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Muerte en el desierto

  • Por José Oswaldo
Muerte en el desierto

Por Daniela Jiménez

Se hincó con el último hálito de aliento. Esperaba con resignación la bala que atravesaría sus sueños de construir una vida mejor para él y su familia, alejada de todo aquello. Hacía dos semanas había renunciado a la corporación. No quería saber nada más de pistolas, ni de persecuciones a sicarios o de levantamientos de cuerpos en los caminos a los municipios vecinos. Estaba cansado del caos de los últimos años y quería salirse antes de que aquella furia lo arrastrara también a él, como lo hizo con sus compañeros. Pero era tarde. Lo supo cuando sintió en la boca el sabor amargo de ese polvo que anuncia la muerte de los que habitan este desierto de Chihuahua.

Lo emboscaron esa mañana. A una cuadra de la que fue la casa de sus padres, en la colonia El Porvenir, dos jóvenes aparecieron a cada uno de sus costados y lo saludaron como viejos conocidos. Él trató de fingir cordialidad hasta que reparó en el cañón que le punzaba la espalda baja, a la altura del riñón.

“¿Qué le voy a decir a Alicia?”, pensó mientras viajaba en la cabina de una camioneta con las manos atadas con cinta canela. Desde el primer encuentro con los dos hombres y hasta ese momento habían transcurrido cuatro horas. Él le había prometido a su mujer que volvería de inmediato, para comer con su suegra y despedirse del resto de la familia. Esa noche, tanto él como Alicia y los niños partirían al otro lado de la frontera, donde vivirían lejos de calles violentas y ajustes de cuentas.

Al cabo de unos minutos más, el conductor de la camioneta se detuvo y, junto al otro sujeto, lo obligó a descender. No sabía dónde estaba, pero pronto reconoció esa tierra seca que rodea los cuerpos inertes de las víctimas de esta guerra. Entonces entendió que la suerte estaba echada y que para él no habría otro sol en ningún otro lugar.

Mientras los sujetos charlaban a varios metros de distancia, él permanecía de pie, inmóvil, en medio de la nada y bajo el ardor de una tierra casi maldita. Entonces comenzó a recordar uno a uno los acontecimientos de ese día: “espérame, Alicia, nomás voy a despedirme de mi primo Arnoldo y regreso para ir con tu mamá y preparar lo que nos hace falta para el viaje”, fue lo que le dijo a su esposa al salir esa mañana. Ahora, se preguntaba, ¿Quién iba a darle la noticia a Alicia? ¿Cuándo y cómo iban a encontrar su cuerpo empolvado y frío en medio de aquel camino?

De pronto, y casi en estado febril, comenzó a perder la conciencia de la realidad en la que se encontraba y se fue al pasado. Fue así como recordó la imagen de sus padres y de sus abuelos y la época en la que soñaba con ser policía, superhéroe o astronauta. En su mente también surgieron las escenas de su infancia junto al primo del que no podría despedirse nunca y de los niños de la colonia con quienes se reunía afuera de su casa. Entonces aparecieron las sonrisas de sus dos hijos cuando los enseñó a andar en bicicleta y a sumar y a restar, y se reconoció así mismo como un buen padre, aunque ahora estuviera a punto de abandonarlos.

Estaba tan inmerso en sus pensamientos que ni siquiera se percató del timbre del celular del conductor ni del momento en que se acercaron los dos hombres hacia él empuñando el arma que hacía varias horas le causaba escozor en la espalda. Apenas alcanzó a hincarse cuando el tiempo se disolvió en sus manos y una bala le apagó la memoria.