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Suicidio de Bartolomé Casares

  • Por José Oswaldo
Suicidio de Bartolomé Casares

Por Paul Adrián Torres Terrazas

Desde que inició su docencia, Fermín Dávila nunca se ha considerado a sí mismo un profesor consecuente, sino al contrario, se siente orgulloso de la disciplina que mantiene en las aulas de clase. Es profesor del Conservatorio de Música de Chihuahua que está ubicado en la antigua estación del ferrocarril de la ciudad, en la calle Manuel Doblado y esquina con Avenida La Junta.

En su opinión, cualquier instrumento musical demanda entrega y dedicación, por eso los alumnos holgazanes e irresponsables son los primeros en reprobar sus clases. A su parecer, es una mentira que la habilidad para la música proviene de nacimiento, porque la habilidad se consigue con trabajo y sacrificio, en la interpretación de todo músico se perciben implícitas las horas de esfuerzo y dedicación; para bien o mal, el tiempo siempre es un referente fidedigno. La correcta interpretación de una partitura debe ser perfecta, sin adelantos ni retrasos, porque el sonido no consiente errores.

Hay situaciones particularmente difíciles. Un alumno llamado Bartolomé Casares destacó por ser uno de los estudiantes menos capacitados para la música: quizá el hecho de que una persona aprecie la música no lo vuelve competente para ser músico.

Fermín consideraba que el primer problema de Bartolomé Casares se debía en no entender las partituras. Su memoria confundía las notas: una equivocación tan básica a ese nivel de estudios resultaba inaceptable; pero al problema se sumaba la escaza movilidad de sus manos: sus dedos regordetes y torpes se movían despacio y producían las notas fuera de tiempo.

Bartolomé Casares no lograba ninguna interpretación correcta, sin importar cuánto practicara; pero Fermín Dávila continuaba presionándolo, porque el profesor mantenía la fe de que el talento para la música podía adquirirse mediante esfuerzo y práctica, así que en lugar de ayudarlo a desistir, convirtió al alumno en su propio desafió personal. Se prometió a si mismo transformarlo en un extraordinario músico y así comenzaron las horas extras, también le impartía clases sabatinas y le asignaba ejercicios de práctica particulares; pero el muchacho no aguantó tanta presión.

Los padres de Bartolomé son admiradores de la música clásica y cuando el muchacho tenía nueve años le regalaron un violonchelo. Desde niño fueron orientándolo hacia la música, pero ahora en la adolescencia él se enfrentaba a una profunda frustración. Sus sueños acumulados desde la infancia se truncaban diariamente en cada fracaso. El origen de su decepción se debía a que Bartolomé había idealizado algo que no era capaz de hacer.

Una tarde, quizá fastidiado de lo mismo y exhausto de sus sueños frustrados, Bartolomé amarró una soga a una de las vigas de su cuarto. Nadie sabe, ni se podría decir a ciencia cierta qué pasaba por su mente en esos momentos de desolación; el muchacho amarró el otro extremo de la soga alrededor de su cuello y se suicidó.

-No pude lograrlo –fue lo último que escribió en una nota dejada sobre su violonchelo.

La noticia del suicidio fue devastadora para la sociedad y la comunidad estudiantil, los padres del joven quedaron desconsolados; pero también, cuando la muerte del muchacho se volvió pública, la tensión acumulada en los demás alumnos explotó e inició un periodo oscuro y difícil en la profesión de Fermín Dávila. Hubo cartas dirigidas a él con reclamos de madres furiosas, pidiéndole su renuncia. Algunos padres de familia acudieron a reuniones y enviaron oficios formales al director, solicitando que asignaran un nuevo profesor para el grupo donde estaban inscritos sus hijos.

Una noche, cuando consideraron necesario afrontarlo, Fermín y su esposa se reunieron en el comedor de la casa y conversaron sobre el asunto, como tantas otras veces habían hablado sobre cualquier tema, pensaron con tristeza en los padres del muchacho, pero también en sus propios hijos.

Los padres de Bartolomé, al contrario de lo que todos esperaban, no manifestaron ningún resentimiento contra el profesor Fermín Dávila. Quizá los carcomía la culpa, porque en su opinión, los motivos del suicidio de su hijo no estaban relacionados con el conservatorio filarmónico. Sin embargo, fueron los únicos que pensaron de esa manera.

-¿No crees que eres demasiado exigente con tus alumnos? –le preguntó el director a Fermín después de llamarlo a su oficina. Hubo una reunión académica el día anterior y después de una breve conversación, Fermín comprendió que los directivos del Conservatorio de música también lo culpaban por la muerte del estudiante.

En el salón de maestros, sus compañeros continuaban saludándolo, pero desviaban la mirada, se sentían incómodos en su presencia, como si Fermín oliera mal o tuviera alguna enfermedad, y aprovechaban cualquier oportunidad para retirarse disimuladamente. Ningún maestro quería encontrarse en una situación similar, todos consideraban que Fermín Dávila era culpable, pero nadie sabía la manera de reaccionar. El asunto completo se volvía un tema escabroso e incómodo.

En esas semanas de ambigüedad y rechazo, solamente su esposa se mantuvo a su lado, porque ella siempre creyó que su esposo hizo lo correcto aunque el resto de la escuela pensara que la presión de las prácticas había sido demasiado. Ella no cambió de opinión y ni siquiera una sola vez consideró a Fermín responsable del suicidio. Aunque varias veces pasó por la mente del profesor la idea de renunciar al Conservatorio de Música porque la crítica de sus compañeros lo hacía sentirse culpable, se mantuvo invariable en su profesión y la tensión fue aminorando con el tiempo, hasta que el suicidio de Bartolomé se volvió parte del pasado. Un lamentable recuerdo que muchos alumnos y maestros olvidaron.