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Llanto de miedo

  • Por José Oswaldo
Llanto de miedo

Por Tomás Chacón Rivera

Gertrudis entró a la recámara y los oídos de Fabián se abrieron de tal modo que escuchó al mismo silencio. Ella caminaba como un fantasma con sus ojos llenos de atención. Cuando él sintió que ella se acercaba lo inundó un temor por todas partes del cuerpo. Entonces determinó cerrar la puerta del baño rápidamente. La presencia maléfica de su difunto padre don Ignacio había perturbado sus sentidos desde que lo vio en el espejo y se le metió en su cuerpo. Fabián estaba tan perturbando de sus sentidos, de modo que decidió llorar para ahuyentar los temores. Palpó de nuevo su rostro, le temblaba la cara y decididamente no quería seguir siendo invadido. La risa involuntaria que llegó a su rostro le hizo recordar a su padre en un tiempo mejor, cuando Chihuahua era un sitio sin crímenes ni depredadores. Pero eso lo obligó a gemir y luego a balbucear para atraer las lágrimas.

-¡Fabián! –Decía ella del otro lado de la puerta.

Pero él ya lloraba como un adolescente herido, las lágrimas le mojaban el rostro y pudo enterarse que ya nada le temblaba. Las pulsaciones se habían ido pero en cambio se acrecentaba el miedo. No supo si era la oscuridad o el saber que estaba siendo más invadido por su padre.

-Ya sé que estás ahí, Fabián. ¡Déjame entrar! ¿Por qué lloras? ¡Estoy cansada de todo lo que pasa aquí!

Pero él no podía dejar de llorar y todo le parecía incierto. La noche enmarañaba sus pensamientos y en la garganta creyó tener una pena que no le pertenecía. Eso lo supo porque en momentos algo salía de su ser y se alborotaba como un asterisco relumbrante aun en la penumbra. Después se impactaba en el rostro y él sollozaba lleno de pavor al oír su propio llanto.

-¡Fabián! ¡Déjame entrar! ¿Qué pasa?

A él, la exaltación comenzaba a confundirle todas las cosas. Una parte de su ser se estaba volviendo siniestra. Tenía que solucionarlo de alguna manera, lo que no quería era seguir así. Contuvo un poco el llanto y  le dijo en voz baja:

-Gertrudis.

-¿Sí?

-Te abriré si lloras tú también.

Fue lo mejor que pudo habérsele ocurrido. Sintió una gran comodidad poder despojarse de una pena ajena. A fin de cuentas ninguna satisfacción le daba el tenerla como suya. Y hasta lo persuadía el deseo de arrojarla por allí, en cualquier rincón. Aunque después tendría la duda de que la pobre aflicción, al verse solitaria, volviera a él y eso sería preocupante de nuevo. Pero su mujer ya empezaba a gemir del otro lado. La solución ya estaba en puerta y lo llenaba de gusto.

Al incorporarse para abrir, un agudo gemido salió con él del cuarto de baño y una gran cantidad de asteriscos oscuros abandonaron su cuerpo. Gertrudis lloraba abiertamente y él sintió tranquilidad al empujarla hacia dentro, de inmediato fue al buró, tomó una llave que usó para encerrarla en la recámara a fuerza de acabar con todo el miedo que había invadido la casa sin calma. Luego salió sin pensar en nada y ella se quedó herméticamente sola.

La notoria oscuridad de los pasillos lo sorprendió, el llanto de Gertrudis aun se escuchaba. Tan pronto como pudo encendió con temor las luces de la planta baja. Después intentó subir las escaleras pero una fuerza lo apresó y dejó de tener movimientos propios. Él era empujado por algo ajeno que lo fue llevando al exterior de la casa y lo condujo hasta el patio. La noche tenía un olor que le recordaba la lluvia, sin embargo, el cielo estaba rebosante de estrellas. Sus ojos bien abiertos le hacían tener la impresión de que algo sucedería. En eso escuchó un grito terrible de Gertrudis quien aun estaba en el baño. Mas de pronto algo llamó su atención, en la casa de criados estaba iluminada la habitación principal. Fue hacia allá pensando que algo le ayudaría a salir de tanta inquietud y temor encadenados. Su corazón pulsaba estrujando al resto de los órganos.

En el cuarto él se sentía como suspendido en el viento. Caminaba sin tocar el piso. Después daba saltitos de un lado a otro sin proponérselo. Luego se quedó quieto a un lado de la puerta. Miraba todas las cosas lejanas y en miniatura aunque a la vez cerca. Su atención se dirigía sin saber por qué, a la cama. Al principio creyó que alguien le estaba jugando una broma.

-¿Pero quién podría ser culpable de todo esto? –Pensó.

  Allí solo estaba el silencio, la noche y él, Luego dijo para sí: “Quizá la noche es la única a quien debe culparse. A lo mejor ella y nadie más se ha vuelto la responsable de tantas cosas raras.” El intento de cualquier acción se volvía una bruma en su cabeza: “A lo mejor yo estoy encantado por el silencio y la noche quiere darme un susto. A lo mejor ella se ha arrastrado desde antes y al entrar por las rendijas de la puerta necesita algo de mí. ¿Y si la noche pensara? En ese caso estaría pensando en mí. Pero qué cosas pensaría. A lo mejor piensa todas las cosas. Y si así fuera, ella no sería más que pura paja. Sí, un inmenso bulto de hojarasca lleno de inmovilidad. Algo así como la propia nada. Entonces, nada de todo esto que parece existir es real. Incluso la luz, el movimiento y la vida son una fantasía. Incluso no digo nada y la nada existe. Incluso mis propios ojos construyen todas estas cosas y hasta me aferro a creer la misma ilusión, porque inclusive no he hecho otra cosa más que creer pensar y nada de esto pretende ser real.”

Mientras pensaba en tan diversas cosas, algo se movió en la cama y pasó lo que él nunca se esperó. Entre los pliegues de la polvosa sobrecama se fue formando un cuerpo. Conforme él abría más los ojos crecía la figura, de pronto apareció un hombre jorobado acurrucado que gemía; tenía en su rostro una aflicción de siglos que le demacraba las facciones y lo más extraño era que le parecía tan real como un ser humano.

-¡Cállate imbécil! –Gritó Fabián con todas sus fuerzas.

Jamás se dio cuenta él de dónde había tomado un látigo con el que le pegaba. El contrahecho se enconchó tanto en su cuerpo que al poco rato desapareció y Fabián cayó lleno de cansancio al suelo. Después la habitación estaba tan oscura como su enclenque pensamiento. Salió de allí despavorido y con un mareo incesante que lo hizo tropezar con el pozo. Buscó recuperarse un poco porque sentía que la vida se le asfixiaba en el pecho. El viento de la noche le abrió más los ojos y volvió a él la calma. Quería quedarse allí, ignorar todo lo que se encontrara a su paso. Alejarse del más mínimo indicio de realidad, si es que la realidad andaba por ahí en esos momentos, porque todo se había presentado como una necia pesadilla que asediaba sus sentidos, algo parecido a una obsesión que lo perseguía y a ratos lo volvía fuerte y decidido, pero luego débil e inseguro. Y cuando quiso ponerse en pie, escuchó el llanto de miedo que emitía a lo lejos su esposa Gertrudis. Fue entonces cuando Fabián cubrió su rostro atemorizado, se recargó en el pozo y su cuerpo terminó hundido hasta desvanecerse esa noche de miedo.