14. EL SANTO SEPULCRO
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- Por Editor R
Por Osbaldo Salvador Ang.- Levantarse a las tres de la mañana para darse un baño, bajar al Loby del hotel y emprender una larga caminata al Santo Sepulcro, vale la pena.
Acompaño a Donna Nairi, una poeta de Escocia a la cual conocí en el Puente Internacional Al Hussein, camino a Jerusalem.
Ella fue invitada por un Sacerdote armenio a estar en una misa ortodoxa en el lugar donde murió Jesucristo, conocido en inglés como The Holy Sepulcre.
Está oscuro, cae una lluvia muy fina, corre un viento gélido y al entrar a la Vieja Ciudad de Jerusalem, la amurallada, debemos recorrer largos túneles.
El piso empedrado está mojado, las paredes húmedas despiden un olor a lluvia y la acústica del lugar hace que resuene el graznido de los cuervos.
Me recuerda el poema de Edgar Allan Poe, The Raven, y casi escucho a estas aves negras cantar el famoso No more, no more.
Después de caminar veinte minutos, llegamos a la última puerta, pero está cerrada, y aunque se miran luces en algunas ventanas en lo alto, nadie abre.
Por fin alguien escucha los lúgubres toquidos con los nudillos sobre la madera de la puerta milenaria y al abrirse aparece un hombre alto, de barba, que sin decir palabra indica con la cabeza que entremos.
El oficio acaba de empezar.
Un sacerdote vestido con una túnica negra, entona frente a un tabernáculo cánticos en el idioma hebreo que se escuchan en todo el lugar.
A su derecha está un joven vestido con un manto dorado que le ayuda en todo y, a su izquierda, una mujer de cabello rubio escucha.
El monje nos indica con la cabeza que nos sentemos en una banca de madera.
Enfrente esta el Santo Sepulcro, donde tres hombres de larga barba responden los cantos del monje de negro.
Uno de ellos echa y echa incienso para todos los puntos cardinales y apunta el humo hacia las cinco personas presentes.
El evento religioso, de origen ortodoxo, se convierte en un diálogo de cantos en hebreo que responden unos a otros y que suenan impresionantemente.
La acústica del lugar sería la envidia de cualquier teatro antiguo o moderno, griego o romano, y el tono de los cantos paraliza el alma en se momento.
Dura como una hora.
El sacerdote de enfrente, al final, se acerca y pide sin hablar que levantemos la mano derecha con la palma hacia abajo.
Luego coloca arriba de los nudillos un pedazo como de pan árabe o tortilla judía, a manera de comunión, para que la comamos.
Después, al concluir el oficio, nos invitan a pasar al sepulcro donde se encuentra el féretro en el lugar que velaron a Jesús.
Hay que agacharse para pasar por la puerta y en el pequeño espacio apenas si caben acaso tres personas.
Ahí está el ataúd donde velaron al Rey de Reyes después de haber sido crucificado por los romanos y humillado con la corona de espinas.
“¿Acaso no eres tú el rey de los judíos?” Le preguntaron entonces en tono de burla.
Luego se asoman a la memoria ciertas frases contundentes de Jesucristo que se desprenden de la lectura del Evangelio.
Una de las llamadas siete palabras de Jesús.
“Hoy estarás conmigo en el paraíso”.
Otro enunciado de significado profundo:
“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”.
Se cumple la profecía.
“Todo está consumado”.
El mensaje:
“Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mi”.
Su última frase:
“Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”.
Me imagino a Cristo en el féretro que está frente a mi. Casi lo veo.
La gente que entra al pequeño sitio se comporta como si fuera hoy aquel momento.
El inevitable síndrome del periodismo, con ese virus contagioso, me hace tomar fotos y video de un momento que será irrepetible.
Al salir del lugar, un hombre con cara de judío, me habla en español y me que dice que nos quedemos porque enseguida sigue la misa cristiana .
Es buena noticia. Explica que cada hora cambian los sacerdotes para oficiar misa en el Santo Sepulcro: judíos, islamitas y cristianos, conviven en el mismo lugar sin problema alguno.
El sacerdote católico es italiano y oficia adentro del Santo Sepulcro, en la pequeñísima sala anterior.
Se tira toda la misa como la desarrollamos en México, incluído el Padre Nuestro, el sermón y la comunión con hostia, a la cual me niego por no haberme confesado.
Pero Donna Nairi, la poeta escocesa, que no sabe de eso, se adelanta y recibe la hostia sin haber relatado sus pecados.
No hay pecado cuando hay ingenuidad, pienso.
La misa se acaba y, al salir del lugar, ya unas cinco monjas están colocadas en la puerta como para indicar que es su turno.
Sigue el recorrido de regreso con esas imágenes impresionantes adentro de Jerusalén, la Ciudad Vieja, que contiene la historia del mundo.
Es Jerusalem, la ciudad amurallada donde Jesús predicó, fue crucificado y resucitó. La misma que fue destruída por los romanos y la que es aún motivo de disputas interminables por su carácter sagrado.
En Jerusalem están puestos hoy los ojos del mundo.
Nadie quiere ver llorar de nuevo a esta gran ciudad y todos parecen desear la paz.
Lágrimas parecen brotar de los añejos muros de piedra en donde aún se escuchan los ecos de las siete caídas en la Vía Dolorosa.
"Mi paz os dejo; mi paz os doy" dijo Jesucristo; pero nadie parece haber escuchado.
Aunque tenemos ojos, no queremos ver y aunque tenemos oídos, no queremos oír.
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