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Los ojos del gato

  • Por José Oswaldo
Los ojos del gato

Por Rebeca Favila

Ya estaba anocheciendo cuando Gonzalo subió a su moto resignado por no haber detenido a algún conductor desafortunado del que pudiera sacar algunos cuantos billetes para su cena. El nuevo trabajo le estaba dando lo suficiente para poder mantenerse a él y a su esposa, quien había tenido que dejar su trabajo por la amenaza de aborto que tenía desde el primer trimestre de embarazo.

Ser tránsito en la ciudad de Chihuahua le otorgaba algunos privilegios, aun cuando él mismo se encontraba consciente de que lo que hacía estaba mal. “Pero no hay de otra, es esto o morirme de hambre”, se decía a ratos cuando su conciencia le murmuraba al oído. Su sueldo no era malo, pero se había endeudado tanto en tonterías de azar antes de casarse, que muy apenas le alcanzaba para comprarle las medicinas a su mujer y sacar un poco de mandado a la semana. Así que se valía de los interesados, de los valemadristas y de los tontos que no querían obtener una multa por haberse pasado un alto, ir a exceso de velocidad o cosas similares. Hasta eso, Gonzalo se sentía un poco más honesto, nunca detenía a un conductor si no tenía motivos concretos para hacerlo, lo demás era parte de ganarse la vida.

Pero hoy no había tenido suerte, la suerte había estado del lado de los conductores.

-Total, mañana será otro día –se dijo así mismo mientras la estática de su radio comenzaba a sonar más fuerte. Alcanzó a escuchar pequeños pedazos de las conversaciones de sus compañeros: un choque, un atropellamiento, un auto descompuesto en media avenida… la historia de todos los días. Apagó el radio y se acomodó en el asiento, de reojo alcanzó a ver una sombra moverse por su lado izquierdo, giro la cabeza y vio a un gato pinto subirse a la banqueta y sentarse a un par de metros de él. Bufó y prendió la moto, con la extraña sensación de tener la mirada del gato fija en él. Cuando iba a arrancar rumbo a su casa, se percató del Tsuru blanco que pasó a una velocidad sorprendente frente a él. Arrancó rápidamente la moto, prendió las luces y siguió al carro, después de todo parecía que sí iba a tener algo de cenar.

No pasó mucho tiempo para que el Tsuru blanco se orillara y se detuviera al lado de un lote baldío, el lugar perfecto para que nadie los viera. Gonzalo, detuvo su moto justo detrás del vehículo, bajó y se encaminó hacia la ventanilla del conductor. Al acercarse se percató de inmediato que era una joven quien estaba tras el volante, por su perfil no parecía tener más de veinte años, una de las fáciles. Cuando estuvo a un lado de ella, vio cómo se aferraba al volante con fuerza y lloraba, pero no era cualquier llanto, era un llanto silencioso. Un sentimiento de horror se apoderó de Gonzalo cuando la observó mejor, se extrañó, no sabía cómo sentirse ante un acontecimiento tan simple, no sabía qué causaba tal sensación, pero se guardó el miedo y se obligó a hacer su trabajo. Se acercó un poco más y se recargó en el capacete, aclaró la garganta y con voz decidida le dijo a la joven:

-Venía a exceso de velocidad, ¿se percató usted de eso?

Esperó. La joven suspiro y sin voltear a ver al policía asintió lentamente, mientras una lagrima se derramaba por su mejilla.

- ¿Se encuentra bien? –se obligó a preguntar el tránsito. La joven sollozó pero no contestó. Un segundo sollozo se escuchó desde la parte trasera del auto y Gonzalo se alarmó brevemente, se asomó un poco por la ventana del asiento trasero y lo único que vio fue un gato blanco sentado cómodamente junto a la ventana. No había nadie más. A Gonzalo se le erizó la piel.

-Voy a tener que ponerle una multa por eso –agregó Gonzalo para librarse de una vez de aquel sentimiento raro que comenzaba a hacerse más fuerte, algo no le daba buena espina.

La joven volvió a suspirar y lentamente volteó a ver a Gonzalo. Por un segundo este guardó el aliento. La parte derecha de la cara de la joven estaba amoratada, con heridas infectadas y sangre coagulada, el lugar donde debía estar la oreja, era suplido por un agujero del que comenzaba a manar sangre. El gato maulló. Instintivamente Gonzalo se hizo para atrás. La joven comenzó a llorar con más fuerza, mientras se arañaba la parte herida de su rostro, provocando que las heridas viejas se abrieran y que nuevas comenzaran a salir.

Un olor nauseabundo inundó el lugar repentinamente, Gonzalo se llevó una mano a la nariz por la intensidad del olor y solo pudo contemplar la escena paralizado: la joven seguía llorando y arañándose como si estuviera sufriendo, ella comenzó a gritar y el gato a maullar.

- ¡Calla! ¡Calla! ¡Ya no más! ¡Cállate por favor! –gritaba la joven con fuerza removiéndose en su asiento indiferente a la presencia del tránsito.

Recobrando los sentidos, Gonzalo corrió a su moto, desesperado buscó el radio y torpemente lo prendió, entre titubeos logró pedir una ambulancia, los gritos de la joven eran más fuertes y alteraron los nervios de Gonzalo, las manos le temblaron y dejó caer el radio, justo cuando la puerta del piloto se abrió y la joven cayó al suelo terminando con los gritos. Gonzalo olvidó el radio y corrió hacía la joven, se arrodilló a su lado y tuvo que taparse nuevamente la nariz: la joven despedía olor a muerto. El olor era intolerable. Gonzalo se percató que el brazo derecho de la joven estaba lleno de ampollas, algunas reventadas y bastante infectadas, tenía hecha jirones la falda que llevaba y se podía ver con claridad los rasguños que le llenaban las piernas. Gonzalo se acercó a la joven y le palpó el cuello, buscando sin éxito el pulso. Se levantó lentamente observando el cuerpo, ¿Ahora qué hacía? ¿Cómo iba a explicar todo lo que había pasado?

El maullido del gato lo sacó de sus pensamientos, volteó y lo vio sentando en el asiento del piloto. Mirándolo fijamente. Nuevamente una sensación de miedo se apoderó de él y extrañamente lo comprendió todo, una leve voz en su cabeza se lo decía, se lo advertía. El gato saltó y Gonzalo corrió para evitarlo, sin percatarse del camión que con un sólo golpe le arrebató la vida.