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Ceguera

  • Por José Oswaldo
Ceguera

Por Héctor Felipe Ramírez Núñez

Te despiertas, pero no abres los ojos. Estás mareado. La boca te sabe a metal. Te sabe a sangre. Tragas saliva y tus oídos se activan con el movimiento muscular de tu cuello rígido. Apenas puedes recordar algo. Caminabas en alguna calle de Chihuahua cuando caíste desmayado.

Te palpas la cabeza. El tacto te advierte vendajes. Estás acostado. Es como una mala resaca. Mueves las piernas para estirarte. Tus vértebras truenan. Tu olfato percibe un olor aséptico. Escuchas pasos y voces lejanas. Tienes frío.

-Estoy en el hospital. -te dices. Te acuerdas de que recibiste un golpe muy fuerte en la cabeza. El recuerdo reactiva el dolor. Quieres escupir pero no sabes hacia dónde.

Mueves la otra mano, pero la tienes amarrada a algo muy pesado. No sabes por qué. ¿Son unas esposas? No sabes. Nunca te han esposado. Abres los ojos, pero sólo ves partículas de tela blanca. Te vendaron la vista también.

-¡Oigan! -gritas. Nadie acude a tu llamado. -¡Enfermera! -Pero nada.

Usas tu mano libre para levantarte los vendajes que cubren tus ojos. Una mano extraña te lo impide.

-No. -te dicen. Es un hombre.

-¿Qué me pasó? -preguntas. No te contestan. Te aseguras de mover las piernas, quieres saber que no te las amputaron.

¿Fue un accidente automovilístico? No te acuerdas. Si están tomando estas medidas contigo, debe ser por algo. Algo grave. Tienes miedo.

-¿En qué hospital estoy? -dices, casi gritando. Nadie te contesta.

Respiras hondo. La cabeza te punza mientras lo haces.

Buscas en los bolsillos de tu pantalón. Están vacíos. Le llamas al doctor. Te agitas en la cama. Este no es un tratamiento común. Piensas en interponer una queja cuando salgas del nosocomio.

Alguien se para junto a ti. Te dice:

-Voy a sedarte, no te conviene estar tan inquieto.

Te toma de la mano y sientes la jeringa penetrando en tu carne. Aprietas los dientes. Sientes el líquido que se inserta en tus venas.

Lentamente, vuelves la cabeza al respaldo. No tienes almohada. No alcanzas a protestar porque la droga hace lo suyo. Tu memoria libera otro recuerdo justo antes de dejarte caer en un sueño profundo: No fue un accidente de auto. Ibas a pie cuando te golpeaste.

Te vuelves a despertar. No soñaste nada. No sabes cuánto tiempo ha pasado. Aún tienes la cabeza vendada. El dolor menguó un poco, pero sigue instalado en tu cráneo. Piensas con más claridad.

Intentas mover la mano que antes tenías libre. Antes. Te la ataron mientras dormías.

-¡Doctor! ¿Doctor? -preguntas. Silencio. El doctor no está.

Pero escuchas pasos a lo lejos. Malditos negligentes. No te atienden como Dios manda.

Le ruegas a Dios. Usas la barbilla para tocarte el pecho. Te quitaron el crucifijo que usas al cuello.

-La puta madre... -susurras. Estás decidido a quitarte la venda, pero no sabes cómo.

Tienes todas tus extremidades, de eso estás seguro. Te desesperas. Tus familiares no han venido a verte.

Alguien entra a la habitación. Son dos personas, al menos. Te desatan la mano izquierda. Te das cuenta de que también te quitaron la argolla de matrimonio. Cuatro manos te toman el brazo, te lo extienden en una superficie fría como el hielo.

-Tranquilito -te dicen.

Comienzas a hacer preguntas. Te resistes. Este hospital está lleno de salvajes. Un tercero te aprieta la cara para callarte.

Sientes el filo de un instrumento en la base de tu dedo meñique. Gritas. Aúllas. Tus vendajes se llenan de lágrimas. El acero cercena tu carne, tu nervio, tu hueso. El dolor es quemante, abismal. El dolor de tu cráneo se aviva.

Sabes que te amputaron un dedo, pero aún lo sientes en la mano, como un fantasma. Es normal, has leído sobre esa sensación en algún sitio.

-Ya destápalo -dice una voz. Sigues llorando mientras la mano que te apretaba la cara deshace tus vendajes.

Abres los ojos legañosos, que por fin reciben luz y color.

No estás en ningún hospital, y no hay ningún doctor. Estás en un cuartucho de motel de mala, malísima muerte, con un trío de encapuchados.

Estás secuestrado.

Unes los puntos en tu mente. Alguien te golpeó en la calle y te convirtió en un rehén.

Juras que no dirás nada. Ruegas que te dejen ir. Tus captores te ven bien la cara. Pero no se mueven.

El de la izquierda comienza a caminar mientras agita los puños en el aire. El del centro exclama al de la derecha:

-¡Cómo estás pendejo! ¡Este no era!

Te aterras. Eres el rehén equivocado. Sabes que sabes demasiado.

Lo que no sabes es lo que va a suceder a continuación. No te quieres enterar.

El único que habló se dirige hacia ti. Desenfunda un arma y te pregunta:

-¿Quieres que te vendemos los ojos?

Pero tú no contestas. Tiemblas de miedo.

-Ta’ bueno -dice.

Nunca habías visto el cañón de un arma. Es lo último que verás.