Opinión

Dragón rojo y rancho grande: gestos de amistad. 1ª. de dos partes

  • Por Alejandra Pérez
  Dragón rojo y rancho grande: gestos de amistad. 1ª. de dos partes

Por: Luis Villegas

Al parecer, no podían ser más disimiles los títulos que, unidos, encabezan estas líneas; paso a explicarlos.

Tengo a mi merced, uno en mis manos y el otro a punto del arribo, dos ejemplares de la novela Dragón Rojo.1¿Cómo ocurrió ese pequeño prodigio -yo que ayer no tenía ninguno-? Resulta que mi pedigüeña posdata de uno de mis tantos artículos derivó en el milagro de esa magia singular que me encuentra con sendos ejemplares de dicha obra. Dos almas caritativas y buenas se dieron a la tarea de buscarlo y hacérmelo llegar.

La identidad de ambos permanece en el anonimato pues, al menos en uno de los casos, decir su nombre lo compromete; baste decir que, procedente de la Ciudad de México llegó mi amigo, como suele llegar, generoso y sonriente, con el libro en la mano y diciéndome más o menos que cómo era posible que hiciera yo quedar mal, y para colmo de manera pública, a su adorada ciudad, afirmando que no se podía conseguir el mentado libro. Sólo para demostrarme palmariamente su acuciosidad y diligencia, por un lado; y por otro, que la urbe magnífica no está para decepcionar a nadie -en nada-, emprendió él la búsqueda con el resultado que acabo de narrar.

El segundo ejemplar está por llegar. Una lectora gentil de Ciudad Juárez, a quien por lo demás frecuento desde hace muchos años gracias a la militancia política, realizó las gestiones necesarias para conseguirlo y lo depositó, a su vez, en las manos de mi buen amigo el arquitecto Javier de la Fuente quien ayer, ni más ni menos, me escribió: “Ya Luis […]”; ha sido tanta la expectativa (empezando por el Adolfo) que, me imagino, sólo faltó escribir: “Fue libro”.

Contados los pormenores de cómo es que obtuvimos los dos libros, el título de estos párrafos continúa sin ser explicado. Procedo.

Resulta que mi amigo proveniente del otrora Distrito Federal, me pidió perentoria, aunque gentilmente, que escribiera un desagravio de la metrópoli, lo que hago con mucho gusto, contando una anécdota: Antes de vivir en ella -en la que transcurrieron, con intermitencias, siete años de mi vida-, recuerdo cómo odiaba que alguien dijera de mi natal Chihuahua que era un “rancho grande”; lo escuchaba yo decir e, ipso facto, me “paraba de pestañas”. “¡¿Pero cómo es posible?!” -me preguntaba yo de manera retórica, en el colmo del melodrama-, con el ánimo turbio del estupor y de la rabia. Me voy a México, transcurren los siete años, y regreso. Después del primer mes que estuve aquí ya de modo definitivo, sin cines, ni teatros, ni exposiciones, ni museos, ni espectáculos, ni sitios de interés bastantes -o que no estén alejados cinco horas-, exclamé para mí: “¡Pinche Rancho Grande!”; y aquí sigo. Amo Chihuahua profundamente -amo mi ciudad y amo mi Estado- y me siento orgulloso de ser chihuahuense; allende estos lares si escucho su corrido se me enchina la piel y se me estruja el alma, pero, de que es un rancho grande, es un rancho grande que no da, ya ven, ¡ni para encontrar un p… libro!

Por otra parte, a modo de modesta retribución a mi amiga juarense (a eso me comprometí de manera explícita), comento algunas de mis últimas lecturas, en el entendido, ya dicho alguna vez, de que tengo rato que no leo novelas entre semana, excepto cuando me voy de patita de perro, que es cuando aprovecho y me atraganto leyendo. Pues bien, me decía ella que algunas de mis sugerencias le han resultado de provecho, aquí vamos.

¿Recuerdan ustedes el megapuente del mes de marzo? Yo sí. Entre el 18 y el 27 leí ocho novelas; y todavía saboreo el placer de algunas de esas lecturas. Justamente hace dos años, escribí: “Camus. ‘El Extranjero’. ¿Hace cuánto lo leí? No lo sé. Ni idea. Solo sé que si no lo hubiera leído cuando lo leí (y olvidado a tiempo), lo más posible es que no podría escribir las líneas que escribí. Como tampoco sería capaz de entender el mundo como lo entiendo. Georg Christoph Lichtenberg dice: ‘Olvido la mayor parte de lo que he leído, así como lo que he comido; pero sé que estas dos cosas contribuyen por igual a sustentar mi espíritu y mi cuerpo’.2 Y es así. No sé qué comí el año pasado para estas fechas, ni el mes pasado, vamos, ¡ni siquiera la semana pasada! Pero sí sé que de no haberlo hecho, de no haberme alimentado, hoy estaría muerto. Pues de no haber leído lo que leí, hoy estaría vacío; mi alma estaría deshabitada, carecería de vida interior”.

Pues bien, mi primera lectura, prácticamente devoré el libro y lo leí de corrido, fue “Cinco Esquinas”, de Mario Vargas Llosa.3

Continuará…

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