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La invocación

  • Por José Oswaldo
La invocación

Por Tomás Chacón Rivera

Gertrudis estaba sola en casa y llena de insomnio. Recordó la promesa que le había hecho Ignacio sobre el cofre de monedas de oro. Se tiró en la cama y empezó a mirar el techo en espera de recibir algún indicio sobre el oro. Miraba muchas cuarteaduras en el techo, pero no había nada fuera de lo común. Escuchó ruidos en la escalera, los ignoró porque su pensamiento solo se enfocaba en la obtención de la ganancia, ella ya había traicionado a la más vieja de la casa y su insomnio la empujaba a entrar en los negocios de Ignacio.

De pronto vino lo que ella esperaba, muchas luces tenues se movieron arriba y Gertrudis miraba atenta lo que estaba por aparecer. Las luces formaron en la techumbre un sinfín de hojas que eran movidas por el viento. Luego percibió el pozo del patio y pudo observar que las hojas dispersas y movientes se metían como embudo hacia el agujero decorado por ladrillos.

Abandonó la atención y puso cara de haber encontrado una muy buena idea. Luego se puso taciturna. Su rostro reflejaba un poco de piel ajada, se notaba muy cansada e indolente a todo. En pocos momentos ella empezó a recorrer el jardín, se movía sin sentido en todas direcciones y sin intenciones de nada, pero al llegar al pozo se detuvo observándolo con mucha atención. Se esforzó para quitar la tapa en espera de encontrar algo que la dispersara. Una vez abierto, los ojos de ella esperaban una sorpresa al mirar con atención mientras el viento sonaba en sus oídos. Entonces caminó alrededor sentenciosa y refunfuñó encolerizada.

De pronto el viento se hizo más fuerte y ya no escuchaba ni su caminar. Sintió que la respiración se le cortaba, pensó que el aire tenía cuerpo y que estaba a punto de hacer algo con ella. Para prevenirse huyó a la casa chica y se metió sin reparar en nada. Dentro de la habitación estaba Ignacio que parecía esperarla y la miró con un aire de confianza, enseguida la invitó a sentarse. Ella lo enfrentó entre el miedo y la rebeldía, pero obedeció y cayó en un aura de hipnosis por la impositiva fuerza en la mirada penetrante del viejo con el rostro tatuado de arrugas y ojos saltones.

-Ya no hay tiempo para distracciones. Hoy deben acabar con ella. –Le dijo a Gertrudis.

-Aquí está lo que usted anda buscando. –Y le dio la bolsa con las piedras a él.

Entonces Ignacio buscó con desesperación la piedra que le interesaba. Gertrudis se fijó que el viejo no era tan igual al que ya había visto antes. El anciano se notaba más humano, el color de su cuerpo ya no era opaco y sus dedos al moverse ágilmente buscando la piedra eran menos amarillos, a ella le parecían más de este mundo que de cualquier otra parte.

-¡No, no es ninguna de éstas!

-Fue todo lo que encontré, y además no fue nada fácil. Ahora ya dígame usted dónde está el cofre. -Aclaró ella.

-Si no hay piedra, no tendrás las monedas. –Puntualizó Ignacio.

-Entonces nada tengo que hacer aquí. –Y ella se levantó para marcharse.

Pero Ignacio la empujó cerca de la cama. Ella percibió que definitivamente ya no era aquel ser neumático del principio. Le dio miedo que ya fuera humano y pudiera hacerle daño. Observó su rostro que reflejaba una mirada abominable y llena de odio, se enteró que Ignacio ya tenía en su piel el color café y un poco rosado.

Él jaló la cabellera de ella y Gertrudis fue arrojada al suelo. Cuando comenzó a llorar y a suplicarle que la dejara irse, el viejo se rió sabiendo que tenía controlada la situación. Ignacio reflejaba una mirada monstruosa, parecía un poseído porque sus ojos eran la total encarnación grotesca de los instintos más despreciables. Se acercó a ella que al verlo decidido rodó a un rincón atemorizada. Él le acarició todo el cuerpo con intención libidinosa, luego pisoteó uno de sus brazos y le dijo:

-Tendrás una nueva oportunidad. Necesito que despojes a Camila de la cuerda que siempre carga con ella. ¿Lo harás? –Le dijo en un tono de amenaza.

-Sí, sí, pero déjeme ir ya. –Suplicó Gertrudis.

Él dejó de presionar el brazo de ella y se retiró a la ventana. Gertrudis se puso de pie nerviosa y él la detuvo antes de abrir la puerta.

-Esta vez tendrás todas las monedas prometidas, pero haz bien lo que ya sabes.

Al voltear hacia el patio para irse de allí, Gertrudis cayó al suelo y empezó a ser empujada por una fuerza a sus espaldas que la llevó más allá del pozo, casi hasta el pasillo de servicio que daba a la entrada de la casa sin calma en la ciudad de Chihuahua.

Al poco rato ya estaba adentro y buscó su habitación para descansar la fuerte impresión que había pasado. En cuanto entró al cuarto, se lanzó a la cama pero sus sentidos se estrujaron completamente y su cuerpo se hundió hasta el fondo, de pronto se encontró debajo y con una mirada llena de mucho terror.

En el techo se formó el rostro frenético e intimidante de Ignacio que buscaba a la asustadiza Gertrudis, la cual casi lloraba en silencio por la impresión de saber que allí se encontraba la presencia de ese descompuesto anciano.