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Asiento número 17

  • Por José Oswaldo
Asiento número 17

Por Daniela Jiménez

El autobús llegó a la estación con cinco minutos de retraso. Ahí se encontraba Julián, que esperaba con ansias el arribo del camión que lo llevaría a su pueblo, al sur del estado. Era el primer sábado de la temporada vacacional en la universidad y como los últimos dos años, Julián regresaba a su pueblo, cansado del ruido de la ciudad, pero temeroso por las noticias que había escuchado los últimos meses acerca de la región.

Con cierto grado de nerviosismo subió al autobús. Su vestimenta era humilde, pero se veía en mejores condiciones que cuando llegó por primera vez a la Universidad de Chihuahua buscando un lugar en la Facultad de Derecho. Lo había conseguido y ahora volvía por tercera vez a su casa, para pasar navidad con su familia.

Entregó el boleto al chofer del Ómnibus y subió. Ignoró la leyenda “Butaca 06” del papel y escogió el asiento número 17, porque los primeros asientos de los camiones le parecían inseguros ante cualquier tipo de emergencia.

Guardó la mitad del boleto restante en la bolsa de la chamarra y esperó la partida del autobús. Poco a poco comenzaron a subir más pasajeros. De pronto, un hombre de cara agradable le preguntó qué número de asiento le había tocado, porque él tenía el lugar que hasta ese momento el joven estaba ocupando.

-Una disculpa, señor, me senté aquí porque el camión estaba vacío... –Respondió Julián mientras se levantaba de la butaca para cedérsela a su interlocutor.

-No te preocupes, muchacho, quédate, yo me siento de este otro lado- le interrumpió el hombre, por lo que Julián se acomodó de nuevo en el asiento y le agradeció al extraño la amabilidad.

Finalmente el autobús partió. Julián se sabía de memoria el camino, y aunque al principio se encontraba tenso, la serenidad del paisaje le trajo buenos recuerdos y se dio cuenta que su paranoia era innecesaria. Sacó de su mochila un libro y comenzó a leer.

Al encontrarse a hora y media de su pueblo, el chofer detuvo el autobús. Ante la parada inesperada, Julián sintió miedo y se asomó al pasillo. Vio que por la puerta ascendía un sujeto, encapuchado, con una pistola. De inmediato se asomó por la ventana y vio otros tres hombres, con el mismo aspecto y con más armas. Se estremeció. Atinó a esconder su mochila debajo del asiento, pues llevaba un poco de dinero para sus padres y pequeños obsequios para sus hermanos.

El sujeto armado comenzó a caminar por el pasillo, mirando uno a uno los asientos. Al llegar a dónde estaba Julián, el hombre empuñó el arma, confirmó que se encontraba en la butaca 17 y arrastró al joven fuera del camión. 

Ya en la carretera, los sujetos le abrieron el camino al chofer del Ómnibus, quien arrancó y se alejó de inmediato. Julián estaba paralizado. El hombre que lo había sacado del autobús comenzó a golpearlo y maldecirlo.

-¿Qué te pasa, güey? ¿Por qué te la rifaste con los contrarios? Ya te cargó la chingada.

Aturdido por los golpes y el miedo, el joven se encontró a sí mismo sangrando en medio de un paraje semidesértico. Se dio cuenta que ya no volvería a ver a sus padres, quienes seguramente ya estaban en la pequeña estación del pueblo esperándole. Sintió en su boca el sabor amargo del polvo y se estremeció ante una ráfaga de viento frío, que durante el invierno golpea a los habitantes en las regiones altas del estado. A su mente vinieron los recuerdos de otros años, recuerdos de las últimas nevadas en su comunidad y de su madre frente a la estufa de leña.

-Güey, ¿Sí será el indicado? Se me hace muy joven pa’ que sea el Galleto. ¿No nos habremos equivocado?

-Cállate, pendejo. A ver, revisa en la cartera de este gato, a ver si dice quién chingados es.

-Güey, este bato se llama Julián y dice que estudia en la universidá.

-¡Pinche madre, güey! ¡Se nos peló aquel cabrón! Ni pedo, todavía alcanzamos el camión, muévanse, en chinga, tú manejas Tuzo.

Julián escuchó el motor de un vehículo pesado, seguido del rechinar de llantas sobre la terracería y posteriormente en el asfalto. Luego de unos minutos, aún desconcertado, levantó la cabeza y miró hacia la carretera, que ahora estaba desierta. Miró sus ropas, se limpió superficialmente la sangre y retomó el rumbo, ahora a pie, hacia su pueblo.