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El rapto

  • Por José Oswaldo
El rapto

Por Paul Torres Terrazas

Estaba cepillándome los dientes cuando sucedió la llamada. Del otro lado de la línea, la esposa de un amigo de la infancia hablaba desde la ciudad de Parral Chihuahua para preguntarme si sabía algo acerca de Jacobo. Al parecer, había desaparecido dos semanas atrás.

Al principio, la familia pensó que se trataba de un secuestro, pero nunca hubo ninguna llamada para pedir dinero. Informaron a la policía, pegaron boletines con su fotografía en los fraccionamientos cercanos a la casa. Buscaron en los hospitales de la ciudad de Parral e incluso pagaron un anuncio en la radio de la capital ofreciendo recompensa por información que ayudara a localizarlo.

Conocí a Jacobo en la primaria pero nuestra amistad se distanció. En la actualidad es fácil conocer a una gran cantidad de personas, pero es difícil mantener relaciones sociales duraderas. Si algo he aprendido y nunca cuestiono es que la vida nos arrastra de muchas maneras que no podemos controlar.

Quizá no hubo secuestro, asalto violento, ni accidente de automóvil como los familiares suponían. Jacobo Miramontes pudo haber simplemente abandonado a su esposa. Sucede todo el tiempo: los problemas económicos deshacen matrimonios. Según me dijeron, Jacobo realizaba trabajos eventuales: pintaba casas, arreglaba sistemas de refrigeración, podaba árboles y jardines; pero hacía poco que había conseguido un trabajo estable en una fábrica de cartón. En realidad no había motivos claros para suceder un abandono, menos ahora porque su esposa quedó embarazada seis meses antes de su desaparición y su hijo estaba por nacer.

La esposa concibió al bebé sin que apareciera el padre. Después de siete meses desaparecido, la familia de Jacobo Miramontes perdió la esperanza de encontrarlo y organizaron un funeral. En un principio, me pareció incoherente porque nunca había asistido a un funeral en donde no está el cuerpo del difunto, pero al llegar entendí que el entierro de un ataúd vacío puede ser necesario, porque el luto es una manera de sobrellevar la pérdida.

También hubo asistentes al funeral con mucho desasosiego, lloraban con una mezcla de tristeza e incertidumbre. Fue un evento muy triste. Algunas personas –sobre todo la esposa de Jacobo-, aún mantenían la esperanza de que él siguiera vivo.

Ahora, siempre que pienso en mi infancia están mis amigos, y entre ellos está el recuerdo de Jacobo Miramontes.

Tres años después, una mañana visité la clínica de Valle de Allende para arreglar una instalación eléctrica y entonces encontré a Jacobo en una de las habitaciones. Asistí a su funeral, sin embargo él seguía vivo, somnoliento en una cama.

No estuve seguro y demoré en reconocerlo. Incluso después de hablar con él, quedé más confundido, pero una enfermera me explicó. Jacobo Miramontes tuvo un derrame cerebral, no recordaba nada. Una pareja de campesinos de la localidad lo llevó a la clínica. No puedo imaginar la travesía que debió haber pasado: la ciudad de Parral está muy lejos del Valle de Allende.

Llamé a la esposa, pero él no la reconoció; tampoco reconoció a sus padres, menos a su hijo. No quedaban recuerdos. Jacobo Miramontes murió: asistimos a su funeral, lo velamos y sepultamos.

Ahora sólo queda aquel desconocido.