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La rutina de Muriel

  • Por José Oswaldo
La rutina de Muriel

La ciudad de Santa Isabel está cerca de Cuauhtémoc y durante un tiempo se volvió popular por sus paletas de nieve, pero muy pocas personas saben que allí existió un hospital de salud mental, ya desde hace tiempo está cerrado. Quienes conocen el edificio le dicen: el manicomio vacío.

Al poco tiempo de vivir aquí en Santa Isabel encontré a una mujer leyendo en una de las habitaciones del hospital, lleva un brazalete de plata con el nombre de Muriel. Le hablo, la observo minutos enteros, pero no me responde, parece incapaz de percibir mi presencia. Al seguirla me he percatado que ella acostumbra realizar la misma rutina cada día. La falta de respuestas me lleva a suponer muchas posibilidades. Quizá padece autismo o algún trastorno mental que le impide relacionarse con otros. Aun así, siempre procuro no alejarme demasiado de ella, porque vivimos juntos y aunque se muestre indiferente representa una extraña compañía en esta soledad. Además pienso que si llega a acostumbrarse a mí, gradualmente sentirá la confianza de comunicarse.

Somos muy semejantes al compartir los espacios de este hospital vacío. Muriel también baja a comer en la bodega de la despensa, siempre se sirve cereal. Primero llena un tazón con agua y diluye cuatro cucharadas de leche en polvo antes de añadir el cereal. Después lava los platos en silencio, sin mirarme. Hay en su rostro una calma muy inquietante. Cada acto parece el primero, único. Sospecho que Muriel sufre memoria a corto plazo e ignora la repetitiva cadena de acontecimientos de la que es partícipe. Vive desmemoriada, condenada a un presente que nunca termina. En veces siento compasión por ella.

No hay mucho que hacer aquí más que vagar por los pasillos del manicomio. El hambre y el olfato siempre me ayudan a regresar a la bodega de la despensa; la cual, en mi desorientación imaginó como el corazón del edificio. Desde que entré perdí la salida y ahora intento recolectar cualquier objeto que pueda ser útil para escapar.

Encontré una segueta manual en el baño de una de las habitaciones, un martillo al final de las escaleras y un cuchillo en la cocina. He comenzado a serruchar uno de los barrotes de la ventana en la habitación donde encontré a Muriel, pero el proceso es muy lento. La segueta parece estar a punto de romperse y debo hacer el trabajo con cuidado.

Escribo los días en un viejo cuaderno. Ha pasado cerca de un mes y estoy acostumbrándome a la ausencia de emociones de Muriel. Es triste ser testigo de cómo su enfermedad la condena a repetir la misma rutina cada día: leer las mismas páginas que leyó el día anterior, sin avanzar nunca del capítulo cinco; comer en el mismo platón de cereal, repetir los mismos gestos estilizados al mirar por la ventana, los limitados ademanes al caminar. La realidad aquí es hermética. Ya familiarizado a ver una vida que se repite, comienzo a creer que mis actos son impulsivos y desordenados. Ni siquiera soy constante en serruchar el barrote de la ventana. Mi progreso con la segueta parece cada vez menos notorio.

Esta mañana revisé el cuaderno y conté los días que han pasado. En una semana ya cumpliré dos meses aquí encerrado. La soledad ha comenzado a desgastarme. Incluso sospecho que fue la soledad lo que enloqueció a Muriel. En momentos de mayor ansiedad, siento que el edificio entero está vivo. Aguardo en silencio y escucho al hospital respirar junto conmigo, como un segundo cuerpo.

Procuro recorrer espacios nuevos, tengo la imprecisa esperanza de aún encontrar una salida y me esfuerzo en ganar dominio a lo desconocido, pero hay pasillos que me producen un desasosiego instintivo. El manicomio de Santa Isabel se conforma de muchos lugares inquietantes. Habitaciones con poca luz, calurosas y sofocadas; instrumentos que no comprendo. A veces, en la oscuridad, escucho al edificio gemir despacio, hablarme, como si él estuviera enfermo y culpo de estos episodios al aislamiento.

Ayer me estremeció no encontrar mi propia sombra. Al caminar por uno de los pasillos, la ventana proyectó mi silueta y la de Muriel contra la pared, pero la óptica provocó que nuestras sombras quedaran unidas como si fueran una misma. Fue un efecto de la luz, pero la soledad otorga desmedido protagonismo a las situaciones más absurdas. Muriel es tan predecible que es difícil mantenerla presente como una persona.

Permanezco días enteros formulando explicaciones. Por momentos imagino que ambos somos fantasmas perdidos en un espacio que no nos corresponde y que sin embargo no podemos abandonar. Posiblemente somos espíritus que ignoran su condición y se aferran a lo cotidiano. Me convenzo que somos fantasmas vivos. Hasta los recuerdos han comenzado a abandonarnos y sólo nos dedicamos a envejecer junto con el edificio.

El hospital es nuestra segunda piel; una segunda piel que no termino de entender, porque en instantes me abriga, pero también me sofoca.

Algunos días me fastidia seguir a Muriel y me produce vértigo observar su enfermiza rutina, como si ella fuese una actriz que ha llevado demasiado lejos la farsa. Conozco sus movimientos de antemano y camino delante, o la espero en algún pasillo. Cuando me siento de humor, arrastro otra silla frente a la mesa que Muriel utiliza y como cereal junto a ella, me acomodo hacia donde voltea y juego a que nos devolvemos la mirada, ambos en silencio, al igual que compañeros de hace mucho tiempo, como si nos entendiéramos mutuamente sin necesidad de hablar.

La nostalgia me obliga a sumarme a su despreocupada vida. Ella está atrapada y hay lapsos en que la locura me convierte en su prisionero. Su segunda sombra. Dejarme llevar por su costumbre me brinda cierta estabilidad en este espacio extraño que nunca termino de recorrer. No sé si seguirla me mantiene lúcido o me enloquece con compasiva lentitud, pero nos hemos vinculado de una manera extraña.

Una tarde, obligado por el hastío, sentí curiosidad por el libro azul que Muriel lee todos los días frente a la ventana y comencé a hojear las páginas. No hay autor, pero por alguna razón el libro describe mi vida. El capítulo cinco que Muriel repasa diariamente relata una de mis visitas a la capital de Chihuahua. La experiencia está narrada en tercera persona y la descripción física coincide conmigo. Mi nombre es Vicente Luna, soy el protagonista del libro.

He tardado varios días en comprender la coincidencia y aún más días en aceptarlo. Soy la réplica de alguien a quien nunca conocí; en la soledad de su enfermedad, Muriel me ha imaginado para hacerle compañía.

Autor

Paul Adrián Torres Terrazas