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Vitrina de los sables

  • Por José Oswaldo

Por Paúl Adrián Torres Terrazas

Jerónimo Figueroa fue profesor de antropología en la universidad que está junto al Santuario de Guadalupe, en Chihuahua. En una ocasión, después de cenar, el profesor nos invitó a la biblioteca para mostrarnos su colección de armas, sin disimular su orgullo, pero también con una solemne bondad de historiador.

El arquitecto había hecho construir una chimenea desproporcionada, quizá para resaltar la opulencia de la casa y en el interior ardía un gran tronco de encino que al consumirse durante la cena acompañó a los alimentos con un aroma ocre, combinando en nosotros el olfato y el gusto: los dos sentidos más antiguos del ser humano.

El viento de las ventanas abiertas agitaba ocasionalmente el fuego dentro de la chimenea, haciendo saltar pequeñas brazas que giraban en la profundidad hasta apagarse, como luciérnagas moribundas. Aunque la conversación en la tornamesa se había vuelto agradable, e incluso algunos exalumnos fumaban sin apuro, envueltos por el relajante humo azulado del tabaco, abandonamos el comedor para dirigirnos al otro extremo de la casa.

Atravesamos un pasillo largo hacia una de las puertas laterales. Dentro de la biblioteca, cuando el profesor Figueroa se detuvo en silencio frente a una de las vitrinas, un movimiento imperceptible de sus ojos hacia las armas de fuego me bastó para comprobar el drástico cambio en su personalidad, porque pese a la mesura de sus conversaciones, en ese momento su mirada bélica no ocultaba nada y tanta simpleza lo hacía parecer casi ingenuo.

Comenzamos a observar la colección de armas. Los escasos y pobres sables apartados en una vitrina al fondo de la biblioteca me inquietaron más que la llamativa colección de revólveres americanos, los rifles de cacería y las navajas suizas.

Consciente de que todos los sables eran dolorosamente reales, fabricados para la guerra y utilizados durante el combate, me fue inevitable imaginar la cantidad de vidas cercenadas con aquellas rústicas láminas de acero.

El profesor Jerónimo Figueroa sacó un manojo de llaves de su escritorio y abrió algunas de las puertas de las vitrinas para que pudiésemos entender mejor el peso de las municiones y la fuerza necesaria de la detonación. Después nos entregó un rifle con detalles de madera para que observáramos las complejas uniones. Así, de esa manera fue sacando las demás piezas de su colección. No importaba la inutilidad de las armas en nuestro contexto, porque inmediatamente al sostener las pesadas espadas medievales o los ágiles floretes utilizados en esgrima, la delgada lámina de acero nos aproximaba a las sensaciones de mando y peligro.

Es un placer trágico confesar que cada arma nos hacía sentirnos identificados y revelaba lo bélico implícito en nosotros. El profesor Figueroa nos entregó un alfanje muy liviano que algunos blandieron en el aire ensayando su agilidad, mientras otros reparaban en las inscripciones en el cromo de las pistolas y aunque ninguno estuviésemos acostumbrados a las armas, nos pareció suficiente sostener la empuñadura de una espada o el mango de un revolver para que se despertará en nosotros un instinto más antiguo que los demás, antecesor a la gratitud o la compasión.

En ese momento, frente a la vitrina de aquellos antiguos sables, comencé a reflexionar que la violencia es quizá el lenguaje más primitivo del ser humano.

Desafortunadamente, debido al trabajo, a lo pesado de la rutina o porque dedicábamos el poco tiempo libre a nuestras familias, eventualmente dejamos de frecuentar al profesor Jerónimo Figueroa. Esa fue una de las últimas ocasiones en que asistimos a su casa.

Cuando aparece en los noticieros el reportaje de un tiroteo en alguna escuela norteamericana, me refiero a esos episodios trágicos donde un estudiante excluido enloquece y comienza a disparar un arma contra sus compañeros y profesores, nos reunimos frente a la televisión en silencio para escuchar la noticia y aunque no conozcamos a los afectados, de alguna manera su tristeza se vuelve propia, porque la violencia es un suceso multicultural, presente en todos los países.

Nosotros nunca tuvimos armas en la casa y no entiendo de donde surgió la emoción de mi hermano por entrar a la Policía Federal. Sin embargo, después de la preparatoria, él decidió inscribirse en la capacitación y obtuvo un puesto dentro del escuadrón de policías. Intentamos disuadirlo mediante largas conversaciones que nunca dieron resultado. Recuerdo que él siempre nos explicaba su fascinación por el peligro.

Su nombre es Jonathan Sepúlveda, falleció hace cuatro años en un enfrentamiento contra el cartel de Juárez durante el sexenio de Felipe Calderón. Nos enviaron su uniforme y una mención conmemorativa. Están guardados en el armario de su habitación. Asistieron al funeral muchos de sus compañeros, debo admitir que los policías son muy solidarios.

A los pocos meses de la muerte de Jonathan, conocí a una señora en un supermercado, asesinaron a su hijo durante un asalto y en su bolsa siempre lleva doblada la primera plana del periódico que se publicó ese día. En ese momento, los esfuerzos de la señora por conservar tan presente esa fecha me parecieron muy dolorosos, porque siento que es como mantener la herida abierta, sin embargo, esa es su manera de enfrentar el luto.

Tiempo después, cuando el profesor Jerónimo Figueroa falleció de causas naturales y sus hijos decidieron vender su colección de armas: yo compré la vitrina de los sables. Ahora he comenzado a entender mejor qué motivó a mi hermano para entrar a la policía y siento que aunque él ya no esté, continúo conociéndolo.

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