Opinión

Y en el principio fue el riff: Black Sabbath y el final de los tiempos

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Por: Miguel A. Ramírez-López

Este sábado, mientras el mundo se distraía con los espejismos de la política y los algoritmos del desastre, en Birmingham —la ciudad donde el acero y el carbón parieron al heavy metal— tuvo lugar el último gran rito de la oscuridad. Black Sabbath, la banda que inventó el sonido de lo prohibido, se despidió para siempre con un concierto que no fue sólo un espectáculo musical, sino un acto de clausura histórica.

Ozzy Osbourne, Tony Iommi, Geezer Butler y Bill Ward —los cuatro jinetes originales del apocalipsis eléctrico— volvieron a compartir escenario después de dos décadas de desencuentros, demandas y silencios. Lo hicieron viejos, frágiles, cargando las dolencias de cuerpos que sobrevivieron a todos los excesos conocidos por el hombre moderno. Ozzy, ahora prisionero de un cuerpo que ya no camina, cantó sentado, como un anciano druida que aún conserva la voz para invocar los viejos conjuros.

Pero su debilidad no restó fuerza al momento. Al contrario: la imagen de esos viejos obreros del riff, agotados pero desafiantes, sintetizó la tragedia y la gloria de su tiempo.

Porque Black Sabbath no fue simplemente una banda. Fue, en términos históricos, un parteaguas cultural. A finales de los años sesenta, mientras Londres deliraba con la psicodelia y el amor libre, en Birmingham —ciudad obrera, gris, devastada por la desindustrialización— un grupo de jóvenes desempleados moldeaba un sonido que no cantaba a la esperanza, sino al horror cotidiano. Tony Iommi, después de perder dos dedos en una fábrica metalúrgica, creó un tono más bajo, más denso, para poder seguir tocando: sin quererlo, inventó el heavy metal.

Sabbath no hablaba de flores ni de revoluciones juveniles, sino de guerras, locura, drogas, corrupción, muerte y demonios. Su primer disco, Black Sabbath (1970), fue la profecía inaugural del siglo XXI: la humanidad marchando al abismo entre riffs lentos y pesados, acompañada por la risa burlona del Diablo. Mientras la contracultura predicaba utopías, ellos advertían que el infierno ya estaba aquí.

Hoy, más de medio siglo después, esa profecía se ha cumplido.

Este último concierto, titulado Back to the Beginning, no fue sólo un homenaje a sus raíces. Fue también una recapitulación de todo lo que Black Sabbath dejó en la música: la creación de un lenguaje sonoro que combinó el blues más sucio con la imaginería del cine de horror, el nacimiento del doom, del sludge, del stoner, del metal extremo en todas sus variantes. Cada riff lento, cada golpe de batería, cada línea de bajo que reverbera como un trueno es hoy impensable sin ellos.

Pero el mayor aporte de Sabbath no fue musical, sino filosófico: enseñaron que el rock podía ser un espacio para confrontar los miedos más primitivos, un teatro donde lo oscuro no se evitaba, sino que se abrazaba. En sus canciones, el mal no es un monstruo externo: es el sistema, la guerra, la religión hipócrita, la locura interna.

Por eso su despedida no es sólo el final de una banda, sino el cierre simbólico de una época donde la música aún podía incomodar, perturbar y advertir. En un mundo donde todo es suavizado y digerido por los algoritmos, donde las canciones son diseñadas para no incomodar a nadie, Sabbath representa un linaje que se extingue.

Hoy, mientras miles coreaban “Paranoid” y “War Pigs”, mientras las pantallas transmitían a Ozzy como un anciano profeta en silla, mientras los fondos del concierto se destinaban a la lucha contra el Parkinson y la infancia desprotegida, el heavy metal regresó a su cuna. Y allí, en ese círculo cerrado, nos recordaron que todo nació del miedo y el dolor.

Black Sabbath se va. Pero su sombra, como la de los grandes mitos, no desaparecerá. Porque en el principio fue el riff. Y el riff sigue sonando.

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