Opinión

Del Noroñismo al Norocausto: Cuando el rebelde devora su propia rabia

  • Por Miguel A. Ramírez-López

Por: Miguel A. Ramírez-López.

Hace unos días, en la Mesa Directiva del Senado, Gerardo Fernández Noroña protagonizó una escena que no es sólo un berrinche de la política mexicana. Exigió una disculpa pública a un abogado que lo había insultado. No contento con eso, convirtió el acto en una humillación pública, un performance de poder que dejó claro quién manda y quién se somete.

Der schlimmste Analphabet ist der politische Analphabet.

Er hört, sieht und spricht nicht von politischen Vorgängen.

—Bertolt Brecht

«El peor analfabeto es el analfabeto político.

No oye, no habla, ni participa en los acontecimientos políticos».

Gerardo Fernández Noroña fue un volcán en erupción. Antes, ese hombre parlaba de Marx como si fuera un profeta, un agitador social que no buscaba piedad ni consenso: sólo acción, ruptura y escándalo. El Noroñismo era ese fuego insurgente que incendiaba la complacencia, la voz furiosa que se alzaba desde la periferia para señalar las podredumbres del poder. Era incómodo y molesto, pero necesario.

No obstante, el poder tiene un hambre voraz que no se sacia con gritos ni denuncias. Cuando Noroña llegó a las filas del Senado, ese fuego se apagó bajo cenizas de soberbia y autoritarismo. La metamorfosis fue brutal… De agitador de masas pasó a déspota de baratija. De tribuno del pueblo a pequeño autócrata enmohecido por la soberbia. Ahora el Norocausto es una ironía siniestra, es la caída del que una vez desafió al sistema y ahora se convierte en verdugo del disenso.

No hablo del circo mediático ni de la payasada política, hablo de la crueldad del poder que se legitima no por razón, sino por humillación y miedo. Jürgen Habermas, el maestro de la democracia deliberativa, nos enseñó que el poder auténtico es el que nace del diálogo libre, de la palabra que une y convence. Pero Noroña, al exigir disculpas públicas como quien impone una sentencia, pulveriza ese ideal: destruye el espacio público, lo convierte en un tribunal de inquisición donde manda el garrote y no la palabra. George Orwell habría visto ese patrón, el que gritaba "¡Justicia!" ahora impone silencio. La disidencia fue estrangulada por el mismo incendiario que predicaba revolución.

Esta no es sólo una anécdota trivial. Loïc Wacquant entendería bien la escena: la humillación pública es una forma sutil de violencia simbólica, una manera de disciplinar y silenciar sin necesidad de golpes físicos. En ese acto, Noroña se muestra como un pequeño tirano, que usa el ritual del castigo para recordar quién manda y quién debe obedecer. Es la lógica perversa de un poder que se fortalece en la exclusión, en la degradación del otro.

Georg Simmel describe con precisión esa relación parasitaria entre dominador y dominado. El Noroñismo muerto, el Norocausto vivo, es la historia del marginado que se convierte en opresor, del rebelde que aprende a someter. La metábasis de Noroña es la prueba tangible de que el poder no sólo corrompe, sino que transforma al insurgente en custodio del mismo sistema que combatió.

Esta es la tragedia de la política en México y, quizá, en muchas partes del mundo. El rebelde que quema por justicia se convierte en el tirano que quema voces y espacios. Del Noroñismo al Norocausto hay una traición silenciosa: a la insurgencia, a la palabra y a quienes aún creen en un poder justo.

Este viraje es un epitafio para una era de resistencia que se extingue en el altar de la soberbia y la represión simbólica. El llamado urgente es a no olvidar que la verdadera lucha no es sólo contra los que están arriba, sino contra la sombra que ellos mismos proyectan cuando, al ocupar el poder, se convierten en aquello que juraron destruir. Noroña no se apagó, se consumió en la hoguera de su propio ego. Lo que antes era fuego insurgente hoy es ceniza de autoritarismo. Rebelde de escaparate, profeta de segunda mano, devorador de su propia rabia. Quiso romper el sistema y terminó afilando sus cadenas.

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