Opinión

La patria del silencio: Crítica a la Ley de Telecomunicaciones

  • Por Miguel A. Ramírez-López.

Por Miguel A. Ramírez-López.

México, junio de 2025: un sábado cualquiera, el Senado se convierte en teatro. No hay multitudes afuera ni tamborazos adentro. Sólo un número: 77 votos a favor, 30 en contra. Así se aprueba la nueva Ley en Materia de Telecomunicaciones y Radiodifusión. Y con ese gesto de fin de semana se inscribe, sin aspavientos, un nuevo capítulo en la política del silencio. No el silencio que guarda duelo, sino el que, domesticado por decreto, sofoca toda voz que no sea la de los autorizados. Como si legislar en sábado fuera una forma elegante de pasar desapercibido.

Pero esta ley no es sólo una técnica jurídica. Es, como diría Benjamin Bratton, una capa más del stack planetario: esa arquitectura vertical donde el poder ya no es sólo soberano o biopolítico, sino informático, geopolítico y atmosférico. No hablamos ya del control de los cuerpos en las calles, sino de la gestión diferencial de paquetes de datos, espectros radioeléctricos, identidades digitales y subjetividades transmisibles. El Estado, en este marco, no desaparece, sino que muta, se convierte en una interfaz más de la infraestructura.

La ley opera entonces como una forma de codificación territorial del deseo. Al tiempo que permite mayores mecanismos de concesión, se reserva la posibilidad de restringir el acceso, modular las condiciones técnicas y definir qué voces son “pertinentes” para el espacio mediático nacional. Como alertó Tiziana Terranova, el poder no se ejerce únicamente bloqueando, sino condicionando la posibilidad misma de emisión. Se vuelve una política de la latencia, de la velocidad, del formato. No es censura clásica, sino gobernanza algorítmica.

El episodio del Artículo 109 —que facultaba al Estado para bloquear redes o contenidos digitales— fue retirado del dictamen tras la presión pública. Pero lo inquietante no es que lo hayan quitado, sino que lo hayan puesto. Fue una declaración de intenciones, la lógica del apagón selectivo sigue latente. Y ahí está la trampa. Nos hacen celebrar como triunfo democrático el hecho de que no se legisle el autoritarismo explícito…, aún.

¿Quién queda fuera en esta nueva cartografía? ¿A quién interrumpe esta ley aunque no lo mencione? Las radios comunitarias, las lenguas originarias, los medios libres, los cuerpos que no entran en el canon técnico de lo que el Estado llama “comunicación”. Simone Browne, al estudiar la vigilancia racializada, mostró cómo las tecnologías están diseñadas para ver más claramente ciertos cuerpos y borrar otros de la interfaz. Lo mismo pasa aquí: esta ley no nombra a los expulsados, pero los administra por omisión.

Trebor Scholz, desde el estudio de los comunes digitales, advierte que la infraestructura se convierte en campo de disputa: no basta con tener derecho a hablar, hay que tener dónde, con qué y frente a quién hacerlo. En México, esa posibilidad se reduce cada vez más al mercado o al Estado. O pagas espectro, o pides permiso. El territorio de lo común ha sido colonizado, no por un ejército, sino por un pliego de condiciones técnicas.

Pero lo más profundo de esta ley no está en sus artículos ni en sus transitorios. Está en su gramática de fondo: en su forma de imaginar el cuerpo que comunica. Un cuerpo útil, productivo, conectable, trazable. Un ciudadano como punto de acceso, como terminal. Ahí es donde Paul B. Preciado podría ayudarnos a leer esta norma no como un problema meramente jurídico, sino como un dispositivo de normalización. La ley imagina un usuario neutro, cuando en realidad legisla sobre cuerpos racializados, feminizados, precarizados, que comunican desde el margen, desde el fallo, desde la grieta.

¿Y el tiempo? La ley se presenta como modernización. Pero el progreso tecnológico en manos del Estado puede ser también regresión civilizatoria. Basta ver los antecedentes: vigilancia a periodistas, ataques a medios independientes, espionaje político. La infraestructura no es inocente. Es memoria y es amenaza.

¿Y la esperanza? Resiste, fragmentaria, donde no se legisla. En la piratería afectiva de los podcasts anónimos. En las redes mesh que cruzan comunidades sin pedirle permiso a Telmex. En el ruido hermoso de las interferencias. En el archivo casero. En las lenguas que transmiten sin espectro. Como decía Terranova: “el común no es lo que se protege; es lo que desborda”.

Esta ley no es el final. Es un síntoma. Una línea más en la frontera entre quienes viven en modo transmisión y quienes apenas pueden ser escuchados. Pero no todo está perdido: aún hay static en la frecuencia. Aún hay cuerpos que, sin permiso, irrumpen en la señal.

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