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Tiro de gracia

  • Por José Oswaldo
Tiro de gracia

Por Felipe Ramírez

Entre los rumores del aire helado y los velos de luz menguante, provista por las farolas del centro histórico, se formaba un coloquio de sombras en la calle Aldama. El ángel de la libertad, desde la cima de su monumento, perdía la mirada en el cielo nublado y le apuntaba con su espada.

Las aceras de la Aldama ya estaban llenas. La música, los tragos y las parrillas colmaban la calle y cargaban del ambiente de vida, olor y color. Los mariachis afinaban sus instrumentos de trabajo y los taxistas jugaban dominó junto a sus vehículos, dispuestos a subir la apuesta o a desertar de la partida si aparecía un cliente. Era una supuesta noche común y corriente en el centro de Chihuahua.

De pronto, la desgracia. A las diez veinticinco resonaron seis disparos en la oscuridad de algún sitio, uno tras otro.

Todos hicieron silencio por un instante, como asegurándose de la fatal eventualidad. Se escuchó un disparo más. Era obvio: alguien acababa de morir.

-Ese fue el tiro de gracia -dijo un hombre antes de apurar su tequila y largarse de la zona.

Varias llamadas entraron al sistema de emergencia para reportar el hecho. Nadie supo ubicar la escena del muy probable asesinato.

Eran las diez treinta y dos cuando se oyó el chillido de varias sirenas de patrulla avanzando a toda velocidad. La Aldama se llenó de policías municipales, estatales y agentes del ministerio público en cuestión de minutos.

-¿Dónde fue el percance? -preguntaban a quien podían.

-No sé, jefe, nomás oímos los plomazos.

Después de recibir varias versiones de la misma respuesta, un agente vio algo sospechoso en una de las callejuelas que se cruzan con la Aldama.

Se trataba de dos luces intermitentes de un automóvil estacionado. Era imposible no pensar que era un llamado de auxilio o un esperanzado intento por llamar la atención.

El agente se acercó unos cuantos metros y se detuvo a pedir refuerzos cuando distinguió la figura de un hombre inerte ante el volante del vehículo.

Ya de cerca, los agentes apreciaron los estragos del suceso: los vidrios rotos, el reguero de sangre, casquillos percutidos y un arma corta en el regazo de la víctima.

Acordonaron la zona y levantaron un reporte de asesinato, presuntamente ligado al crimen organizado. Se encontró un paquete de un polvo blanco con las características propias de la cocaína, escondido en la guantera del auto.

El hombre yacía con la boca abierta y la nuca perforada.

Su asesino efectuó el tiro de gracia introduciendo el cañón de su arma en la boca del pobre diablo, que apenas tuvo tiempo de defenderse. Un ajuste de cuentas. Se mandó transportar el cadáver a las instalaciones del C4 (la morgue, pues) para realizarle la necropsia de ley. Caso cerrado…

Enrique salió de su casa al diez para las diez. No tenía manera de saber que una etiqueta le colgaría del pie hora y media después. Sentía escozor en la nariz. Era su cuerpo pidiéndole más cocaína. La cita ya estaba concertada en el lugar de siempre.

Cargó su pistola. Con esa gente nunca se puede estar bien seguro.

Le gustaba conducir de noche por la ciudad, las luces y adornos decembrinos le evocaban recuerdos de otros tiempos llenos de candor y pureza.

Pero en ese momento Enrique deseaba otro tipo de pureza.

Se internó por las calles del centro hasta llegar al punto de reunión. Ahí apagó el motor y esperó a Samuel. Se daba golpecitos en los muslos con sus manos frías. Su desesperación iba en aumento.

Casi volvió a llamarle al traficante, pero se detuvo al ver su auto virando desde la Aldama.

-¡Qué tranza mi Sammy! ¿Por qué se tardó tanto?

-Disculpe usted, mi Quique. Andaba sacando unas cuentas.

-Vientos. ¿Qué me traes?

-Ahorita, nada. Hasta que me pagues la deuda. Me debes diez gramos.

-¡Qué pues! Dame chance de aquí a...

Samuel interrumpió la excusa desenfundando una pistola.

-Mira, el patrón dice que tienes dos opciones: o pagas, o plomo.

-¡Calmado, mi Sammy! ¿No que éramos compas?

-Yo cumplo órdenes. Así que tú sabes como acaba esto.

-Está bien, está bien... Pero guarda eso... Tengo la feria en el carro...

Y luego, el caos. Enrique se subió a su auto y dio un portazo que Samuel, acertadamente, interpretó como una declaración de guerra. Apenas desenfundó su arma cuando recibió seis tiros en el pecho.

Quedó frente al volante, malherido. Vio al auto del traficante alejarse en el espejo lateral.

Pensó que tenía oportunidad de sobrevivir. De seguro alguien oyó los disparos. Una ambulancia estaría en camino. Encendió las intermitentes para que lo hallaran pronto.

Pensó que un poco de coca aliviaría su dolor. Y luego se acordó de una dosis que guardó en la guantera (¿por qué no me acordé antes?, se reprochó). La quiso alcanzar, pero las heridas le impidieron estirarse.

Iban a arrestarlo, y lo sabía. El patrón se iba a enterar de que estaba vivo. ¿Soportaría la prisión? ¿Lo buscarían para terminar el trabajo?

Finalmente, se hizo una pregunta fatal: ¿Cuándo volvería a consumir?

La mejor cura para el futuro incierto es la muerte segura. Hizo un último esfuerzo y se llevó la pistola a la boca.

Eran las diez con veintisiete cuando jaló el gatillo.