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El automóvil del profesor

  • Por José Oswaldo
El automóvil del profesor

Por Paúl Adrián Torres Terrazas

Nos reunimos en un café del paseo Bolívar para discutir y compartir el resentimiento de reprobar la materia. En un grupo integrado por 36 alumnos, sólo pasaron ocho y no con buena calificación, nadie alcanzó un promedio más alto de siete.

Al recoger el trabajo final, no hubo ni una corrección, las páginas parecían intactas, como si ni siquiera hubieran sido revisadas.

Algunos compañeros, los más aplicados, fueron a hablar con el profesor de química y después, al no recibir ninguna solución, acudieron al director del Bachilleres, quien no quiso intervenir.

Ellos ya habían agotado todas las alternativas formales. No estábamos ahí para hablar de soluciones, nos movía el consecuente coraje por la sinrazón de lo sucedido.

-La vida es injusta y la escuela aún más –comentaban algunos compañeros.

Ya habíamos bebido unas cervezas cuando decidimos ir a robar el automóvil del profesor. Buscábamos alguna forma de restarle autoridad, algo para hacerlo sentir vulnerable. Incluso las mujeres aceptaron participar en la venganza. El rencor era ecuánime y nos volvía iguales, atados por las mismas circunstancias.

Se rumoraba que el banco quería desalojarlo porque estaba muy retrasado con los pagos de la hipoteca y habían acudido a sacarlo de la casa dos días antes de entregar calificaciones. Entonces reprobó a la mayoría de sus alumnos por amargura. También se decía que algunos compañeros pasaron porque le entregaron dinero.

Algunas versiones contaban que horas antes de subir las calificaciones al sistema, el profesor de química aceptó un soborno por modificar la boleta. Quizá sólo eran especulaciones de compañeros molestos, pero todos los argumentos parecían embonar con lo que estaba sucediendo.

No teníamos la dirección de la supuesta casa embargada del profesor, ni alguna forma de encontrarlo. Conocíamos su automóvil porque lo veíamos en el estacionamiento de la escuela, pero ahora que las clases concluyeron era impredecible saber cuándo llegaría o si regresaba.

Además resultaba muy arriesgado robar el automóvil dentro del Bachilleres. Ser atrapados significaba nuestra explosión y afuera se reducían las probabilidades.

Los prefectos están obsesionados con la disciplina, porque saben que permitir el vandalismo sólo ocasiona más vandalismo. Nos enseñan en las clases que la indisciplina siempre es una lucha de límites y toda tolerancia, con el tiempo, se vuelve una costumbre.

No sé cómo, pero unos compañeros supieron que más tarde el profesor se reuniría en una cantina ubicada por la salida a Aldama Chihuahua con amigos suyos y decidimos ir a robar el automóvil ahí mismo.

Estaba oscureciendo. Un compañero llevaba una barra de hierro para quebrar el vidrio y unas pinzas para cortar los cables eléctricos de la marcha; acordamos utilizar pasamontañas. Esto era nuevo para nosotros. Ahí afuera de la cantina ya estaban algunos compañeros cuidando el automóvil. El profesor acababa de llegar y seguramente sus amigos lo esperaban adentro.

Nos detuvimos y apagamos las luces, todavía estaban los demás. No acudieron todos los del café, pero éramos suficientes. Una sola persona hubiera bastado.

Bajamos de prisa y comenzamos a caminar hacia la cantina cuando le hablaron a un amigo por celular. Eran los compañeros del otro auto. Nos dijeron que regresáramos y nos fuéramos de ahí.

Esa misma noche, dentro de la cantina, el profesor entró en una pelea y lo asesinaron de siete puñaladas en el estómago.

-A quien actúa mal, le va igual –comentaban los mismos compañeros quienes esa misma mañana se quejaban de lo injusto de la vida.

No fuimos al funeral, pero tuvimos que repetir el curso.