecho.

–¿Usted tocó la capa de los milagros? –preguntó enérgico el hombre del micrófono.

–¡Sí, yo la toqué con mucha fe, y se me curó la pierna!

–¡Gracias a Dios! ¡Amén!

El público ovacionaba: acababan de presenciar un hecho extraordinario. El camarógrafo los enfocó para que el mundo contemplara la fábrica de milagros. El hombre del micrófono le dio dos palmaditas a la mujer, como invitándola a abandonar el escenario. Ya no era necesaria una vez compartido su testimonio.

El orador miró su reloj, faltaban quince minutos para terminar el evento. Todo marchaba sobre ruedas; esta jornada estaba a punto de acabar y los fieles ya habían depositado su donativo en las urnas de la entrada. Alzó las manos abiertas y los parroquianos guardaron silencio. Le gustaba esa sensación de poder apaciguar a todo un mar de almas con sólo alzar la mano.

–Debemos pedir con fe, así como la señora pidió. ¡Todos necesitamos de la fe para que nuestras oraciones se cumplan!

El público asintió. Uno que otro gritó “amén”.

–Hermanos y amigos –continuó–, hoy es el día que el Señor nos ha regalado para regocijarnos en su bondad. ¡Inclinen la cabeza, y oren para recibir sus bendiciones!

Cientos de cabezas se agacharon con una sincronía casi perfecta.

El maestro de ceremonias disfrutaba observando ese momento de paz: todos los parroquianos con las manos juntas, la cabeza gacha y la fe en el ser supremo quemándole las patas al demonio. Esbozó una sonrisa muy ancha, de oreja a oreja, pero la borró de su rostro cuando distinguió a una oveja negra entre su rebaño.

Un hombre, no muy joven pero tampoco mayor, no agachaba la cabeza. Se mantenía erguido, mirando en rededor con los ojos llenos de extrañeza, pero también desafiantes. Apuntaba algo en una libreta.

El anfitrión clavó los ojos en el joven. Si las miradas crucificaran...

–¡Ahora es el momento que todos hemos esperado!

Todos interrumpieron la cadena de oración y alzaron la vista.

–¡Que traigan la capa de los milagros!

Los parroquianos armaron un alboroto ensordecedor. Cuatro jóvenes de aspecto exageradamente relamido, en camisa y corbata muy ajustadas, salieron de bambalinas sosteniendo cada uno un extremo de la dichosa capa sobre sus cabezas.

–¿Quiénes serán los afortunados que hoy tocarán la capa de los milagros?

En el auditorio se escuchó un estridente “yo” que los parroquianos gritaron al unísono. Se le dio la orden a los jóvenes para que entregaran la capa de los milagros al público, empezando por un extremo de la primera fila de asientos, la más próxima al escenario. Como cada domingo, la gente iría pasando la capa de asiento en asiento, de fila en fila, hasta que todos la hubieran rozado al menos.

–¡Oren, y sientan como se cura esa reuma, ese quiste, ese cáncer!

Miró al camarógrafo y se cruzó el índice por el cuello:

–¡Apaga la cámara! –le ordenó.

Él obedeció y en las televisiones de Chihuahua se perdió la imagen de la ceremonia. El joven irreverente anotaba más que nunca en su libreta, pero el anfitrión esperó pacientemente a que la capa llegara a su lugar. Y justo en ese momento, cuando el joven apenas tomaba la capa con las manos, el hombre sudoroso le espetó, apuntándole con el dedo:

–¡Tú!

Todos lo miraron. El joven se sintió acusado.

–¡Tú no has rezado desde que entraste! ¿Te sientes perdido, enfermo o decaído? ¡Toca la capa, siéntela y llénate de bendiciones!

El joven titubeó porque no esperaba que lo señalaran. En un principio pensó que el hombre sudoroso lo utilizaría para impartir una especie de lección de catecismo. Hubiera podido replicar y empezar un debate, pero jugaba de visitante y no quería tentar al demonio.

Oh, la ironía.

–Paso –dijo, y entregó la capa de los milagros al hombre que ocupaba el lugar de la derecha.

Un rumor lo acechó. La gente no estaba contenta. De pronto, el joven se sintió en peligro; sintió varias manos que lo tomaban de los brazos.

Y lo apretaban con fuerza.

–¡No, déjenme! ¡Yo no creo en esto! ¡Una capa no puede sobrepasar a la ciencia! Sintió unas uñas que se le hundían en la carne, y quién sabe si fue el miedo o el peligro la razón de que el joven se desbocara. Dijo estas palabras, y fue como sacudirse en arenas movedizas:

–¡Ustedes estafan a la gente, y yo voy a desmentirlos! ¡Voy a acabar con este circo! ¡Fariseos!

La indignación inundó el recinto. Pero el anfitrión no necesitó defenderse: todo parroquiano se vio poseso en un éxtasis iracundo. Envolvieron al joven en la capa de los milagros. Él forcejeó, pero no pudo vérselas con la fuerza de la muchedumbre.

Hicieron presión hasta que el bulto cesó de respirar. Así lo curaron de la más terrible enfermedad: no pensar como ellos.

El anfitrión les dio la bendición y les dijo que se fueran en paz.