Del Spray a la Subasta: el grafiti como expresión artística

Por: Guadalupe Hernández Herrera.
¿Puede el grafiti seguir siendo una forma de resistencia social cuando ha sido absorbido por el mercado del arte?
El grafiti ha recorrido un largo trayecto desde su surgimiento en las calles como forma de expresión marginal hasta convertirse en una manifestación artística que hoy es reconocida en museos y galerías. Históricamente vinculado con la rebelión juvenil y la subcultura urbana, el grafiti ha sido, en muchas ocasiones, el reflejo de las tensiones sociales y culturales. Sin embargo, en las últimas décadas, se ha consolidado como una forma legítima de arte (en la mayor parte del mundo). El grafiti, en su origen, estuvo ligado a la subcultura urbana. Autores como Robert Venturi y Denise Scott Brown, en su libro Learning from Las Vegas, argumentan que las formas arquitectónicas y los elementos visuales en el espacio urbano tienen un lenguaje propio que puede ser utilizado para expresar significados más allá de los convencionales. En este sentido, el grafiti se convierte en un modo de "leer" la ciudad, las poblaciones, y el contexto que las abraza, como una especie de texto visual que reinterpreta el paisaje urbano a través de la subjetividad del individuo.
El grafiti, por tanto, puede verse como una forma de resistencia a las estructuras de poder, una práctica que, al intervenir en el espacio público, redefine las relaciones sociales y de poder en la ciudad. Además, el grafiti suele ser una respuesta a las condiciones socioeconómicas de las áreas urbanas. En barrios empobrecidos o marginados, los muros se convierten en lienzos para expresar las luchas sociales, como ocurre con los grafitis que aparecen en las paredes de las zonas de conflicto, o aquellos que denuncian la discriminación racial, la violencia policial o las injusticias estructurales. Este uso del grafiti como voz de los silenciados refleja lo que Pierre Bourdieu llama el "campo cultural", donde las formas de arte populares y marginales pueden desafiar las formas dominantes de legitimación del arte.
El primer gran avance del grafiti como arte reconocido ocurrió cuando artistas como Jean-Michel Basquiat y Keith Haring comenzaron a fusionar el grafiti con las tradiciones del arte contemporáneo. Así, el grafiti pasó de ser una forma de protesta urbana a convertirse en una propuesta legítima en el ámbito artístico. El paso del grafiti a las galerías de arte fue un proceso complejo, que implicó un cambio en la percepción social y artística de dicha expresión. Mientras que en sus primeros años el grafiti era considerado vandalismo y destrucción, con el tiempo artistas como Banksy, lograron cambiar esta percepción, llevando el grafiti a un público más amplio. De acuerdo con Hans Belting el reconocimiento del arte depende en gran medida de las instituciones que lo validan, como los museos y las galerías. Este proceso de validación es lo que permitió al grafiti salir de las calles y entrar en el circuito del arte contemporáneo, particularmente en el mercado del arte. La comercialización del grafiti, sin embargo, también ha generado debates sobre su autenticidad y su relación con sus orígenes subculturales.
En este sentido, el grafiti se enfrenta a una paradoja: por un lado, se ha legitimado como forma de arte en galerías y museos; por otro, la incorporación del grafiti en el mercado del arte plantea interrogantes sobre su autenticidad como expresión de la calle. El debate sobre si el grafiti debe considerarse arte o vandalismo sigue siendo relevante. Erwin Panofsky, en su reflexión sobre la "iconología", sostenía que el arte debe ser entendido dentro de un contexto cultural específico. Según esta visión, el grafiti, como arte contemporáneo, adquiere significado solo cuando se contextualiza dentro del urbanismo y las prácticas de resistencia social.
El proceso de comercialización también ha llevado a ciertos críticos a argumentar que el grafiti pierde su esencia cuando es llevado al mercado del arte. Según Jean Baudrillard, la mercancía y la cultura popular se han transformado en productos simbólicos que, al ser consumidos, pierden su capacidad crítica y subversiva. En este sentido, el grafiti, al convertirse en un objeto de lujo, se aleja de sus orígenes como una forma de resistencia social y se convierte en una forma de arte elitista. Por otro lado, Shepard Fairey, uno de los artistas más conocidos del movimiento de grafiti, sostiene que, al ingresar al mercado del arte, el grafiti no pierde su mensaje político, sino que gana visibilidad. La comercialización, en este caso, sirve para legitimar el grafiti como arte contemporáneo, convirtiéndolo en un objeto de discusión y análisis dentro de los grandes círculos artísticos.
En última instancia, y permitiéndome mostrar una opinión particular, el hecho de que el grafiti se haya trasladado del espacio público a las galerías de arte puede parecer un acto de apropiación del mercado, no necesariamente disminuye su valor social y de resistencia ni su capacidad crítica. Al contrario, esta transformación les permite a los mensajes que originalmente surgían de las paredes llegar a un público más amplio, generar reflexión y, quizás (si tenemos suerte), inspirar cambios en una sociedad que sigue siendo testigo de grandes desigualdades. El grafiti siempre ha sido, y seguirá siendo, un espejo de las tensiones sociales, políticas y culturales, y el hecho de que hoy ocupe un lugar en el mundo del arte no hace sino validar su fuerza como herramienta de comunicación. Los artistas de grafiti no solo son creadores de imágenes; son también portadores de narrativas y activistas visuales, capaces de ofrecer perspectivas alternativas a las normas establecidas. La comercialización del grafiti, lejos de vaciarlo de su mensaje, le otorga una plataforma más amplia para amplificar esa voz que, en sus inicios, solo podía ser alzada en los rincones de las urbes.