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Funeral

  • Por José Oswaldo
Funeral

Por León Reyes Castro

En abril se cumplió un año en que Nonis cumplió, a su pesar, con la voluntad de León de hacerse cargo de su funeral, le pidió jurara que cumpliría con sus deseos, sin importar las sugerencias, deseos o exigencias de su numerosa parentela, regada por el país y los Estados Unidos.

Para que pudiera actuar, le entregó un poder, su testamento y el numerario suficiente.

El encargo lo había hecho a varias personas, pero cosas de la vida, por angas o mangas, fue distanciándose de la gente en quien confiaba para cumplir sus planes.

La tarea era sencilla, pero a nadie le gusta hacer trámites mortuorios, menos cuando se considera que hay otros obligados o que no faltará quien diga: con qué derecho haces eso, si no era nada tuyo.

Nonis y León, hacía mucho tiempo habían tenido quereres y queveres, pero el tiempo y los desencuentros terminaron con ellos, cada quien los puso en su lugar, el tiempo cumplió con lo demás: duelo y olvido.

A pesar de todo, algo siguió uniéndolos, aunque después de su ruptura, nunca más se vieron.

Sólo la vida los juntó para el funeral de León, que pasó a ser un amigo de Nonis, de esos que nunca se ven pero que ambos saben que ahí están.

León era de esos seres que le temen más al dolor que a la muerte, siempre sostuvo y defendió, el derecho a levantar la mano contra sí mismo, decía: el dolor y vaya que sabía de eso, bestializa y cuando eres una bestia adolorida, la muerte te hace libre, ante las objeciones éticas y religiosas, respondía con un sofisma, si Dios te dio la vida, la vida es tuya, porque si te la dio y no es tuya, pues no es Dios, porque el que da y quita, con el diablo se desquita.

Como muchas cosas que deseaba, se le cumplió su petición, no sufrir y en el mes de abril, amaneció muerto “como pajarito mojado y helado por el frío”, así decía, quería morir.

La vida y el tiempo cambian y las personas también.

León fue cambiando y haciéndose viejo, en sus 30s, cuando se dio cuenta que era mortal, decía: no puedes irte de éste mundo como cualquier mecapalero, te tienes que despedir con elegancia.

Quería que lo inhumaran en un ataúd de madera preciosa, cedro o caoba, traje azul marino, de lana fina, decía: para que no me pique, camisa blanca, de algodón y almidonada, corbata de seda y estampada con perros, calcetines de lana, color negro, nada de mandarlo descalzo y sin ropa interior, quería zapatos de piel de cabrito, para caminar a gusto, ropa interior blanca, de algodón, bóxer porque eso era de hombres elegantes, la trusa era 6 para padrotes.

Cuando llegó a los 45s, tuvo otros cambios y modificó su proyecto de funeral: nada de lujos, esas son frivolidades de juventud, y para satisfacer a los vivos, la muerte es cosa seria y hay que asumirla con humildad.

Quería una caja con forma de sarcófago, madera de pino, basta, envuelto en una sábana blanca de algodón, desnudo, directo a la tierra, para fundirse en ella.

Siempre fue amante de los perros y los crió en manada.

Cuando llegó a los 60s, se fueron muriendo sus hijos decía él.

Murió. Coco, Muñeca, Blanquita y la China, a todos los cremó y guardó sus cenizas.

En esos años llegó a la conclusión, que los únicos seres confiables con los que podía fincar relaciones estables y duraderas, era con los perros.

Sólo sobrevivió Simón, decía que lo veía triste y que si bien, las personas, pueden vivir de recuerdos y sin compañía, los perros no, así que un buen domingo, llegó a casa con dos nuevos hijos, un macho y una hembra, a quienes llamó León y con poca imaginación a la hembra le puso China.

Al llegar a los 68s realizó los últimos ajustes: que durmieran a sus perros que quedaran vivos y los cremaran.

Que al morir lo bañaran con jabón Zote blanco, lo ungieran con aceite de oliva, lo envolvieran en una sábana blanca, de mil hilos, que lo dejaran solo en su recámara, la última noche y en la mañana, sin esperar a nadie, sin avisarle a nadie, lo cremaran y mezclaran sus cenizas con las de sus perros y para no dar tanta lata, las esparcieran en la presa El Rejón.

Nada de servicios religiosos, decía que quería irse sin hacer ruido, porque había nacido una noche de Navidad, con demasiado arguende y aún se escuchaban los ecos de las bombas estalladas en Hiroshima y Nagasaki y los lamentos y llantos del Holocausto.

Dicen que en su ocaso, como era su costumbre pontificaba: si tengo espíritu, estoy seguro, vagará  por Praga o San Francisco, ciudades donde me hubiera gustado vivir.

De las mujeres a las que di mi amor, seguramente no estarán en mi funeral, pero si asisten, lo harán para verificar mi muerte.