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Un vil malandro

  • Por José Oswaldo
Un vil malandro

Por Sergio Alberto Campos C.

Las personas que husmeaban los escaparates en el centro histórico de la ciudad de Chihuahua voltearon en sobresalto al escuchar chancleteos alocados en el pavimento y la banqueta.

Vieron a varios jóvenes corriendo violentos en persecución de dos chavos bien vestidos y resoplando el arrepentimiento por haber provocado la lumbre que casi los alcanza. Tres muchachas, locas de coraje, surgieron también a trancadas, sudorosas, decididas y murmurando maldiciones; parecían lobas tras de las presas.

Los transeúntes se apartaron para que no los tumbaran ni hicieran daño, mientras dos policías miraban para seleccionar a quién detener o proteger de la embestida o del robo, pues las pandillas simulan enfrentamientos para cometer sus delincuencias, sin desestimar que otros oficiales los trajeran en desbandada.

Los insolentes pasaron raudos, yéndose como se pierden los animales montaraces por los peñascales.

Los policías no se movieron, en realidad los chavos nada más corrían, a nadie lastimaron, a nadie robaron; reportaron por radio a los oficiales de las patrullas de más adelante, los que al menos vigilarían en previsión de cualquier cosa.

No hablaban, corrían, manoteaban, resoplando aventaban mocos y lágrimas, las mejillas pomosas y las melenas en volandas.

Calles adelante una de las presas resbaló y en movimientos de comedia grotesca se fue sobre los bancos de asiento de un estanquillo; los clientes se alejaron para entender el asunto, y antes de que lo supieran, llegó la manada gruñendo, a puñetazos y puntapiés le inflamaron la cara, quebraron las costillas y le batieron sangre, saliva y mocos.

Las mujeres arribaron veloces, a empujones retiraron a sus guías para lanzar su rabia sobre el caído dirigiendo la golpiza a los testículos y las nalgas.

- ¡Toma güey!- profería colérica una de ellas. -¡Chíngalo... pártele la madre... rómpele los huevos al cabrón!- exclamaba otra limitándose el espacio para agredirlo y entre sí ellas mismas se felpaban los pies.

Los curiosos contemplaron espantados la escena bárbara, algunas mujeres vociferaban que ya le dejaran, que lo iban a matar. Alharaquienta y como argucia una gritó: -¡Ahí viene la patrulla! ­

"¡La farola"... "la farola"... vámonos! - alzó la voz uno de los atacantes, alertando al resto.

Abandonaron al tipo que ya parecía un muerto mojado de su sangre y del agua que escurría de la barra de hielo de la tenducha, y se fueron presurosos; allí quedó tirado el lastre del odio, se sintieron liberados, puesto que a eso iban, a limpiarse el alma teñida de ofensas y rencores que ya se palpaban como huesos deformes y pútridos; requerían actuar brutales, sanguinarios.

La ambulancia que se llevó al joven desahogó por la sirena los lamentos que le revolotean de las parturientas, los accidentados, los apuñalados, drogados o borrachos constantes, doloridos de todo, y cuando alguien muere, se vierte plañidera piadosa, aun si conocer al muerto.

El líder ordenó reunirse en la antigua vecindad abandonada. Era un jovencito de diecisiete años, alto, vestía camiseta holgada, pantalón bombacho, de color negro, con pinzas y zapatos de charol.

Al entrar, dejó el sombrero de ala corta en el clavo de la puerta de la recámara improvisada, jaló a su compañera y la besó acariciándola lascivo, se tiraron en el camastro para aguardar a los otros, que a juegos llegaron comentando la golpiza, sonriendo de ya no sentir los malestares por las ofensas y los rencores; estaban curados.

De piel morena la mayoría, transpiraban malolientes por la carrera y el esfuerzo de ímpetus mortales. Algunos se quitaron la camiseta y limpiaron el sudor, se repartieron a discreción, bebieron agua en la cocina destartalada a reventar de comida maloliente, todo tirado y disperso, otro fue al baño casi oscuro y descuidado.

La pareja del lecho bien abrazada, contagiándose el libido y la emoción de la venganza que ahora los unía más fuertemente; contenían la energía ansiosa de consumirse con desenfreno. La jovencita ardía de éxito, de satisfacción completa por la represalia al intruso en las relaciones con su jefe y amante.

Del flirteo pasó al acoso, invadiendo repugnante sus días tranquilos. Ella nunca le sugirió el "acople", al contrario, rezaba apretando en su cuello las tres medallas con imágenes de la Virgen de Guadalupe para que aquél se retirara. El fastidio aumentaba cuando esas medallas y los cinco crucifijos de su adorado se revolvían al hacer el amor salpicando el cuarto desordenado.

De camino a la vecindad, una noche se le aprontó el joven de claros poderes económicos invitándola a pasear en su automóvil, buscando la aventura impropia. El miedo la aprehendió, podrían verla sus compañeros y el miedo a la reacción de su enamorado la forzó a contestar: -Cálmate, porque no te la acabas... no busques bronca… ¡bórrala!-

No atendió la indicación y la husmeó hasta las casas viejas.

El asedio no paraba y en una de las incursiones de pinta de paredes y bardas con signos incomprensibles para los devotos de los hábitos cotidianos, dibujó al muchacho autodestruyéndose. Eso alertó al jerarca, le pareció ver al diablo de rojo y negro. Se friccionaron por la resistencia a informarle del asunto, ella decía ignorar la causa, las relaciones se tensaron y trascendieron al grupo.

Como otra prueba de lealtad aceptó que le tatuara otra figura que su caudillo escogiera. Bebieron, fumaron marihuana y entre “gallo” y “gallo”, relajados absolutos, la realizó como hembra hasta cerca de la inconsciencia, y perdidos de alcohol, amor y droga, le marcó un pene erecto en el interior del muslo izquierdo; ella sangró y se lamentó toda la noche, no dejó de abrazarlo y llorando le condujo varias veces a materializar la seña. Él repetía en cada ocasión: - Para que sepan quién es tu "macizo"... y a ti, cabrona... ¡para que no se te olvide!-.

El entremetido insistía y el líder percibió; el enigma punzaba su alma.

La alternativa fue comentarlo con una amiga, pues no dormía, y el temor a la frigidez la alejaría de todo, a pesar de que para amar a su compañero tomaba cerveza, vino y “se daba sus toques".

-Tienes que hacer algo, esa... porque ese güey no te va a dejar hasta que entienda con una madriza- le sugería la confidente.

-Esa es la bronca, yo no puedo, y en mis carnales no confío... de seguro le dejan el "fierro" adentro; modo habrá-.

-El de partirle la madre, no hay de otra, agarra la onda, los compas se pasan la nota y no les cuadran los problemas con tu bato porque nos dividimos y la raza de los otros barrios nos la ganan... y olvídate, esa... no nos la acabamos ni con ellos, ni con tu chavo..., menos tú- le insistía.

Por fin se lo dijo; la escuchó para que le saliera el diablo rojo y negro que presentía, ambos necesitaban verlo en cuerpo, ya no en pintarrajos.

En sus reuniones decían que nadie tenía derecho a mutilar los quehaceres que sólo ellos entendían, viviendo sin prejuicios y aislados de la sociedad curiosa que los observaba por su vestir holgado y usar lentes negros como antifaz, tan distintos a los de la gente ajustada a las tradiciones, de las que ellos se mofaban.

Pensaban que todo sería más puro en la medida que cada cual decidiera bailar, caminar, hacer lo que quisieran, sin compromisos, correr o hacer el amor cuándo y dónde quisieran y dirigirse a Dios.

Resolvieron actuar para lavar el insulto embadurnado por la sociedad hipócrita -decían- que les cerraba sus decisiones de jóvenes para la vida, pues eran muy su bronca el alcohol, la marihuana, la música escandalosa y libertades ilimitadas...

Identificaron al inoportuno.

Discutieron las opciones y su ejecución, reiterando que si ellos no se entrometían con nadie, más que para obtener un cuánto dinero para sus compras, porqué sí lo hacían con ellos, aunado a su fe de que Dios admitía su derecho a ser libres, auténticos y respetados, a pesar de vestir distinto y fueran por las calles cargando grandes radio grabadoras, aturdiéndose con música estridente, hartos de insinceridad, utilitarismo y manipulación, diciendo que en los niveles superiores no saben de las urgencias de comer bien, de techo digno, de escuela limpia, de arroyos sin aguas negras, de vivir y dormir amontonados… sin horizonte.

-Estos batos creen que la tierra es de ellos, que es plana... se les olvida que flota como pelota, y que Dios la hizo para todos; se salen... - comentaban.

Llenos de cerveza y droga, convinieron que la mujer le diera motivo al pretendiente, lo llevara a las cercanías de un hotelillo de paso, y por ahí saltarle como cabrones -dijeron- para pararle el alto... previa madriza bien dada.

El lujurioso estaba convencido que por el origen pobre de la chiquilla y subir al automóvil, disfrutaría de sus encantos y de sus tripas. Tenía todo para disponer de cuanto se le antojara, a causa mayor y mejor, por tratarse de una muchacha inculta, de bellas formas, voluptuosa obscura y motivadora de miel en sus carrillos y secreciones prontas... con sólo verla.

Le dejó confiar, lo citó para la tarde noche escogida, pasó por la chamaca y en tanto platicaban en el vehículo, el dirigente al acecho contenía alaridos y denuestos muy adentro. Ella flotando en su interior entorpecido sonreía y reía incoherente, sus ojos brillosos miraban distorsionado al canijo, quien soltó el deseo y la abrazó tembloroso; la tropa abrió la puerta del automóvil y de un movimiento el tipo salió hasta el pavimento como porquería vomitada por el mismo coche por las náuseas incontenibles de cuanto había visto y soportado.

El lobo guía lo quería para sí, pero los otros exigían comer igual, con avidez vulgar; estaban cegados... por todo y de todo.

El cretino apenas veía los zapatones que lo tundían intensamente, trató de guarecerse abajo del vehículo, y lo regresaron como a una víbora que busca meterse en su agujero. Un conocido del avieso les reclamó su actitud abominable, el obsceno se incorporó y emprendió la fuga alcanzado por su mediador circunstancial, también correteado por los emboscadores diestros.

Así empezó la tragedia.

Para ellos se trataba de un cualquiera y el hecho iría al olvido, pero resultó ser el hijo de un magnate de bien etiquetada potestad política. La policía averiguó a las rápidas... igual que el cumplimiento de las órdenes.

Las patrullas llegaron veloces a la vecindad, el gas lacrimógeno llenó los cuartuchos y los rodeados escurrieron lágrimas como si nunca hubieran llorado en la vida y las tuvieran guardadas para ese día.

Macanazos, puntapiés y aventones contra las paredes, catres y suelo, transmitían el mensaje de la revancha.

Las mujeres se movían con violencia como gatas injertadas de serpientes para huir de las palpas asquerosas de los agentes. -¡No me toques pinche "chota"... agárrale las chichis a tu chingada madre!- exclamaban torpes y apenas, agitando los brazos como espantando un rocío ponzoñoso e impedidas para ver la porriza a sus camaradas ya ensangrentados, semejantes al Cristo de sus crucifijos, y mientras las controlaban, los agentes escondían sus muecas malsanas tras de sus máscaras protectoras.

-¡No te resistas, somos la ley... la autoridad!- profirió un policía al comandante derrotado, quien con los labios y lengua reventados y anegada la boca de sangre asfixiante respondió: -¡Cuál pinche ley, cabrón... ni la conoces!; ¡cuál autoridad, pendejo... "sácalo a pasear" para andar igual...!-.

-¡Hasta piluyos han de ser... inútiles, huevones mantenidos!; ¡a la patrulla todos!- dispuso el oficial.

Los lanzaron como pacas de alfalfa y cayeron como fierro muerto.

La vecina comentó: - Hasta que pusieron en orden a esos vagos, ya era hora, ojalá les den un buen castigo, algo malo habrán hecho-.

Un chiquillo dijo: -Pero ni se metían con nosotros, nunca nos hicieron nada...-. - ¡Cállate, tú no sabes!; estas pandillas son peligrosas, mira a esas niñas, de seguro las drogan y las tienen con amenazas- dijo su madre.

Ya dentro de la “perrera” el líder vio a su tribu centelleante de sangre, lágrimas y encono, quejándose ya sin saber de qué.

Los revisó con mirada torva y les dijo: - Ese bato es puro "chiva", se abrió las nalgas para cagarse en las manos de su puta madre... pinche güey, no se la va a acabar... es un vil malandro...-.

- ¿A la comandancia, mi jefe?- preguntó el chofer de la “perrera”.

- ¡A huevo, pendejo...! ¿Creías que al hospital?, ¡jálale…!-