Noticias

La velación

  • Por José Oswaldo
La velación

Por Tomás Chacón Rivera

Gertrudis abandonó la casita después de haber visto a Ignacio y huyó de allí. Con el temor y la prisa tropezó pocos metros antes de llegar al hogar. Una sorpresa invadió sus ojos cuando alzó la vista y encontró a un grupo de gente enlutada que entraba por la puerta principal de la casa grande. El viento aminoró su fuerza. La perplejidad al ver tanta gente le impidió moverse por un rato. Un río de dudas se desbordaba en su cabeza, sabía que era necesario hacer algo de inmediato.

Se puso de pie pero la cabeza le daba vueltas, su rostro ardía a pesar de la fresca noche. Entonces acercó el cuerpo a la pared buscando humedad en los ladrillos, eso la calmó un poco y se dispuso a entrar. Al abrir la puerta había un murmullo familiar por todas partes, la atmósfera ya era de día y le parecía extraño que aquellas personas estuvieran tan tranquilas aun sin haberse anunciado ante ella.

-Debí haber cerrado todo, ¿Por qué lo olvidé? –Se dijo.

Ella llegó al pie de la escalera y en la sala de arriba, una mujer cincuentona, con un moño negro en el pecho y una voz todavía vigorosa, estaba dando indicaciones a otras dos. Luego escuchó el ruido de una puerta que se cerraba en una de las habitaciones altas. Muy cerca de ella pasó una anciana de rostro pálido que subió lentamente la escalera, ésta habló con la mujer que daba órdenes mientras una joven bajaba. Gertrudis quiso detenerla pero ésta ni siquiera la miró y fue hacia la cocina.

En ese momento comenzó una conversación a sus espaldas, sorprendida giró su cuerpo y presa de la desesperación se encaminó hasta uno de los sillones; había tres hombres de edad madura y una mujer que lloraba.

-No estés tan seguro Patricio Alvarado, quizá tu hermana tenga razón. –Marcó el hombre flaco de lentes.

-Lo que mi hermana dice no es razonable, Pascual. –Dijo Patricio con decisión.

A Gertrudis le pareció familiar el tal Patricio y se percató que era el más calmado, pues mientras los otros se veían un tanto nerviosos, éste se mantenía quieto tocando su abultado bigote como quien piensa meticulosamente.

-Además, -agregó Patricio- Nacho es una persona de confiar y si él ha dicho que no fue el violador y asesino, yo le creo.

-En efecto, -dijo la mujer- Ignacio no puede ser capaz de semejante barbaridad, en cambio Raúl, ese hermano jorobado que tiene, sí creo que ha de ser el culpable, hay algo en sus ojos que lo delata.

-Por fortuna ya está preso y no pasarán más cosas en esta casa. Por otra parte, estoy de acuerdo con mi mujer, Pascual. Debemos tener en cuenta que el tal Raúl ese, no es una persona del todo normal. Estuvo muchos años en ese manicomio de General Trías, luego fue encontrado en las cuevas con tarahumaras allá por el río Chuvíscar y lo trajo el hermano. No sé por qué lo dejaste entrar en esta casa Patricio.

Terminó de hablar el tercer hombre y Gertrudis dijo apresurada:

-¡Señores! ¿Podrían decirme qué es lo que pasa aquí?

Pero no fue escuchada por nadie y Patricio comentó:

-La verdad es que todos pensamos que era inofensivo, nunca salía de la casa de criados. Estaba controlado por Ignacio, jamás pudo trabajar en algo mientras estuvo aquí y en realidad siempre lo tuvimos como un débil mental que…

-Sin embargo, -interrumpió Pascual- mi querido licenciado Simón Rentería, creo que usted y su esposa pasan por alto el hecho de que los dos hermanos pudieran estar en complicidad. Y tu…

-¡Mira primo! –Dijo Patricio.

Pero en ese momento se oyó un grito de mujer desde la planta alta, su queja era extensa y dolorosa. Luego apareció a la vista de todos al pararse ante el barandal de arriba. La anciana y las otras mujeres trataban de calmarla pero la joven escupía constantemente y empujaba a diestra y siniestra. Solo cuando Pascual subió inmediatamente pudieron controlarla.

Gertrudis estaba hecha un mar de confusiones, fue a sentarse al pie de la escalera con las manos en la cabeza y gritaba:

-¡Basta! ¡Paren! ¡Paren! ¡Salgan de aquí! ¡Déjenme tranquila! ¡Fabián! ¿Dónde estás? Ayúdame, soy tu esposa. ¿Qué es esto?

Y nadie la escuchó. En la planta baja, la mujer y los dos hombres siguieron hablando. Gertrudis comenzó a llorar. El viento hacía sonar una pena en las ventanas. Pascual y la mujer del moño pasaron muy cerca de ella y escuchó que decían:

-Hay que resignarse mujer, el cuerpo de Lucrecia ya va a tener paz. Y en cuanto a su hermana, ya se mejorará y nos dirá quién fue.

-Mucho me temo que no será así. –Comentó la mujer.

Gertrudis se levantó y gritó con fuerza a la pareja:

-¡Ya basta! ¡Quiero que salgan todos de aquí!

Pero su voz desvaneció por un momento las imágenes del hombre y la mujer que nunca atendieron su petición.

La pareja tomó asiento en un sillón y el resto de los concurrentes permanecieron alejados en torno a otra conversación que casi no se oía.

-Estoy segura que fue Ignacio –dijo la mujer con moño negro.

-Me temo que todos están contra ti, prima.

-Ya no quiero que siga trabajando aquí.

-Eso es algo que solo Patricio puede decidir y desgraciadamente para ti, Ignacio dice que es inocente.

-Pero pascual, ¡fue él, fue él!

-¿Y cómo lo pruebas!

Ambos guardaron silencio y Gertrudis se acercó. Fue entonces cuando se dio perfecta cuenta de que aquella mujer del moño era muy parecida a la vieja Camila. Miró los demás rostros y como ninguno le pareció familiar, dijo angustiada a la primera:

-Usted es la única que puede explicarme lo que pasa aquí. ¿Quiénes son todos los que están entre nosotras? ¿Por qué no está aquí Fabián? ¿Qué es lo que pasa, por Dios?

No hubo respuesta. En cambio, la presunta Camila dijo:

-¡Patricio!

El se alejó del otro grupo y se acercó diciendo:

-¿Sí?

-¿Qué vamos hacer con Rosario si no se compone?

-No sé, supongo que tendrá que volver al sanatorio –contestó.

-Pero tiene que ser pronto, sufre mucho la pobre. –Completó la mujer.

-Está bien, está bien. No tienes porque apresurar las cosas de esa manera. Te ruego que tengas calma.

Cuando él calló, alguien tocó a la puerta. Gertrudis se sobresaltó. De la cocina vino la joven y abrió, del otro lado estaba un sacerdote gordo y calvo. La anciana dijo entonces desde arriba:

-Pueden subir.

Todos acudieron.

-¿Y ahora qué va a pasar? –se dijo Gertrudis.

Todo le parecía absurdo, pero su curiosidad no la abandonó, subió también las escaleras. En la sala de arriba había ocho personas, todos rodeaban un ataúd que llamó la atención de Gertrudis. Ella se unió al grupo y buscó de inmediato a Camila que allí estaba junto al tal Pascual. En ese momento comenzaron los gemidos y las lamentaciones, las cuales cesaron solamente cuando el cura habló:

-¡Señor! Henos aquí, ante los restos de tu hija Lucrecia Alvarado Flores, la que en vida…

Gertrudis se alejó de la concurrencia, caminó en dirección al cuarto contiguo de doña Camila. Abrió lentamente la puerta, en la cama estaba una joven mujer ojerosa y de cabellera suelta, dos mujeres mayores la atendían; una le sobaba todo el cuerpo con nerviosismo; la otra humedecía en un recipiente un manojo de hierbas que después sacudía alrededor de la cama. La joven tenía una expresión de terror en los ojos mientras gruñía. A Gertrudis le dio miedo y abandonó de inmediato aquella habitación.

Volvió a la sala y se mezcló entre las personas. De pronto estaba ante el ataúd y echó una mirada adentro, sorpresivamente encontró un esqueleto completo, se llevó la mano a la boca y recordó aquel sueño donde ella bajó al pozo.

-¡El está aquí! –gritó.

Caminó nerviosa entre todos. Estaba muy tensa y la cabeza volvía a darle vueltas. Nadie le hizo caso, solo escuchó en el ir y venir que la mujer del licenciado dijo en voz baja:

-Simón, ¿no sientes algo extraño aquí?

Son tus nervios Agapita, déjame escuchar al cura.

Y Gertrudis bajó la escalera muy desconsolada diciendo a grito abierto:

-¡Es él! ¡Está en la casa de criados! ¿Por qué no me escuchan?

Pero el sudor, la pena y el aturdimiento en su cabeza terminaron mareándola y cayó muy tensa al suelo, hundida en un ataque de histeria.