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Casa vacía

  • Por José Oswaldo
Casa vacía

Por Paúl Torres Terrazas

Esther siente un sabor terroso y distingue que el calor de Chihuahua ha dejado su lengua seca, como si hubiese estado respirando polvo con la boca abierta. Desciende del automóvil y el trayecto hasta el pórtico le parece más amplio bajo el sol. Después entra a la cocina por la puerta posterior de la casa y deja los víveres sobre la mesa.

El verano no ha traído buenas lluvias a la ciudad de Parral, sin embargo la cosecha ha logrado sobrellevar la sequía. Esther comienza a revisar y acomodar las compras, cuando encuentra un recado sobre la mesa. Reconoce la caligrafía de Diego, su hijo mayor.

-Mamá, espero que algún día puedas perdonarme -es lo único escrito.

Esther permanece observando el horizonte soleado detrás de la ventana y el interior de la cocina parece aún más oscuro. Suelta la carta intranquila, después abandona la cocina y atraviesa el pasillo hacia la sala, buscando a Marcos, su otro hijo.

Recorre de un espacio al siguiente, atravesando la casa.

-¿Marcos?,. . . ¿Diego? -los llama al pasar entre las habitaciones vacías.

Esther llega al final del pasillo y encuentra manchas de sangre en el piso: pequeñas gotas salpicadas que insinúan un vago rastro hacia la habitación.

Al entrar, observa la alcoba vacía, sin embargo, al descender la vista, reconoce una gran mancha oscura y encuentra el origen de la sangre.

Ahí, junto a la sombra de los muebles, varias moscas vuelan sobre el cuerpo áspero de una serpiente muerta a un costado de la cama. Esther reconoce un olor amargo proveniente del charco de sangre, después abandona la habitación.

Al regresar al pasillo, la soledad del resto de las habitaciones le parece más abrumadora que en un principio. Esther sale al pórtico, dejando atrás la casa vacía y observa hacia el horizonte del maizal, buscando la camioneta de su esposo junto al camino o las bicicletas de sus hijos a un costado del cobertizo, pensando que quizá han ido al pueblo.

Falta sólo la bicicleta más grande, la que utiliza Diego.

Esther observa el horizonte e intenta conservar la calma, pero no puede estar tranquila y comienza a reprocharse a sí misma no haber intervenido cuando su esposo golpeaba a Diego el domingo pasado.

Después de un momento, Esther decide visitar la casa de su vecina, pensando que ella pudo verlos irse en la bicicleta, pero mientras abandona el pórtico vuelve a mirar el horizonte y quizá es su propia ansiedad de respuestas lo que la hace percatarse de la sutil forma en que el viento pasa junto al árbol, meciendo el columpio y dejando a su paso un silencioso vaivén. Entonces reconoce a su esposo tirado en medio del sembradío.

Álvaro no escucha los pasos de Esther al acercarse, pero siente un violento escalofrío cuando ella le toca el hombro para intentar incorporarlo y al voltear la cabeza hacia arriba, el sol ciega su visión con un ardor blanco, reavivando el dolor.

Esther distingue que la pierna derecha de su esposo está completamente hinchada, los dedos del pie descalzo ya deformes, con un lustre gangrenoso y la piel tensa, adelgazada por la presión, como si estuviese a punto de rasgarse. Advierte también un pañuelo amarrado en la rodilla, a manera de torniquete y los dos puntos de sangre violeta se vuelven evidentes entre la carne amoreteada.

-¿Álvaro? -grita ella para comprobar si está despierto y él intenta responderle al escucharla, pero sus primeras palabras se quiebran en la garganta que la sed y el calor han dejado reseca, así que, con profunda desesperación, sólo sacude sobre la tierra las manos adormecidas, levantando pequeños cúmulos de polvo, mientras el dolor en el pie aumenta junto con la hinchazón.

Él traga saliva en un esfuerzo e intenta hablar mientras la sed sigue devorándolo desde dentro.

-La aplasté… -pronuncia despacio, arrastrando cada palabra desde el fondo de su garganta –aplasté a la serpiente con mi bota.

Esther lo abraza con cuidado y al tocarlo se siente insegura de volver a soltarlo para ir por ayuda, por miedo a dejarlo sólo, así que decide llamar a una ambulancia desde su celular. Al mismo tiempo, comienza a limpiarle el sudor del cuello y el rostro con la tela de su vestido, intentando atenuar el dolor.

Él siente el algodón del vestido sobre su frente, pero la voz de su esposa le resulta lejana e incomprensible.

-Perdona a Diego -le pide él desde la agonía, con una voz ronca, sin saber realmente si su esposa está prestando a atención a sus palabras o si aún continúa pidiendo ayuda por teléfono.

Álvaro cierra los ojos despacio y esa duda permanece en él, pocos minutos después deja de respirar.

Esther lo abraza más fuerte en un hondo lamento, queriendo aferrarse a él y durante la espera de cada agobiante segundo, la dimensión de la tragedia comienza a despertar sospechas oscuras, y ahí tendida junto a su esposo, esperando a la ambulancia en vano mientras las lágrimas se acumulan en sus ojos, ella sólo se pregunta una y otra vez si Diego tuvo la intención de matar a su padre desde un principio, cuando metió la serpiente en la casa y la dejó junto a la cama.