Opinión

Oraciones y valores para gobernantes

  • Por José Oswaldo
Oraciones y valores para gobernantes

Alaizquierda

Por Francisco Rodríguez Pérez

Angustiado por la situación que nuestro país padece en la actualidad pero influido, a la vez, por el estudio de las utopías y los grandes ideales y valores de la humanidad, hace tiempo había tenido la idea de abordar el asunto de la política y más concretamente de los políticos y los gobernantes, desde el punto de vista de la fe, la religión y la teología.

Debe haber –pensé– alguna conexión, algún mensaje, algunas palabras capaces de llegar al inconsciente y al subconsciente, a la conciencia y a la razón, pero sobre todo a la fe de nuestro pueblo y sus gobernantes.

Es necesario que los gobernantes se den cuenta, en medio de la prisa, los intereses y los oropeles del poder, que viven y actúan entre la sumisión y la exigencia, entre la resignación y la rebeldía, entre el conformismo y la lucha por la justicia.

En fin, deben entender que más allá de la frenética acumulación de poder, económico, político, ideológico, etc., son humanos, con aciertos y errores.

Es indudable que los políticos deben estar en diálogo con los ciudadanos y forjar su trabajo desde una concepción propia del campo de los valores y los ideales.

Luego se me critica porque suelo usar la palabra “deber”, pero ahora les digo que por el hecho de que un deber–ser se incumpla, no tiene que descartarse del mundo de la realidad para arrojarlo al de los espejismos; que la validez de una meta no puede hacerse depender solamente de su conquista, pues si así fuera tendríamos entonces que encasillar los valores entre las curiosidades inútiles.

Encontré, pues, un camino sencillo pero que creo resulta grato a nuestro pueblo, desde la perspectiva católica. Es una forma de acercarme al tema y aquí se los comparto, con el compromiso de seguir hurgando en estas cuestiones desde otras perspectivas.

“El libro de mis oraciones” de Heriberto Jacobo M., obra que recibe alojamiento y constante consulta en miles o millones de hogares mexicanos,  incluye la “Oración por el Presidente de la República”: “Dios y Señor nuestro, de quien procede toda autoridad legítima, concede a nuestro primer mandatario un atinado ejercicio de su mandato, para que, respetando siempre tus derechos, busque promover, como es tu voluntad, la paz y el bienestar de tu pueblo. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.”

También la “Oración por todos los gobernantes”: “Te pedimos, Señor, por todos los que tienen en sus manos los destinos de nuestra patria. Haz que comprendan su función de promotores del orden y la paz, y reconozcan que tú eres el Padre de todos los hombres, el que conduce la historia humana, el que inclina los corazones a la bondad, el que bendice el pan, santifica el trabajo y el dolor y nos da la alegría y el remedio que ellos no pueden dar.

“No teman que tu Iglesia usurpe sus prerrogativas y déjenla libre para creer y predicar la fe, para amarte y servirte, para llevar a los hombres el mensaje de vida, para extender por todas partes, sin trabas, la buena nueva del Evangelio de la paz. Y que nosotros, honrando su autoridad y respetando su función, seamos siempre ciudadanos leales en el cumplimiento de las leyes justas, y promovamos la paz y el progreso. Amén.”

Finalmente, citaré una breve, pero profunda “Oración por la paz y la justicia”: “Dios nuestro, que llamas hijos tuyos a los que promueven la paz, concédenos trabajar incansablemente por establecer la justicia, sin la cual es imposible garantizar una paz auténtica y duradera. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.”

En este tema resulta imprescindible, de obligada consulta como suele decirse, la grandiosa obra, que ya he citado y analizado en otras ocasiones: “Aprender a vivir”, del padre Rafael Gómez Pérez, S. J.

A partir de aquí, y hasta el final, la referencia corresponde a esa gran aportación con la esperanza que la tomen para sí todas las personas que lo deseen, pero particularmente los hombres y las mujeres del poder:

Todos tenemos una escala de valores. Hablar de una “escala de valores” puede dar la impresión de un tema muy elevado o de un lenguaje filosófico difícil de entender.

Sin embargo, el tema aún siendo filosófico es profundamente humano y extraordinariamente interesante.

Una personalidad formada supone una escala de valores que rijan nuestras acciones. Siempre procedemos por la ley de “elegir el mayor bien”, pero si no tenemos un criterio recto para medir los bienes o valores de la vida, corremos el grave peligro de equivocarnos rotundamente y fracasar en nuestra vida.

Los niños “viven su vida” con apasionado interés. Los niños nos dan ejemplos maravillosos en los que deberíamos reflexionar. Cuando el niño empieza a andar no lo logra al primer momento, ni en el primer día, ni en la primera semana. Quiere ponerse de pie y se cae, vuelve a levantarse y tal vez logre sostenerse, pero quiere avanzar y sus piernecitas flaquean y vuelve a visitar el suelo. Y así una vez y otra vez, un intento y otro intento. La lección que el niño nos da es “que  nunca se desalienta” en sus intentos de llegar a caminar.

Pero los “valores” de los niños son siempre algo que proporciona un gusto a sus sentidos: algo que endulce su paladar o que sea suave a su tacto, o que encante sus oídos o que llame la atención de su vista como el movimiento o los colores.

Si el niño sólo recibe de sus padres golpes o privaciones de lo que agrada a sus sentidos, llegará a aborrecer a sus padres. El niño pequeño no entiende de razonamientos y es profundamente egoísta. Si tiene ante la vista la charola del pan, su elección será siempre buscar la pieza del pan “que más le guste”.

Todo niño tiene “una escala de valores”. Para él vale siempre más lo que más le agrada. El niño no escoge lo que más le conviene a su salud o a su preparación para la vida, o a lo que signifique más gratitud hacia los que lo aman. No.

El niño tiene como criterio de sus acciones “lo que más le agrada”.

También los adultos tienen su “escala de valores”. Y cuando los adultos no se han instruido, proceden infantilmente. Proceden con el mismo criterio de los niños: escogen “lo que les agrada”, “lo que les gusta”.

Los habitantes de América, al tiempo de su descubrimiento, se deslumbraban con los espejos que traían los extranjeros y con las cuentas de vidrios de colores y quizás muchas otras “baratijas”.

Los buenos indios creían hacer un gran negocio cambiando su oro por espejitos o por cuentas de vidrio con tal que fueran de colores. Su escala de valores era subjetiva, lo objetivo, lo real, lo verdadero es que el oro valga mucho más que los espejitos y las cuentas de vidrio de colores… Pero los indios invertían los valores.

También, los adultos que nos decimos “civilizados” tenemos nuestra “escala de valores”. Cada uno le ponemos un valor, tal vez diverso, a las casi infinitas acciones que podemos ejercitar o a los bienes de que nos apoderamos con nuestras acciones.

Para el borracho empedernido el primer valor es una botella de su vino preferido, después valorizará otras cosas como su trabajo o el amor a sus hijos. Lo primero es el vino “que le gusta”. En este sentido es infantil. Su escala de valores la determina el gusto sensible.

Para el avaro el primer valor es el dinero. Y prefiere padecer hambres o andar andrajoso que gastar su dinero.

Para el perezoso el primer valor es la cama. La inmensa (para él) comodidad de no hacer nada. Pasar las horas meciéndose suavemente en una hamaca es su mayor placer, es su primer valor. El trabajo, el dinero, el deber son secundarios.

Para el lujurioso el mayor valor y el mayor placer es la actividad sexual, aunque sea desordenada, aunque viole un derecho. En su escala de valores la lujuria es lo primero.

Para el vengativo la venganza de su rival es lo primero. Y arriesga la vida y arriesga la pérdida de su libertad en una cárcel y es capaz de dar todo su dinero con tal de vengarse.

Y así podríamos continuar con todos los desórdenes humanos.

De estos ejemplos una cosa debemos aprender: debe existir una escala de valores real, objetiva, verdadera. Una escala de valores tal, que si nosotros tendemos a apoderarnos de ellos, por su orden jerárquico, nos engrandezcamos, nos elevemos, nos sintamos más humanos, más felices, más auténticamente formados.

En una escala objetiva de valores, la primacía del orden moral objetivo ha de ser aceptada por todos, puesto que es el único que supera y congruentemente ordena todos los demás órdenes humanos, por dignos que sean, sin excluir el arte.

En una escala de valores objetiva y por consiguiente real, apoyo verdadero de toda formación, lo inferior se subordina a lo superior y lo superior a lo supremo. Lo divino, lo eterno, es lo supremo. Lo superior es el espíritu y lo inferior es el cuerpo. El cuerpo debe prepararse y fortificarse para que sirva al espíritu y el espíritu debe prepararse para servir a lo supremo. El apetito debe subordinarse a la razón y la razón a Dios.

El error lleva lo superior a lo inferior y eleva lo inferior a la categoría de lo superior.

El error desconoce o niega lo supremo. Pero en esta inversión de valores está la ruina de lo humano.

La personalidad humana es lo más valioso del universo y si esta personalidad no se guía por un criterio objetivo de elección, es decir, si no tiene una escala de valores objetiva que rija sus acciones, nunca se educará, nunca aprenderá a vivir.

Es doloroso ver a una personalidad frustrada que se ha habituado a proceder en forma indigna: los que viven robando, los que siempre mienten, los que se consumen de envidia, los que matan por dinero, los que se idolatran cuando podrían educarse y ganar el pan de cada día con honradez, con profunda satisfacción, podrían apoyarse siempre en la verdad, buscar la autenticidad de su vida, tender a lo alto, saber amar, aprender a sacrificarse por los demás como los Kennedy y Luther King.

El hombre es esencialmente ambivalente, es decir, puede engrandecerse o puede degradarse. Puede triunfar o puede fracasar en derrotas interiores. El interior del hombre es lo que importa. El juicio que con verdad demos de nosotros mismos. No el juicio que den otros, probablemente mal informados. Debemos dignificar nuestras intenciones. La intención es lo que da valor a nuestras acciones.

Las derrotas en el orden económico, por una vida de pobreza, no son verdaderas derrotas, la incapacidad para el trabajo por una enfermedad, no es degradante, los problemas de adaptación social no son signos de fracaso.

El único y verdadero fracaso es vivir miserablemente engañado y poseer una escala de valores equivocada.

En una escala objetiva de valores, la religiosidad suele tener el primer lugar, es el primer valor porque relaciona al hombre con Dios que es su último fin y en quien encontrará su felicidad definitiva.

El Mariscal Petain fue coronel en la Primera Guerra Mundial. Era entonces un joven muy brillante, una esperanza auténtica para el ejército francés. Sus superiores le estimaban por su gran valor intelectual y patriótico. Una vez le llegó una comunicación del Ministro de la Guerra: “He sabido que unos oficiales de su regimiento van a la iglesia y comulgan diariamente. Investigue quiénes son y mándeme en un oficio sus nombres”.

El coronel Petain no se preocupó mucho por el comunicado, se sentó a su mesa y comunicó al Ministro de Guerra: “Señor Ministro, no me es posible enviarle los nombres que desea de los oficiales de mi regimiento, porque como yo también comulgo y ocupo la primera banca en la iglesia, no puedo volver la cabeza para ver quiénes están detrás de mí”.

El Ministro de la Guerra no le volvió a escribir sobre ese tema.

Petain era valiente. Prefería perder su carrera militar a la cobardía de considerar dignos de castigo a sus oficiales, por cuestiones de fe.

En fin, al recordar estos ejemplos de valor, tenemos que referirnos al mayor de todos: Santo Tomás Moro, padeció cárcel, torturas y la muerte, pero no cedió sus ideales y sus valores frente al despótico Rey. Ahora es, desde la cristiandad y el catolicismo, el Santo Patrono de los políticos, de los gobernantes. Allí están un grandioso ejemplo y una lección de vida. ¡Hasta siempre!