Opinión

¿Qué se pinta cuando se vive entre muros, migraciones forzadas y balas perdidas?

  • Por Guadalupe Hernández Herrera
¿Qué se pinta cuando se vive entre muros, migraciones forzadas y balas perdidas?

Por: Guadalupe Hernández Herrera.


"Arte fronterizo... Aquí no hay Frida que aguante”

“La frontera no es un lugar, es una herida.”

- Gloria Anzaldúa

 

En el norte de México, el arte no es un lujo, es una necesidad. En ciudades como Tijuana, Ciudad Juárez, Reynosa o Nogales, la creación artística no florece entre galerías climatizadas, sino entre escombros, casas abandonadas, zonas militarizadas y puentes fronterizos saturados.

Aquí el arte se hace con prisa, con furia, con duelo. Aquí se crea con las manos manchadas por el polvo del muro y la memoria de los desaparecidos.

Mientras la narrativa oficial insiste en mostrar a la frontera como un espacio de desarrollo industrial o turístico, los artistas del norte conocen otra cara: la del despojo, la violencia estructural y la identidad desgarrada. Y no se quedan callados. Sus obras —murales, performances, instalaciones, cuerpos en resistencia— hablan por los que han sido silenciados. El arte en la frontera no decora: interrumpe.

En Tijuana, el muro fronterizo se ha convertido en una galería espontánea de gritos visuales. Colectivos como “Enclave Fronterizo” o artistas como Lizbeth De La Cruz han utilizado la valla para proyectar nombres de migrantes deportados, retratos de personas desaparecidas o frases contundentes como: “Aquí murió el sueño americano”. “El muro es nuestro lienzo más triste”, dice Marco Rascón, artista visual de Ciudad Juárez. “Pero también es el que más ojos ve. Lo que pintamos ahí lo leen en ambos lados. Y eso ya es una victoria simbólica”.

En Reynosa, el colectivo “La Línea Incomoda” realiza performance en plena vía pública, interrumpiendo el tráfico con acciones que mezclan teatro, protesta y duelo. Una de sus piezas más virales fue “Body Bags”, donde simularon un funeral con bolsas negras y carteles de feminicidios no resueltos. En este sentido, el espacio urbano se convierte en campo de batalla estética. El arte fronterizo no solo ocupa el territorio: lo desafía.

En Ciudad Juárez, la fotógrafa Alejandra Aragón documenta los cambios en la arquitectura informal, los vacíos urbanos tras la violencia, y los rostros de una juventud marcada por el narco y el ejército. La migración, en este contexto, ya no es solo un fenómeno social: es materia prima artística. La pregunta no es si el arte puede salvar algo en la frontera; la pregunta es por qué el Estado y el mercado han decidido abandonarlo. Mientras los presupuestos culturales seconcentran en las capitales, los artistas del norte sobreviven gracias a autogestión, becas cruzadas o colaboraciones con colectivos en Estados Unidos... Y sin embargo, siguen creando.

Porque en el norte, el arte no se hace para ganar premios. Se hace para no volverse loco, para denunciar, para acompañar a los que lloran, para recordar a los que ya no están. Es un arte que no cabe en museos, pero que rebasa los muros. Es un arte que incomoda, que duele, que enciende. Como dijo una vez la artista sonora Regina José Galindo, “el arte no cura, pero puede doler más que la herida”. En la frontera, ese dolor es lenguaje, se vuelve simbolico... Y también es rebelión y resistencia.

Mientras en el centro reparten becas y medallas, en la frontera los artistas pintan con cenizas, filman con miedo y escriben con rabia. ¿De qué sirve un país que presume cultura si deja morir su creación más valiente en los márgenes más violentos? En México, la cultura tiene código postal. El arte reconocido, financiado y difundido nace, casi siempre, en el centro: en la Ciudad de México, en sus instituciones, sus museos de mármol y sus circuitos de élite. Ahí se reparten las becas, se dictan las tendencias y se deciden los nombres que serán recordados.

El resto —el sur, el norte, las periferias— apenas si son invitados al banquete cultural, y muchas veces ni eso.

En la frontera norte, sin embargo, el arte no ha muerto. Ha aprendido a sobrevivir como el migrante, como el jornalero, como la madre buscadora: sin respaldo, sin recursos, con los dientes apretados. Se crea con lo que hay —madera quemada, lonas usadas, pintura reciclada, cuerpos disponibles— y lo que no hay se inventa. Aquí no hay lujos, pero hay urgencia. Aquí el arte no se enmarca, se grita.

La paradoja es brutal: mientras en el centro del país se celebran exposiciones conceptuales en museos climatizados, en la frontera los artistas documentan feminicidios, desapariciones, migraciones forzadas y la brutalidad del Estado. Pero esos discursos rara vez son incluidos en el canon. Pareciera que el arte fronterizo incomoda demasiado como para ser financiado, y duele demasiado como para ser celebrado. La pregunta ya no es por qué el arte fronterizo está ausente en las políticas culturales nacionales. La pregunta es más real: ¿a quién le conviene que no exista?