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Parir el exilio: Crónica de una fuga sin retorno

  • Por Miguel A. Ramírez-López

Por Miguel A. Ramírez-López.- Fredy y Marta se conocieron en travesía. Él venía huyendo de Honduras. Ella, de regreso a Houston. Coincidieron en un autobús que avanzaba hacia el norte, en esa franja invisible que no figura en los mapas: la ruta migrante. No hubo flechazo, sólo un gesto. Compartir una botella de agua y una que otra palabra en inglés entre tanto ruido.

Dos acentos rotos que apenas se entendían. Él, con su acento catracho, haciendo que las «eses» se le vayan en un suspiro; la típica jota que apenas se escucha; y cada palabra, llena de diminutivos, que suena cercana, como la plática confiada de la esquina. Ella, con el habla chicana, siempre escapándosele un vaivén de inglés-español: el spanglish haciendo de las suyas, soltando expresiones como si cambiara de idioma sin darse cuenta y, sobre todo, con el deje que revela tanto la calle de allá como la raíz de acá. Algo nació ahí. ¿Amor? Tal vez. O algo que se le parece cuando se viaja con hambre y miedo. Con el tiempo, ese trayecto se hará también con un hijo creciendo en las entrañas, una realidad que acompaña el camino de los migrantes.

Separados por la frontera

Fredy es de San Pedro Sula. Vivió cinco años en El Paso. Soñaba con levantar una casa, criar animales, sembrar maíz. “Mi solar, mis animalitos. Pero me olvidé de Dios en el camino”, dice. Marta, ciudadana estadounidense, hija de migrantes mexicanos, vivía en Houston.

Un retén migratorio en Texas los separó. A él lo bajaron del autobús. Ella, impotente, siguió. Fredy pasó dos meses encerrado en un centro de detención en Nuevo México: la cama de cemento, la luz fría, nombres que se olvidan por el miedo. El 17 de mayo lo deportaron a Honduras. Sólo se quedó un día. Abrazó a su madre, le tomó una foto y prometió no volver a quedarse. “Ese ya no es mi país” manifiesta rotundamente.

El regreso a pedales

Con 30 dólares que Marta le mandó, compró una bicicleta.

“Me casé con la bicicleta, con mis rodillas y con el campo”, dice riéndose, como quien disfraza el cansancio con ironía.

Desde Chiapas pedaleó tres días. Durmió en la carretera. Mendigó comida. Tragó polvo y silencio. El hambre y los calambres se hicieron rutina.

En Villahermosa encontró un tráiler vacío. Se subió sin permiso. “Dije: perdóname, carnal, pero tengo que llegar”. Así cruzó hasta Acayucan. Después vino Veracruz: retenes, vigilancia, huidas.

En la Ciudad de México, con el poco dinero que Marta le envió, alcanzó a comprar pan antes de bajar a las vías del tren. Dos hombres con machetes lo acorralaron. Le quitaron el teléfono y la comida. Estuvo a punto de ser golpeado. No obstante, unos desconocidos le salvaron la vida. “Aquí nadie te hace un favor. Es raro quien te tiende la mano”.

El reencuentro fallido

El plan era reunirse en Reynosa. Marta había dejado Houston: su empleo, la rutina y esa comodidad. “Iba esperando un tren para Monterrey, pero me subí a otro que iba para Chihuahua”, cuenta él. Comprendió cuando ya era demasiado tarde. Intentó accionar el freno —sabía cómo hacerlo—, pero no pudo. El tren rugía como un animal ciego, y él solo atinó a mirar cómo la ruta de su cita se alejaba. “Mejor le dije que viniera para acá”.

Ella cruzó Texas, entró a Reynosa y de ahí tomó un autobús rumbo a Chihuahua. Fueron doce horas de viaje, contracciones intermitentes y el cuerpo hinchado.

En su reencuentro pasaron la noche en la Central de Abastos y allí les robaron el celular mientras dormían. “Ni los zapatos traía puestos el ladrón”. Pensó en correr, pero se contuvo: “Aquí, si le pegas a alguien, aunque sea un ladrón, te meten a la cárcel”, menciona él, mientras aprieta los dientes y el puño.

Más tarde, se vieron obligados a pernoctar en la central camionera. Poco después, los dolores se hicieron insoportables. La presión subía, el riesgo para el bebé crecía. La cesárea era inevitable.

Entró al hospital de noche. A las 6:33 de la mañana nació su hijo.

Un nacimiento en el abandono

Mientras ella estaba internada, la tragedia llegó en silencio. Les robaron todo: dos celulares, la ropa del bebé, los regalos del baby shower. Sólo quedó el portabebé. Él volvió a la central y encontró las mochilas abiertas como cuerpos vacíos.

Ahora sobreviven con lo mínimo. No han podido tramitar el acta de nacimiento ni regularizar su estatus. Llevan menos de dos semanas en Chihuahua, pero sus cuerpos arrastran el peso de más de dos meses de camino, asaltos, hambre y cansancio. Marta, nacida en Estados Unidos, aprendió a ocultarlo: “Si saben que soy del Chuco, creen que tengo dinero. Me pueden robar o secuestrar”. La etiqueta de estadunidense aquí no abre puertas, marca objetivos. “Es mejor que piensen que soy como él, hondureña”.

Resistir sin perder

Comparan sin rencor. “Allá en un día haces lo que aquí en dos semanas”, dice ella. Él asiente. No se quejan. “Mientras estemos juntos y el bebé esté bien, da igual de qué lado estemos”.

Fredy recuerda a su primera señora, muerta en 2020, con quien también cruzó trenes y fronteras. Recuerda a su madre. Ocho años sin verla. Un sólo día juntos. Marta recuerda cuando vendía suplementos para sobrevivir mientras él estaba preso.

A veces bromean sobre edades inventadas. Él nunca se casó; ella sí. “Siempre cambiando de mujer en mujer. Nunca nada estable”, dice él. “Ahora sabe lo que es tener responsabilidades”, responde ella.

Han aprendido por las malas. Hambre, golpes, pérdidas. “La vida te enseña a valorar mientras tienes. Porque no sabes si vas a tener la misma oportunidad otra vez”, dice Marta.

Fredy acaricia la cabeza del bebé:

—Pero todo va a salir bien.

Dudas y heridas

Pero no todo es esperanza ni unión. Marta carga con heridas verbales. La violencia que Fredy ejerce sobre ella se cuela en órdenes y arranques irascibles.

“Hay días que duele más el alma que el camino”, dice ella en voz baja, consciente de que la lucha por sobrevivir también se encuentra en la sombra de su pareja.

Fe en la incertidumbre

Su historia es la de quienes cruzan fronteras para sobrevivir. Pero también la de quienes se atreven a «amar» en movimiento, sin papeles ni promesas, con lo poco que se tiene, cuando lo poco es todo.

“Nunca voy a perder la fe —dice Fredy—. Mientras Dios me dé vida, nunca voy a perder la fe”.

Fredy y Marta siguen en tránsito, como tantos otros. En 2024, más de un millón de personas han sido detenidas en México, y miles deportadas desde Estados Unidos. La ruta migrante no termina en el cruce: se extiende en cada parto, cada pérdida, cada fe que se rehace en el camino.

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