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Una noche en Guerrero

  • Por José Oswaldo
Una noche en Guerrero

Por Héctor Felipe Ramírez Núñez

–Según esto, el tipo que vio al hombre polilla iba por esta carretera. Dice que se le emparejó con la camioneta. Y dicen que quedó traumado.

Viajábamos en la carretera Chihuahua-Cuauhtémoc, y ya no faltaba mucho para llegar a Guerrero. Ramón casi no hablaba. Él y yo íbamos en los asientos de atrás de la camioneta. Adelante iban mi madre y su señor esposo.

Yo estaba pensando en las historias amarillistas de la prensa acerca de un pobre diablo que juraba haber visto al hombre polilla por aquellos lugares. La historia iba cobrando fuerza en aquellos días, y no inquietó a poca gente.

Poco tiempo después entramos a ciudad Cuauhtémoc. Ahí comimos, y visitamos el consultorio de unas mujeres naturistas, especialistas en masajes terapéuticos e iridología. Después de que me compusieron el cuerpo, me sentía listo para correr un maratón.

Me hubiera gustado quedarme en Cuauhtémoc de haber sabido sobre la noche que nos esperaba.

Nada más llegar al municipio de Guerrero, Dagoberto, quien iba manejando, tomó una desviación en un camino de terracería, después de pasar por un jardín de niños llamado Walt Disney. Ramón y yo reímos como locos.

Llegamos a las huertas El Perico, propiedad de Dagoberto. Llegó a recibirnos el Tigre, un pitbull juguetón que custodiaba el lugar. Al principio le tuvimos miedo, pero al poco rato nos encariñamos con él. De tal forma que, dos años después, Ramón y yo nos enteraríamos de la muerte del Tigre y nos caería como balde de agua fría. Pero eso importa poco para esta historia.

Entramos a la casa de las huertas. Dagoberto tenía una mesa de billar, una cama y dos catres, linternas, un rifle, azadones, picos... y demás herramientas propias del campo. He de mencionar que las ventanas no tenían cortinas. Al frente de la casa, la vista de perdía entre incontables manzanos y algún gallinero. A lo lejos, más allá de la cerca que marcaba los límites de las huertas, vimos una vaca muerta envuelta en un enjambre de insectos.

–Mira, de seguro la mató el hombre polilla... – le dije a Ramón.

–Cállate, güey– me contestó.

Luego recordamos al jardín de niños Walt Disney y volvimos a reír. ¿Qué puedo decir? Somos un par de simples. Yo me considero una persona escéptica, así que mis comentarios sobre el hombre polilla eran más bien movidos por el morbo. Ramón sí estaba algo sugestionado.

Era sábado. Raquel, mi madre, y Dagoberto tenían un compromiso esa noche. Una especie de cena con mucha gente, a la que Ramón y yo no podíamos asistir. Nos tocó quedarnos en las huertas.

Oscureció a eso de las siete, y ya estábamos solos para entonces. Las primeras dos horas se nos fueron comiendo frituras y jugando billar mientras escuchábamos música de nuestros celulares.

Acababa de fallar un tiro con la bola cinco mientras Ozzy Osbourne cantaba Mr. Crowley. Hacía mucho frío, pero Dagoberto tenía un buen montón de leña dispuesto afuera de la casa.

De pronto irrumpió un sonido violento de estática. Volteamos al mismo tiempo, y vimos una linterna que tenía una radio integrada. Hasta la fecha no sabemos por qué se encendió, pero entonces bastó con apagarla.

Pasó otro rato, no recuerdo cuánto. Nos hartamos del billar, y de pronto nos vimos como dos náufragos aislados de la tecnología citadina.

La mente humana es maravillosa a la vez que terrible. Cuando una persona no halla en qué ocuparse, se aburre. Pero no pasa lo mismo con la mente; ella empieza a desenterrar recuerdos y a generar pensamientos. Y a veces genera cosas que uno ni se imagina. ¿Por qué digo esto? Yo no sé si fue el aburrimiento, la sugestión o si de verdad había algo ahí afuera, pero Ramón y yo escuchamos aleteos en los alrededores.

El Tigre, que tenía que dormir afuera, comenzó a ladrar violentamente. Y, como los protagonistas de una película de terror se dan cuenta de que están metidos en problemas, nosotros vimos que la leña escaseaba. Tarde o temprano tendríamos que salir por más.

–No pasa nada, Ramón. Vamos por leña –dije no muy convencido de mis propias palabras.

–No, ¿no oyes al Tigre?

–Nos llevamos el rifle.

–Ni le sabes.

–Pues le aprendo. Tú juntas leña y yo vigilo.

–No. Hay que esperar a Dago.

Y así nos quedamos. Mencioné que las ventanas no tenían cortinas. Nosotros no podíamos ver nada hacia afuera por la oscuridad. Pero cualquiera que estuviera afuera sí que podía ver hacia adentro.

–Si quieres te llevas un taco del billar...

–Yo no voy a salir.

–Güey, tengo frío.

–Yo también.

–¡No le saque!

–Sí le saco.

Interrumpimos el diálogo porque la puerta comenzó a sonar como si alguien, o algo, a estas alturas ya era algo, tratara de abrirla. Armados con los tacos del billar, esperamos a que pasara algo, cualquier cosa. El Tigre había dejado de ladrar.

La puerta se abrió y un ventarrón helado se coló en la casa. Acto seguido, Dagoberto y Raquel entraron apurados, huyendo del frío. Salimos por leña, y contemplamos el campo en medio de la noche, uno de los mejores paisajes de esta tierra. No había amenaza alguna.

Esto fue lo que pasó, palabras más, palabras menos. Si bien ahora contamos esta historia casi como un chiste, es cierto que esa fue una noche muy larga.

Las noticias sobre el hombre polilla ya menguaron. Ahora muy pocos lo recuerdan. Personalmente, me acuerdo más de los aleteos. Son lo único a lo que no he encontrado explicación.