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Sombras

  • Por José Oswaldo

Por Luis Fernando Rangel Flores

Pablo dio el último sorbo a su taza de café. La inclinó hasta que la única gota que quedaba ahí, resbaló. Luego la dejó caer de golpe en la mesita de centro, sólo para observar que afuera la noche era igual a su bebida. El cielo era cobijado por una capa tenue de luz, y un par de estrellas hacían de faroles distantes y casi apagados. Las calles estaban oscuras y los pájaros, silenciosos, se posaban en las ramas del árbol que estaba frente a la casa.

Esperaba mirando al reloj de péndulo que estaba frente la puerta. Recordó el reloj puesto sobre la entrada de la central camionera. Ansioso, movía la pierna casi imitándolo, y de vez en vez miraba por la ventana. Se estaba haciendo tarde y ya se había terminado el café. La taza vacía reposaba en medio de la sala. La espera se prolongaba casi eternamente. Maldecía entre labios.

Se levantó del sillón, caminó hacía la ventana y movió la cortina sólo para asegurarse que todavía nadie venía en camino. La calle seguía oscura y el silencio, junto con la fina lluvia que comenzó a caer, inundaban todo. Pablo tomó sus manos y las apretó, estaba desesperado. Decidió ir a beber otra taza de café para continuar la espera. Seguía mirando el reloj: era tarde.

Fue a la cocina –que se encontraba al fondo de la casa, como los baños–, para reducir la ansiedad. Caminó y un relámpago, que hizo retumbar los cimientos del lugar, lo sorprendió en el recorrido. No le asustó el trueno, ni la falla eléctrica que causó, tampoco sentir sus pies temblar. Le asustó que en la cocina vio una sombra moverse rápidamente. Apenas la vio por el rabillo del ojo y la distinguió como algo pero con eso le bastó. Tranquilo, tranquilo.

Agilizó su marcha para llegar pronto a la cocina pero la sombra había logrado escapar. Pablo respiraba con ansiedad y sus manos no paraban de bailar esa danza extraña del miedo. Miró el reloj: era todavía más tarde. Los nervios lo estaban devorando. Tranquilo.

En la cocina la tetera del café, todavía caliente, lo estaba esperando. De todos modos Pablo decidió prender el fuego por el simple gusto de escucharla chillar y romper el silencio. Pronto la tetera imitaba al ferrocarril; aventaba nubes de vapor y silbaba. Pero también podía actuar como bebé, y no dudó en hacerlo, pronto comenzó a soltar interminables chillidos. Con gritos y llantos de un recién nacido la tetera se fue vaciando hasta que una voz aguda que venía de la ventana disminuyó el ruido. Rápidamente Pablo giró para observar, pero no pudo distinguir nada porque el vapor había empañado todos los cristales. La voz lo paralizó en el mismo instante que había dicho la última palabra, Pablo palideció y comenzó a sudar frío. La sombra se paseó de nuevo frente a él con un rápido movimiento. Tranquilo, Tranquilo, Tranquilo.

Pablo apagó la estufa de inmediato. Sus manos temblaban. Tomó una servilleta de tela y sirvió el agua en la taza. Derramó un poco pero lo ignoró, sólo sacudió la mano y apartó la taza del lugar. Luego preparó con gran esmero su café. Era un ritual inquebrantable. Pablo decía que le ayudaba a no perder su sombra. Esa noche las sombras apenas y se dibujaban, salvo aquella que él había visto. La luz era demasiado débil, eso le aterraba más pues si la luz era tenue, ¿cómo aquella sombra era tan negra? Pablo no quería saberlo. No quería ni pensar, ni quería voltear a ver la ventana.

La lluvia comenzó a golpear con más intensidad pero Pablo ya no quería esperar en casa. Cada relámpago anunciaba muecas en las ventanas y las sonrisas se dibujan en la oscuridad. Prefería buscar a su amigo que lo iba a recoger pese a que estuviera lloviendo. Ya había esperado demasiado, así que emprendió la huida.

Salió pero justo al llegar a la banqueta una señora de mirada perdida casi lo derribó. La mujer también huía, ella de la lluvia y él, quién sabe. Las maletas se habían quedado a un lado de la puerta, frente al reloj, pero el amigo no había llegado para llevarlo a tomar el autobús. Se iría a Ciudad Juárez hasta el otro día, pero de igual modo ya no quería estar en la casa.

– ¿A dónde va, joven? –preguntó con una voz suave y fingida.

Pablo enmudeció. Luego soltó la respuesta después de una meditación paranoica.

– Sólo voy a casa de un amigo –dijo, y lanzó una leve una sonrisa.

– Vaya con cuidado, hijo. Aquí las cosas no van bien –respondió ella, y antes de reanudar el paso, Pablo terminó la conversación.

– Lo haré.

La mujer sonrió despacio, luego se perdió al fondo de la calle. Sólo se distinguía la sombra de la vieja y el mausoleo de Villa. Ella se fue con todo y sus trajes negros, con su rosario a la mano. Se fue con sus oraciones en la boca, con su voz fingida. Ambos continuaron la marcha, cada uno al sentido contrario. Pablo atravesó el parque revolución para huir.

Caminó con la mente en otro lugar. Pero ante sus pasos se interpuso una sombra. Se movía rápida: la sombra iba de aquí para allá dibujando un camino irregular entre la pequeña sombra de las demás cosas. Pablo trataba de tranquilizarse. Los nervios seguían en aumento conforme aumentaba el paso. Su mirada ya anunciaba terror. Siguió huyendo.

De pronto se dio cuenta que recorría un sendero entre árboles y más oscuridad. Hace mucho que había dejado atrás el parque y atravesado el centro de la ciudad. No conocía aquel nuevo lugar y ni siquiera supo en qué momento había llegado. Por lo visto la gente no frecuentaba mucho aquel lugar en la noche. Estaba solo. Dios mío. Se persignó. Caminaba y miraba hacía todos lados. Pablo era un puñado de nervios y paranoia. Luego escuchó un grito que rompió el silencio y después la inquietante calma. Había presenciado la más horripilante escena. Escuchó forcejeos, gritos y luego el silencio de la muerte. Él, ahí en medio de la nada.

Pablo soñaba: corría mientras lo perseguían sombras. Caía en el pasto. El pavimento se teñía de un color oscuro cuando su sombra llena de café se fue diluyendo poco a poco con la lluvia. En la esquina se oían zumbidos.  De pronto despertó. Se levantó rápidamente observando aquel lugar en el que se encontraba. Buscaba y sólo podía ver una irritante luz, entonces una vieja interrumpió.

– A todos los que traigo siempre los encuentro tras esa luz. Yo creo que todos han de estar en las sombras para pensar que es muy irritante –dijo mientras la luz revelaba su vestido negro– sí, o quizá ya debo de comprar otro foco. No lo sé.

– ¿Tiene una taza de café? –preguntó Pablo ignorando todas las dudas que tenía.

El miedo y el nerviosismo lo distraían del mundo. Lanzó la pregunta mientras salía del cuarto y ella lo seguía. Quería olvidar lo que vio. Después de un rato las tazas, una tras otra, quedaban vacías sobre la mesa, y sin rastro alguno de café. La boca le sabía amarga. Pablo, tras observar a la mujer, lanzó una pregunta.

– ¿Me puedo retirar? Ya me siento mejor.

La mujer sólo le miró de pies a cabeza.

– No se preocupe por eso, hijo, ahorita me lo llevo yo.

Un silencio invadió la conversación, una respiración lenta.

– ¿Llevarme?, ¿a dónde? –preguntó Pablo claramente asustado.

– Ya déjese de preguntas y acuéstese ahí, mejor –dijo para terminar, y señaló una cama.

Pablo observó a la vieja más de cerca, tenía un aire familiar. De pronto la reconoció. Era la mujer del rosario. La que había visto. Tembló. Fue tras ella con indecisión y después caminó hacia el lugar señalado, pero vaciló un rato en sentarse. Frente a la cama vio unas palas apoyadas en la esquina, tenían un poco de tierra y en una de ellas había un manchón de sangre. Pablo recordó la escena que observó. Las imágenes regresaron a la cabeza de aquel hombre y con un grito certero se delató.

– ¡Yo no lo mate! –dijo mientras sus ojos reflejaban esa escena dantesca.

Casi podía escuchar el crujir de huesos y los interminables gritos. La anciana sólo lanzó una leve sonrisa.

– No, ya sé. Usted no lo mató. Al contrario, por eso le dije que se esperara, ahorita lo entierro. Un muerto como usted ya no debe andar por aquí.

Pablo soltó la taza de café que había entre sus manos. Se rompió en mil pedazos salpicando todo. La mancha de café se esparció por el piso y de pronto una sombra salió de ella, después otra y otra más. La sombra de Pablo ya había desparecido, y las otras iban de aquí a allá, rápidas. Sintió que una mano tiró de su pierna y comenzó a arrastrarlo por el piso. Las otras sombras se echaron sobre él. Y desde allá, al fondo de la cocina, la voz aguda de aquella vieja de vestidos negros como las sombras, sonó.

– ¿Mientras espera no quiere otra taza de café, hijo?.

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