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Juan Cadenas

  • Por José Oswaldo
Juan Cadenas

Por Felipe Ramírez

El sistema de ventilación expulsaba un aire frío en la cámara de Gesell, pero sin inhibir la transpiración en el cuerpo del profesor. Ya estaba listo para rendir su declaración ante el Ministerio Público. Era el noveno entrevistado del personal que estuvo en la primaria cuando ocurrió la desgracia.

-Voy a relatar los hechos lo mejor que pueda. Cierto es que, como profesor, tengo que cuidar mis palabras.

Dicho esto, dio un sorbo a su vaso de agua. Luego añadió:

-Basta con un malentendido para arruinarme.

-Estamos conscientes de eso, le garantizamos anonimato.

-Eso esperaba que dijera, la verdad es que las garantías, como las promesas, están devaluadas. Pero ya estamos aquí, ¿No? Y la cámara está encendida. ¿Por dónde empiezo?

-Primero que nada, ¿Dónde estaba cuando pasó todo?

-En el patio, con los profesores José Padilla y Rosalba Ponce, conversando, cuando la directora nos mandó llamar. Después sonó el timbre, finalizando el receso como diez minutos antes de lo habitual. Nos comenzamos a preocupar.

-¿La directora los puso al tanto?

-A medias. Nada más dijo que hubo un accidente en el auditorio, nos ordenó llevar a los niños a los salones y ponerlos a trabajar o lo que fuera, pero que no los dejáramos estar en el patio. Se veía muy nerviosa.

El profesor volvió a beber agua. El agente del Ministerio lanzó otra pregunta después de hacer algunas anotaciones ilegibles para el maestro.

-¿Qué pasó después?

-Obedecimos -respondió, encogiéndose de hombros-. Formamos a los niños en el patio. El ambiente se hizo pesado, había un silencio incómodo. Ya se imaginará que normalmente no es así. Otros maestros me preguntaron si estaba al tanto de la situación, pero no tardé en descubrir que todos sabíamos lo mismo.

-¿Y el resto del personal?

-Las señoras de la tienda cerraron, ya no las volví a ver. De los conserjes, vi a Don Octavio parado afuera del auditorio, como si estuviera vigilando. Don Segismundo hablaba con la directora en la entrada de la primaria -torció la boca antes de continuar-. No vi a Don Abundio por ninguna parte; hasta después supe que estaba muerto.

El agente siguió anotando.

-Ya hablamos con el señor Octavio -dijo el ministerial-. Según él, usted entró al auditorio mucho antes de que llegara la policía.

-Es verdad.

-¿Por qué fue al auditorio?

-Porque faltaba uno de mis alumnos en la formación -dijo, como si la respuesta fuera obvia. Y lo era, al menos para él-. Varios niños de mi grupo estaban ahí cuando pasó lo que pasó. Me dijeron que jugaban a Indios y Vaqueros en el escenario cuando se asustaron "por unos gruñidos" y huyeron del lugar; salieron todos excepto Jonathan. Le pidieron a Don Abundio que entrara a ver, y él tampoco salió del auditorio. Avisaron a la directora y se desató el caos.

El ministerial pensaba con los brazos cruzados. La experiencia le susurró que estaba llegando al meollo del asunto. El interrogado continuó:

-Me preocupé. Envié a mi grupo al salón y me fui a buscar al niño.

-Fue cuando Don Octavio le quiso impedir la entrada.

-Es correcto. La directora ya lo había mandado a vigilar. En fin, entré, a pesar de sus insistencias. Lo primero que vi fue a Don Abundio tirado en el escenario. Estaba boca abajo. Cuando lo volteé, ya no le hallé signos vitales.

Hizo una pausa para beber agua.

-Estaba como agarrotado. Tenía los brazos duros y las manos aferradas al pecho. Temí por Jonathan. Desgraciadamente, él fue lo próximo que hallé.

El maestro respiró profundo antes de continuar.

-Estaba muerto también. Tenía marcas en el cuello, como si lo hubieran ahorcado. Me alteré bastante. No recuerdo cuáles fueron mis pensamientos porque un carraspeo me tomó por sorpresa. Giré la cabeza y lo vi...

El agente se inquietó.

-Entonces, ¿vio al responsable? ¿Lo reconoció?

-Son preguntas simples, pero la respuesta es complicada -la cámara registró una expresión dubitativa en el rostro del profesor, como si, por un instante, no supiera cómo continuar-. Bueno, no sé qué le hayan dicho los demás, ya que están interrogando a todo el personal. En fin, sí, yo lo vi y sé quién es. Lo sé porque he oído a los alumnos hablar de él. Ya sabe como son, siempre dicen que su escuela está construida sobre un cementerio o que antes era un manicomio... Bueno, la leyenda de nuestro plantel es un tal Juan Cadenas; supuestamente es un loco que vive escondido en la primaria y rapta a los niños para comérselos, o algo. Dicen que usa una cadena para amarrar a sus víctimas.

El ministerial enarcó las cejas. Esperaba todo menos esa respuesta.

-¿Qué está insinuando?

-Cuando giré la vista, me encontré con un ser que se asomaba desde atrás del telón. Vi parte de sus ropas, hechas con retazos de periódico, trapos sucios y alguna especie de pelaje. Este individuo... Parecía extremadamente viejo. Su piel era reseca y amarillenta, casi como piel de momia... Sus dientes estaban podridos y sus manos huesudas, con uñas largas y mugrosas. Era muy delgado, esquelético. Su cabello se veía quemado y su nariz hinchada. Nunca voy a olvidar sus ojos amarillos, cirróticos. Una cadena estaba amarrada en uno de sus brazos, como serpiente. Yo me quedé pasmado. Me gritó algunas cosas que no entendí en ese momento, por la impresión. No me cupo duda de que se trataba de Juan Cadenas.

El agente estaba perplejo.

-¿Qué le pasa? ¿Esa es su declaración?

-Mire, los niños jugaban a Indios y Vaqueros, seguro lo atrajeron y éste los asustó. Pero de dónde llegó, y cómo, es algo que desconozco.

-¿Y qué me dice de Don Abundio?

-Todos en la escuela sabemos que él padecía del corazón... Me atrevo a pensar que le dio un infarto cuando lo vio. ¡Por eso se agarró el pecho!

El ministerial comenzó a exasperarse, y creyó estar frente a un enfermo mental.

-Bueno -continuó, con un deje de sarcasmo-, entonces dígame dónde podemos encontrar a este Juan Cadenas. Dígame cómo procedemos.

-Se perdió entre bambalinas, lanzando gritos... Los municipales creyeron que me refería a un tarahumara o un pordiosero cuando les conté, pero no hallaron nada en el auditorio, así que no lo sé. Eso es todo lo que puedo decir, señor.

-Voy a ordenarle prisión preventiva hasta concluir la investigación, y...

-Y de seguro mi nombre va a aparecer en los medios -interrumpió el profesor-. Le dije que las garantías estaban devaluadas.

Días después, en peritajes posteriores, se encontró una trampilla debajo de un piano viejísimo que la escuela conservaba religiosamente. Unas marcas de dedos sobre el polvo de la manija llamaron la atención de los investigadores.

Quedaron boquiabiertos cuando, al abrir, un viejo harapiento los recibió a punta de gritos y cadenazos.

El presunto Juan Cadenas fue arrestado e interrogado. Entre otros desvaríos, dijo que había nacido en 1852, que dio muerte al apache Victorio en la batalla de Tres Castillos, y que tuvo a Pedro Infante viviendo en su guarida durante muchos años, hasta que fue a comprar tequila y ya no regresó. No se acordaba de su propio nombre, pero no conocía a ningún Juan Cadenas.

Cuando le preguntaron la razón por la cual mató al niño, sólo respondió:

-¿Cuál niño? Yo maté a dos apaches. A uno le torcí el pescuezo y el otro se murió nomás de verme... No se hubieran venido a Chihuahua, pinches indios rajados...

Murió horas más tarde, llevándose su identidad a la tumba. Los periódicos se vendieron como pan caliente.