El morbo sublime
- Por Héctor M. De Ezkauriatza.
Por Héctor M. De Ezkauriatza.
Por qué no podemos dejar de mirar el cine que nos incomoda
El cine de Lynch y sus herederos no busca complacer: se incrusta en la mente, desafía la lógica y seduce con imágenes perturbadoramente bellas. ¿Por qué nos atrae tanto el malestar audiovisual?
Hay películas que no se ven: se padecen, se sueñan, se arrastran con uno durante días. No están hechas para complacer, sino para descolocar. Te enfrentas a lo extraño, a lo incómodo, a lo que en teoría debería repelerte… y, sin embargo, no puedes dejar de mirar. Estas obras caminan una delgada línea entre lo grotesco y lo hermoso, y en esa tensión magnética aparece algo parecido a una adicción. Porque hay algo en el horror cuidadosamente construido, en la atmósfera hipnótica, en el silencio que grita, que se vuelve irresistible.
Lynch, el origen del laberinto
David Lynch transformó el lenguaje del cine en un lenguaje de sueños y pesadillas. Sus obras —de Eraserhead a Mulholland Drive – no se entienden, se sienten. En sus universos no hay lógica tradicional: hay símbolos, atmósferas, repeticiones que parecen mensajes cifrados, imágenes que perturban sin explicar por qué. Lynch no busca respuestas, sino abrir heridas emocionales. Ver sus películas es como entrar a un cuarto cerrado donde el tiempo se ha quebrado.
Su legado ha influido profundamente en una nueva generación de cineastas que no temen incomodar, que entienden que el horror puede ser también belleza. La experiencia sensorial total que ofrece su cine —desde el diseño sonoro hasta la composición onírica de cada plano – ha dejado huella en muchos de los directores más provocadores de hoy.
El morbo como espejo oscuro
¿Qué es el morbo sino el deseo de mirar lo que nos repele? En este cine, el morbo se disfraza de fascinación estética. No es solo sangre, ni violencia: es la contemplación del trauma, del deseo deforme, del cuerpo que muta o se desintegra. Es enfrentarse a lo que no entendemos de nosotros mismos.
Películas como Beau is Afraid (Ari Aster) o Titane (Julia Ducournau) encarnan esa búsqueda: arrastran al espectador a través de emociones contradictorias, provocando angustia, risa nerviosa, incomodidad… pero también una especie de éxtasis. Algo dentro de nosotros se activa cuando vemos esos mundos. No porque los entendamos, sino porque los sentimos.
La nueva guardia lyncheana: directores que hay que ver
Si lo que buscas es perderte en ese cine donde la belleza y el espanto se confunden, hay nombres que no puedes ignorar.
• Jonathan Glazer, con Under the Skin, crea una experiencia alienígena minimalista, inquietante hasta la médula.
• Yorgos Lanthimos, en The Killing of a Sacred Deer, canaliza el absurdo y el castigo moral con una frialdad hipnótica.
• Panos Cosmatos, en Mandy, ofrece un delirio visual que mezcla venganza, culto y psicodelia.
• Ari Aster, con Hereditary y Midsommar, convierte el trauma personal en ritual audiovisual.
• Julia Ducournau, en Titane, lleva el cuerpo a su límite más extraño y sensual.
Todas estas obras comparten con Lynch la misma cualidad: un universo propio, hermético, que actúa sobre el espectador más como un trance que como una narrativa tradicional.
El cuerpo como sala de cine
En este tipo de películas, no solo la mente trabaja: el cuerpo también responde. El sonido, los silencios, la música que se vuelve amenaza o lamento, todo está diseñado para provocar una reacción visceral. No se trata solo de mirar: se trata de estar dentro de algo, de sentir cómo una historia —aunque no siga una línea lógica – te transforma. El cine se convierte en experiencia física. Un golpe lento y profundo.
La necesidad de lo complejo
Quizá el atractivo de estas películas radica en que nos permiten habitar lo complejo. En un mundo saturado de respuestas rápidas, de explicaciones superficiales y narrativas obvias, este cine nos devuelve la incertidumbre. Nos obliga a detenernos, a pensar, a sentir. Nos confronta con la oscuridad sin filtro, pero también con una belleza difícil de nombrar.
Y ahí, justo ahí, nace la adicción. En esa contradicción. En la tensión entre el morbo y el arte. En el deseo de mirar otra vez, aunque sepamos que dolerá.
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