No sabía que se podía aguantar tanto dolor: torturado por coche bomba en Juárez
- Por José Oswaldo
Ciudad Juárez.- Lo primero que se le viene a la mente a Gustavo Martínez Rentería sobre la tortura que él y sus compañeros sufrieron por parte de la Policía Federal (PF), para declararse criminales, es el momento en que los uniformados abrieron la puerta del cuarto donde los habían golpeado por varios días, y les advirtieron que si decían algo, les iría peor.
La puerta se abrió. Estaban en una gran bodega, esposados de manos y pies frente a las cámaras de televisión que les apuntaban. A su lado, Luis Cárdenas Palomino, entonces vocero de la PF, diciendo que ellos eran narcos, responsables de haber colocado el coche bomba en Ciudad Juárez, el 15 de julio de 2010.
“Cuando me vi frente a las cámaras se me paró el mundo y sólo pensé: ‘Ya valió madres, estamos perdidos’”, dice ahora Gustavo, libre, después de pasar 3 años y 7 meses en prisión acusado de un crimen que confesó bajo tortura, junto con cuatro amigos de la infancia: Rogelio Amaya Martínez, Noé Fuentes Chavira y los hermanos Víctor Manuel y Ricardo Fernández Lomelí.
“No entendía qué estaba pasando, nos habían golpeado tanto… que uno ya no sabe qué es verdad y qué mentira, te hacen dudar hasta de ti”, dice durante una conversación con El Universal.
Gustavo tenía 24 años cuando fue detenido y trabajaba en un bar de Ciudad Juárez. Como sus compañeros, parece llegado de otro mundo. Anda a tientas, como tratando de reconocer el terreno.
“Sólo le pido paciencia a mi gente”, dice.
Para comprobar que los jóvenes eran inocentes, su defensa —encabezada por el Centro de Derechos Humanos Paso del Norte y el Colectivo Contra la Tortura y la Impunidad— realizó el protocolo de Estambul, una prueba internacional que consiste en medir daños físicos y emocionales en las víctimas de tortura. La prueba demostró que fueron sometidos a golpes en el cuerpo y cara, a toques eléctricos, a simulación de asesinato y de asfixia con bolsas de plástico y agua, que se les amenazó con violarlos a ellos o a sus familias y que se les hizo ver violaciones a otros compañeros o escuchar su tortura. Posteriormente, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos confirmaría estos resultados en la recomendación 75/2011.
—¿Cómo te ves a ti mismo saliendo de prisión? —se le pregunta a Gustavo, quien cierra los ojos y trata de imaginar.
—Veo a un muchacho flaco, trabado, acabado, que camina lento, nervioso... en el suelo están tirados los pedazos que le quebraron: dignidad, autoestima, fortaleza, paciencia, confianza, vida entera.
Rogelio Amaya, otro de los jóvenes detenidos, se mira sorprendido de la fuerza personal que descubrió. “No sabía que podía aguantar tanto, tanto dolor. ¿Cómo es posible que un ser vivo aguante tanto dolor? Vi que era más fuerte de lo que pensaba”, cuenta.
Venimos dañados
El 13 de agosto de 2010 la Policía Federal presentó ante los medios a cinco jóvenes acusados del atentado del coche-bomba en Ciudad Juárez, donde cuatro personas murieron. Su defensa alegó que fueron torturados para declararse culpables, y hasta esta administración la PGR se desistió de la acción penal y los liberó el pasado viernes 7 de marzo del 2014.
“Durante el gobierno de Felipe Calderón vimos una fabricación de delincuentes a través de la tortura. Le urgía encontrar culpables y les tocó a estos muchachos. La Policía Federal los torturó en Ciudad Juárez, durante el traslado del avión y en el hangar, después en la sede de Iztapalapa. Cinco días los tuvieron a ellos para hacerles lo que uno no se quiere imaginar”, dijo Javier Enríquez, del Colectivo Contra la Tortura y la Impunidad, en una conferencia de prensa realizada el 11 de marzo en el Distrito Federal, cuando se anunció la liberación de los jóvenes, ahí presentes.
La defensa inició un proceso judicial en contra de los policías que detuvieron a los muchachos. Esperan que se sancione a los federales Manuel Calleja Marín, Víctor Aquileo Lozano Vera, Manuel Granero Rugerio, Federico López Pérez, Adán Serafín Cárdenas Cruz y Luis Alberto González Gutiérrez y que se repare el daño causado a ellos y sus familias.
La primera noche que Mayra y Rogelio pasaron juntos, después de su liberación, conversaron sin pausa, tratando de ponerse al corriente. “No venimos de vacaciones, Mayra, venimos dañados, amargados”, le dijo en algún momento Rogelio, cuando las certezas de ese “volver a ser” comenzaron a caer poco a poco.
Días después, en la Ciudad de México, él recordaría esa escena con una reflexión: “Fueron 3 años y 7 meses sin salir y que nos caiga el veinte… Volver a empezar va a ser difícil, yo hablo mucho con ella para que me tenga paciencia”.
A su lado, Mayra asiente. La mujer que lo ha acompañado durante los últimos ocho años tendrá que hacerse a la idea de que su marido es ahora un hombre distinto del que fue.
“Lo veo cambiado. Tiene la mirada muy diferente, de mucho coraje y de inseguridad, de tristeza, como que tiene sus ojos siempre en alerta. Antes su mirada era normal, no sé cómo explicarla… también la forma en que camina, como si estuviera vigilado, volteando siempre atrás y sorprendido de que no haya un custodio siguiéndolo”.
Los resultados del protocolo de Estambul plasman los efectos que la tortura dejó en ellos: insomnio, pesadillas, miedo a salir a la calle, a estar solos, a cerrar los ojos, reexperimentación inesperada de la tortura, deseos de haber muerto, falta de apetito, migrañas.
Mayra sabe lo que le han dicho las sicólogas: son sentimientos normales dentro de una situación anormal. “Necesitamos platicar mucho, él estuvo ahí preso, pero acá también pasaron muchas cosas. Yo quiero entender, para saber por dónde acercarme de nuevo”, dice Mayra.
—“¿Qué quieres saber? ¿cómo me torturaron? ¿lo que es estar enc…”, —responde él.
Rogelio, que antes de ser detenido trabajaba en una bodega de Soriana, vuelve a dejar las frases a la mitad. Así es desde que salió, habla poco o se interrumpe. Durante la conferencia de prensa acordaron que él testimoniaría por sus compañeros. De nuevo tenía las cámaras de televisión apuntándolo, pero ahora para escuchar su verdad. No pudo hablar.
Una de las intenciones de la tortura es arrancar la palabra. A estos muchachos se las habían quitado cuando los obligaron a confesar crímenes que no cometieron, se las volvieron a quitar cuando, ante las cámaras, les prohibieron hablar de la tortura. Ahora, ya libres, las palabras siguen siendo ajenas. Se quedan atoradas en el estómago, en la garganta, en la boca. Como si quisieran salir a como dé lugar y se ahogan en los ojos llorosos que, parece, tampoco les pertenecen.
Tomar la vida
Eran las 14:30 horas de la tarde del viernes 7 de marzo cuando Rogelio y Noé salieron del penal de Tepic, Nayarit. Mientras, al sur del país, Gustavo, Víctor y Ricardo salían del penal de Perote, Veracruz. Horas después los cinco se reunieron en México, donde se vieron por primera vez desde la detención, pues estaban incomunicados.
“No nos reconocíamos, sobre todo Noé y Gustavo estaban bien flacos”, bromea Víctor, el más joven de todos. Cuando lo apresaron tenía 19 años y estaba por convertirse en papá. Su hijo nació dos semanas después y pudo conocerlo apenas el año pasado, cuando la defensa consiguió un permiso de visita al penal de máxima seguridad. Esa vez se vieron a través de un cristal. No lo pudo tocar.
“La primera vez que me dijo ‘papá’…”, dice, y la cara se le ilumina.
También Rogelio se convirtió en padre estando preso. Antes de eso tenía un hijo de 4 años y su esposa Mayra estaba por dar a luz a una niña. Ese viernes, al recuperar su libertad, lo primero que hizo fue correr a abrazarla. La niña desconcertada comenzó a llorar, no sabía quién era él. Al pasar los días ella va accediendo a sus brazos, a sus risas.
“¿Qué es salir? Es como volver a nacer, no hay cómo explicarlo”, y entonces a Rogelio le aparece una sonrisa en la cara.
Volver a nacer, eso es la libertad para ellos. Rogelio, Gustavo, Víctor, Noé y Ricardo se saben fracturados, pero la tortura les permitió descubrir algo de sí mismos que desconocían.
“Siempre me pensé una persona fuerte, pero esto me dijo ‘eres chingón’, me hizo saber que me puedo levantar”, lanza Gustavo.
“Maduré mucho, me di cuenta que soy una persona que puede comportarse como un papá, como un hombre”, agrega Víctor.
La familia es ahora su dique, su contención. Quieren recuperar el tiempo perdido, conseguir un trabajo, poner un negocio, demostrarles y demostrarse que pueden seguir.
“La mejor paga que les puedo dar por todo lo que hicieron es tomar la vida que me quitaron y demostrarles que puedo seguir. Quiero seguir y dejar todo atrás”, resume Rogelio el sentir de sus compañeros.
Tienen hambre por recuperar cada día, uno de los mil 305 días de prisión y sus familias saben que eso es una carga demasiado grande para echarse encima de los hombros. Recuperar sus pedazos y volverse a armar será un proceso lento, doloroso.
Mayra, la esposa de Rogelio, lo presiente.
“Yo le digo que lo primero es que él se la crea, que ya está aquí con nosotros y que vamos a salir".
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