La egopolítica: un espectáculo que aplaudimos
- Por Miguel A. Ramírez-López
Por: Miguel A. Ramírez-López.
Hay un nuevo régimen en marcha. No una ideología, no una doctrina, sino una forma de aparecer. Un sistema de representación donde el poder no se ejerce desde la argumentación ni desde el proyecto colectivo, sino desde la imagen. El yo se convierte en plataforma, el discurso en performance. No se trata de gobernar, sino de ocupar el centro de la atención. El poder, hoy, se mide en visualizaciones.
Donald Trump, Javier Milei, Daniel Noboa, Elon Musk: actores de un teatro donde el espectáculo reemplaza al Estado. Cada uno, desde sus escenarios nacionales o corporativos, encarna una mutación profunda en la política contemporánea. Ya no se apela a la razón ni al bien común, sino al afecto inmediato, al impulso. La política se hace tuit, meme, video de TikTok. Se convierte en relato fugaz, en estímulo constante. Guy Debord lo anticipó con una lucidez cruel: vivimos en la sociedad del espectáculo, donde lo real ha sido sustituido por su representación continua.
La egopolítica no es populismo, aunque a veces se le parezca. No busca interpelar al pueblo, sino amplificar un yo hipertrofiado. Su lógica no es colectiva sino centrífuga. No hay programa, hay perfil. El líder no es líder por lo que propone, sino por lo que provoca. El escándalo no lo debilita, lo fortalece. Porque lo que importa no es el contenido, sino el ruido que genera. La política se vuelve viral. Y en esa viralidad, se impone la figura que más intensamente logra encarnar el espectáculo.
Marx hablaba de la mercancía como fetiche. Debord llevó esa intuición a su forma más devastadora: el fetiche ya no es el objeto, sino su imagen. Todo se convierte en mercancía porque todo puede ser convertido en espectáculo. El político también. Y más aún: el político exitoso no es quien representa al pueblo, sino quien representa su propio personaje de forma eficaz. La ideología ya no se discute; se viste, se grita, se repite. La verdad no importa. Lo que importa es que suene.
Trump domina esa lógica como un médium. Su verdad es él. Sus frases inacabadas, sus apelaciones emocionales, su estilo fragmentado: todo responde a la estructura de las redes. Milei no le va a la zaga. Desde el atril presidencial lanza improperios contra periodistas y rivales como quien lanza tuits en vivo. No busca consenso, sino conflicto. Noboa, más contenido, se presenta como una figura renovadora, moderna, tecnológica, pero se inserta en la misma lógica: no convencer, sino ocupar el espacio visual. Y Musk, aunque no ejerce un cargo público, actúa con el poder de un jefe de Estado sin territorio. Su influencia no se mide en votos, sino en clicks. Todos son empresarios de sí mismos.
En este nuevo orden, el contenido pierde densidad. No hay espacio para la reflexión, para el matiz, para el tiempo lento de la política tradicional. El simulacro —como decía Baudrillard— sustituye al referente. Lo que importa no es la cosa, sino su halo. El discurso político ya no está hecho para construir, sino para circular. Se diseña como un producto, se prueba en la plaza virtual, se descarta al día siguiente. Nada permanece. Todo se reemplaza.
En la egopolítica, el cuerpo del líder se convierte en la plataforma misma. Su ropa, su cabello, sus gestos, su voz. Todo comunica. Todo se mercantiliza. Y es ahí donde el espectáculo se vuelve total. La política se estetiza no para elevarse, sino para hacerse consumible. Y esa estetización no es inocente: modela el deseo social. Enseña qué es triunfar, qué es resistir, qué es tener poder.
Lo más inquietante es que esta forma de poder no necesita imponerse desde arriba. Opera por seducción. Se infiltra en la vida cotidiana. Se reproduce en los timelines, en los reels, en los hashtags. Como lo decía Foucault en otro registro: el poder ya no se impone con fuerza, sino que se hace deseo. Y aquí el deseo se encarna en figuras que no buscan gobernar para transformar, sino para ser vistas.
¿Es posible resistir desde dentro del espectáculo? ¿Hay margen para una política que recupere la palabra, el vínculo, el proyecto? Tal vez. Pero será necesario un esfuerzo por desmontar la fascinación, por interrumpir el flujo, por volver a mirar. Porque mientras el yo siga ocupando el lugar del nosotros, la democracia será apenas una escenografía más del show.
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