Opinión

Concupiscencias recargadas

  • Por José Oswaldo
Concupiscencias recargadas

Alaizquierda

Por Francisco Rodríguez Pérez

Hace justamente un año escribí en estos espacios periodísticos una serie de textos filosóficos de entre los cuales destacó el relativo a las “concupiscencias”.

Además de la extraordinaria discusión entre Aristóteles y Platón, reseñada nada menos que por el gran filósofo Federico Ferro Gay hay otros elementos que debemos considerar en torno a esos temas, como son los textos ideológicos de Práxedis Guerrero.

Si el año pasado apenas me refería al caso “de moda”, la tragedia de la “troca monstruo”, en este tiempo se han multiplicado ejemplos, en todo el país donde presidentes municipales, como el de Iguala, gobernadores de los distintos partidos, como los de Guerrero, Sonora o Michoacán, por citar algunos, gente del círculo presidencial, el gabinete, los líderes nacionales de los principales partidos políticos, los negociadores de la Iniciativa privada nacional e internacional, los representantes de las trasnacionales, y casos tan corruptos como el de Altos Hornos, están dando la nota al respecto de sus concupiscencias.

Hay un denominador común en esto: la corrupción, la degeneración, los apetitos irrefrenables, enfermos, por la acumulación y el control de poder, riquezas, voluntades, hombres, mujeres, niños, niñas –según las preferencias–, drogas permitidas o “prohibidas”, en fin “placeres” que pretenden disfrutar los seguidores de la concupiscencia, a la que han hecho su diosa y a la que se han consagrado.

Si esto es execrable en el plano individual de los delincuentes llamémosle “comunes”, resulta más odioso cuando las prácticas provienen de los hombres y las mujeres “del poder”, de quienes debiendo estar consagrados al servicio público se dedican a acumular, sin freno y sin fondo, aquellos “placeres” a los que me he referido, para bien propio, de sus “familias”, socios y cómplices.

Si un concupiscente lo es en su esfera individual, el concupiscente desde “el poder” no puede hacer sus “gracias” sin la colaboración del medio que lo rodea. Esa es la gran contribución de Práxedis Guerrero, a la que me referiré en esta y en próximas colaboraciones.

Es tiempo de seguir hablando de estos excesos que quieren hacernos creer que son parte de la naturaleza humana, pero que son, por el contrario vicios adquiridos, pecados, delitos o como quieran llamarlos, gratos a los malvados, a los delincuentes, a los inmorales o amorales, sobre todo a quienes desconocen o reniegan de la ética.

Si esto es así en el plano personal, es todavía peor, recargado diríamos en lenguaje cinematográfico, cuando se trata de las concupiscencias del poder o desde el poder, es decir desde el servicio público que no debiera aspirar a la acumulación de riquezas, fuerzas o controles, no al ejercicio de los dotes “empresariales” con fondos, influencias o transacciones públicas para fines privados, frecuentemente familiares o grupales, en esos nepotismos literales y “ampliados”.

Los enriquecimientos y la acumulación de placeres y disfrutes de todo tipo, especialmente de sexo, mentiras y dinero en el caso de los concupiscentes no son “inexplicables”, por el contrario son del todo explicables, aunque no razonables, ni lógicos, ni mucho menos aceptables.

Como el año pasado, en diversas colaboraciones,he insistido en la ética, en la moral como fuerza de la política. Es obvio que no siempre se toma el consejo, que más bien las costumbres, las inercias y de plano el aprovechamiento, han sido parte del ejercicio del poder político, hasta que la realidad, con toda su crudeza, les da una lección.

El año pasado fue una terrible lección: mezclada entre la sangre y la tierra, la tragedia chihuahuense hizo aflorarla corrupción, el desdén por la ética y el desprecio por lo mejor de la política; hizo evidentes, por el contrario, las concupiscencias del poder.

Pero aquel ejemplo, aquella terrible lección ha sido empequeñecida por los escándalos internacionales de Iguala, Guerrero, Michoacán o Sonora, entre otros, amén de los del pasado, en Tabasco, Chiapas o Coahuila, por citar sólo algunos.

No se trata, ahora, como decía el año pasado, de echar leña al fuego, de señalar algo “que todos hacen pero a éstos se les descubrió”, o de escupir para arriba y decir “nosotros no vamos a hacer eso”.

Este es, otra vez, un buen momento para insistir en la ética, para recuperar el valor de la política, como la ciencia y la práctica del bien, como la continuación de la ética, no de la corrupción y otras desviaciones.

Es buena ocasión también para insistir en la sabiduría clásica, en la sabiduría griega y, más propiamente, en el idealismo platónico, tan abandonado en estas épocas de acumulación privada y patrimonialismo ejercido desde los puestos de poder.

Si los griegos entendieron, como pocos, la tragedia, también descubrieron, desarrollaron y enseñaron, desde imponentes preceptores y magníficos preceptos, la práctica del poder desde la ética, desde la individualidad, el comportamiento ejemplar de los “poderosos”. En ello coincidieron, y en ello se distanciaron, Platón y Aristóteles, su discípulo.

En detrimento del idealismo platónico, se impuso el materialismo, el “pragmatismo” aristotélico, que en política no fue una contribución excelsa, como hizo en otros órdenes del conocimiento, sino una desgracia, tanto o más que su justificación del esclavismo. Aristóteles en política no vio más allá, por eso quizá ha tenido más seguidores que Platón, pero es a éste a quien debemos seguir estudiando.

Desde la perspectiva de Platón el poder será, más bien una carga que una tentación, pero se soportará por el bien de la comunidad. No será esta clase gobernante la más afortunada, sino la más verdaderamente feliz, decía bellamente Platón.

Siempre será grato y edificante volver a lo que enseña y exige Platón a los poderosos. Vale la pena abundar en ello en próximas colaboraciones, porque si en ningún campo nos es permitido improvisar, mucho menos debería darse la improvisación en la tarea más alta de la cual pueda verse investida una persona: la de gobernar su comunidad.

Insistiré, no obstante, como el año pasado: Si se hace caso de las recomendaciones de Platón, si la clase política tiene a la ética como marco de su conducta, menos probable serían los excesos y las tragedias. La realidad terca se opone a las concupiscencias de los políticos, que no han entendido el sencillo y seguro camino de la ética.

Alejados de la ética y la moral, los poderosos se hartan de corrupción, se solazan al utilizar los puestos públicos y la información privilegiada para enriquecerse, para acumular, para mezclar los intereses públicos con sus negocios privados. Y de pronto, más temprano que tarde, la tragedia les arde en las manos, ante la mirada atónita del mundo.

Si los poderosos de ahora creen que encuentran en su oficio el modo fácil de enriquecerse, si se ven a sí mismos, a sus familias, a sus amigos, a sus “compas”, como “buenos empresarios”, que vayan entendiendo la raíz de la tragedia chihuahuense y reflejándose en ella, como decía el año pasado para estas fechas.

La ética, aunque la hayan querido desprestigiar, es una base segura para la política, y ésta puede ser su continuación si se atiende y se procede, mínimamente, como enseñaba Platón, para evitar al menos la mezcla corrupta de los negocios privados con el servicio público.

Las concupiscencias destruyen, al final, lo mismo al concupiscente que al medio que lo rodea y lo hace posible.

Las tesis de Práxedis Guerrero en sus textos ideológicos, así lo enseñan: “Buscando la felicidad, muchos individuos pasan el tiempo dedicando sus faenas a la defensa de intereses falsos, alejándose del punto objetivo de todos sus afanes y aspiraciones: el mejoramiento individual y convirtiendo la lucha por la vida en la guerra feroz con el semejante”.

La mayoría de las gentes, denuncia Práxedis, engañadas por la apariencia de sus falsos intereses, así caminan por el mundo en busca del bienestar, llevando por bandera este principio absurdo: hacer daño para obtener provecho.

Desde ese punto de vista, la concupiscencia, como la tiranía, es resultante lógica de una enfermedad social.

Dice Guerrero: “(…) donde hay materias putrefactas sobreviene el gusano; dondequiera que asoma y se desarrolla un organismo, es que ha habido y hay elementos para su formación y nutrimento. Las tiranías, los despotismos más sanguinarios y feroces, no quebrantan esa ley, que no tiene escotillones. Existen, luego a su derredor prevalece un estado especial de medio ambiente, del cual ellos son el resultado. Si ofenden, si dañan, si estorban, ha de buscarse su anulación en la transformación de ese mórbido medio ambiente (…)”

Destruir al concupiscente, dejando en pie el medio corrupto y corruptor, en términos de Guerrero“equivale a procurar la desecación de un pantano matando de cuando en cuando las sabandijas que en él nacen”.

Hay otra aproximación de Práxedis más cercana al tema de hoy: “Tiranos y criminales vulgares están igualmente sujetos a la ley natural del determinismo, y aunque sus actos nos horroricen e indignen, hemos de convenir con la justicia en la irresponsabilidad de unos y otros; pero sin llegar a las consideraciones absolutas, podrá decirse que la tiranía es el más disculpable de los crímenes, porque ningún individuo puede cometerlo si no concurren a ello circunstancias muy complejas, extrañas a su voluntad y fuera del poder del hombre más apto y mejor dotado de cualidades para el mal. En efecto, ¿existiría un tirano sobre un pueblo que no le diera elementos para sostenerse?”

Práxedis abunda en su explicación: “Un malhechor común puede cometer sus fechorías sin la complicidad de sus víctimas; un déspota no vive ni tiraniza sin la cooperación de las suyas, de una parte numerosa de ellas; la tiranía es el crimen de las colectividades inconscientes contra ellas mismas (…)”

Las concupiscencias, entonces, no se acaban denunciando, encarcelando o incluso matando al concupiscente. Es el medio putrefacto el que debe cambiarse para impedir la existencia de las concupiscencias del poder y desde el poder.

Ya lo decía Platón: Las leyes se han elaborado para el bien común de todo el Estado; quien gobierna debe producirlas para reprimir las concupiscencias, persuadir y obligar al mejoramiento de la ciudadanía. ¡Hasta siempre!