
Estradita fungia como Director de la policía municipal en Cuauhtémoc, cuando el alcalde, su jefe, era José Luis Carrasco.
Debe haber sido este político el que le bautizó como Estradita, porque tenía -y tiene- la costumbre de llamarles a todos por su nombre en diminutivo.
Aquella mañana, el flamante comandante pidió a su secretario que no le pasara a nadie.
Ni llamadas ni personas, que debía concluir un trabajo que el había encargado el edil para el informe de gobierno.
Así que se encerró en su oficina.
Sin embargo, su colaborador, al cabo del paso de las horas, le marcó insistentemente al teléfono.
Molesto, Estradita respondió:
-¡No le dije que no me pasara recados ni nada!
-Sí, jefe -dijo la voz del otro lado- pero es que lo busca una mujer que yo creo debe atender. Trae dos chichones muy grandes.
-Ah, caray -respondió Estradita- entonces está bien, pásela, no vaya a ser algo delicado.
La mujer entró a la oficina del jefe policiaco, narró su asunto en cinco minutos y después de escucharla atentamente (o de hacer como que lo hacía) la despidió apresuradamente.
Ordenó a su secretario particular que entrara.
-Sí, jefe, a sus órdenes, lo que diga.
Estradita llenó sus pulmones de aire, miró fijamente a su subordinado y espetó en voz alta, irritado:
-Esos no son chichones, tarugo... ¡son hermatomas!
Y lo digo desde aquí, porque éste es mi pódium.