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Prioridades

  • Por José Oswaldo
Prioridades

Por Héctor Felipe Ramírez Núñez

Tres veintiocho. Ya es tarde. Aprieta el caucho del cubrevolante con los puños. El pie atento sobre el acelerador. Mira a ambos lados. Peatones. Luces rojas. Calor. Tres veintinueve. Sudor. Miedo. Mucho miedo.

Es la primera vez que participa en un asalto. Le prometieron cinco mil pesos. Está particularmente nervioso porque va él solo, en la camioneta de escape. Se la prestaron para que se estrenara en el negocio, ¿cómo decir que no?

La camioneta ruge con fuerza cada vez que Leonardo pisa el pedal. Es como si el vehículo tuviera vida propia; pareciera que se impacienta porque alguien le dé permiso para moverse a su máxima velocidad.

Está maldita, piensa Leonardo mientras el sudor le escurre en las mejillas y entre las arrugas que se le forman en la frente: estamos malditos, se dice.

Avanza entre las calles infestadas de automóviles cuando el reloj del tablero marca las tres treinta y uno. De vez en cuando piensa en acobardarse, pero luego saborea esos cinco mil pesos. Para él, el mundo se ha devaluado hasta cinco mil pesos; su dignidad está tan corroída que tal vez aceptaría menos.

Tiene hambre pero no tiene. Se lame y relame los labios, y palpa la cacha de la pistola de vez en cuando para echárselas de valiente. Ya va tardísimo, y si no está afuera de la tienda para cuando termine el asalto, de nada le va a servir envalentonarse. Sabe que con esta gente no se juega.

Resulta que Leonardo está tan nervioso que no encuentra la calle en donde se supone que recogerá al equipo. El reloj avanza, inexorable.

Le suena el teléfono, es uno de los asaltantes.

-¿Qué hay, güero? ¿Dónde vienes?

Leonardo es todo menos güero. Trata de calmarse para hablar derecho y con claridad.

-Ya voy en camino... Está hasta la madre de tráfico.

-Está bien, güero. Así es este negocio. Me avisas cuando ya vayas llegando.

-Sí, ya sabes que...

-Te advierto una cosa. Esa pinche camioneta vale mucho más que tu propia vida. No me la vayas a chocar, ni nada, porque hay consecuencias. ¿Estamos o qué, güero?

-Sí. No te preocupes.

-Bueno. Ya vamos a empezar el atraco. No tardes.

El plan es simple, pero debe ser ejecutado rápido y a la perfección. Leonardo debe estar frente a la entrada principal de la tienda a las tres con cuarenta. Luego huirán y se dividirán las ganancias. Si todo sale bien, Leonardo se habrá ganado un lugar en el equipo.

Es joven, tiene grandes ideas pero muy poca experiencia. No es distinto al estudiante universitario promedio, nadie sospecha de él. Pero hoy siente que todo Chihuahua tiene los ojos puestos sobre su nuca, y que la más mínima señal de nerviosismo lo delatará, a él y a sus compañeros.

No puede fallar.

Mira el retrovisor constantemente, hasta ahora no ha visto ninguna patrulla. Son las tres con treinta y seis. Las alarmas ya deberían estar sonando, los clientes y el personal de la tienda ya deben estar sometidos bajo los cañones de sus compañeros.

Acelera. Suda.

El motor ruge violento bajo el sol ardiente. Leonardo tuvo, por fin, un momento de lucidez suficiente para dar con la ubicación de la tienda, y ahora se dirige a toda velocidad.

Se escucha un rechinar de llantas en el pavimento. Ha llegado. Son las tres treinta y nueve.

Los asaltantes suben a la parte trasera de la camioneta a toda prisa, con maletas llenas de dinero y artículos robados. El líder de la banda se quita el pasamontañas y le dice a Leonardo:

-Lo hiciste bien, güero. Maneja calmado y vete por calles sin tráfico. Así hay que andarnos un rato.

-Está bien. ¿Todo en orden?

-Claro, güero. Somos profesionales.

Después de veinte minutos de merodeo sin sentido, se dirigen a la guarida. Leonardo conduce en la avenida Universidad, de frente al monumento de Pancho Villa.

Él tenía su lado bandido, piensa.

Todavía estaba mirando a la estatua cuando impactó a un Chevy plateado en la parte de atrás, empujándolo varios metros. El repentino accidente obligó a los vehículos que iban detrás de él a frenar, provocando una reacción en cadena. Un accidente masivo.

Después de golpearse con el volante, Leonardo identificó el sabor metálico de la sangre. Se destrozó el tabique. El mareo fue intenso, ni siquiera pudo abrir la puerta para salir y retorcerse de dolor en el pavimento como él hubiera querido.

Sólo vio a sus compañeros mientras se incorporaban para huir de la escena, con el botín en mano. El líder se acercó a él, y antes de abandonarlo ahí, a su suerte, le espetó:

-Te dije que había consecuencias. Hay prioridades, güero.