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Recordando a Ramón Mendoza y su escape de Las Islas Marías

  • Por editoragt
Recordando a Ramón Mendoza y su escape de Las Islas Marías

Chihuahua.- Fundadas en 1905 como centro penitenciario, bajo el gobierno de Porfirio Díaz, las Islas Marías albergaron en un principio a los criminales más peligrosos, para luego convertirse en destino quienes luchaban contra el estado, “presos políticos”, razón por la cual llegó allí, en dos ocasiones, el escritor José Revueltas.  

En 1939 el presidente Lázaro Cárdenas autorizó mediante un decreto, que los presos pudieran convivir en las Islas con sus familias, por lo que se prohibió el ingreso de delincuentes sexuales y psicópatas. El complejo se fue equipando con hospital, escuela, biblioteca y se transformó en una cárcel sin rejas. 

Las Islas Marías, por su ubicación, eran ideales para evitar fugas, pues se encuentran a 112 kilómetros de la costa nayarita, además de ser una zona con fuertes corrientes marinas e infestada de tiburones, por lo que en sus 114 años de existencia, son pocas las referencias de escapes, pues se requiere de gran decisión y valentía para emprender una hazaña de tal magnitud.  

Algunas de las fugas que se hicieron públicas fueron porque después de un tiempo los reos volvieron a ser capturados o porque fueron ubicados antes de tocar tierra.  Sin embargo, hubo también los que tuvieron la astucia de evadir a sus captores y no volvieron a pisar la prisión, tal es el caso de nuestro coterráneo Ramón Mendoza, guerrillero sobreviviente del ataque al cuartel de Ciudad Madera en septiembre de 1965.

Originario de un rancho cercano al Ejido de Tres Ojitos, Ramón Mendoza se integró al Grupo Popular Guerrillero comandado por Arturo Gámiz y Salomón Gaytán, cansado de los abusos que constantemente cometían los caciques de la zona contra los campesinos.  Su padre había sido encarcelado injustamente en varias ocasiones por defender sus tierras, por lo que Ramón consideró como un deber sumarse al movimiento armado. 

 Tras el fallido ataque al cuartel de Madera, varios de los sobrevivientes se reorganizaron para continuar el movimiento, pero en marzo de 1966,  Ramón Mendoza y Óscar González fueron detenidos por una patrulla en la ciudad de Chihuahua para una revisión de rutina, pues iban caminando a media noche por la calle con unas maletas; ambos acababan de llegar a la ciudad y como no traían dinero se dirigían a pie a la casa de Óscar González. En las maletas traían armas y propaganda, por lo que fueron llevados a la comisaría, donde Ramón en un impulso y ante la amenaza de uno de los policías, le arrebató la pistola y le disparó, matándolo en el instante.  Por ese motivo fue recluido en la Penitenciaría de Chihuahua y después trasladado a las Islas Marías. 

Ramón había pasado toda su vida en la sierra de Chihuahua, era un joven que sabía desenvolverse en las zonas boscosas, con las inclemencias del clima, hábil, con buena condición física, un hombre curtido.  El traslado a la costa, rodeado del mar, con una vegetación y un clima tan distintos a lo que él conocía, fue muy difícil de asimilar.   Añoraba los paisajes de la sierra, su gente, la tierra por las que había luchado; así que desde el momento que llegó se prometió escapar.

Ramón tomó precauciones para mantenerse a salvo, en buena condición para el momento en que encontrara la manera de fugarse, por lo que eligió un trabajo que lo mantuviera alejado de la selva, del riesgo de picaduras de animales y de enfermedades que él desconocía.  Observando con atención a los internos, Ramón fue seleccionando a un pequeño grupo, los que le parecieron confiables: los procuraba y apoyaba, hasta que poco a poco se ganó su amistad.  Al año de que él llegó a las Islas, llevaron a un grupo de reos de Tabasco, entre los que Ramón distinguió a uno que no se relacionaba con nadie, hosco, desconfiado.  

Por intuición, supo que podía ser un hombre valioso y discreto y con mucha dificultad comenzó a ganárselo; su nombre era Cuauhtémoc Hernández, había llegado allí por el asesinato de un cacique que había abusado de su hermana.  Así lo cuenta Ramón:
“Empezamos a platicar y de ahí lo empecé a procurar, pues es que me nació para que fuera de armas tomar, al verle la estampa me gustó para que fuera valiente y serio, porque lo miraba siempre solo”. 

Ramón consiguió su amistad, y considerando que tenía ya el grupo formado, buscó el momento de plantearles la fuga. Tras momentos de duda, consiguió que los cinco amigos aceptaran su propuesta.

Comenzaron por buscar trozos de troncos que estuvieran buenos para hacer las tablas, cada uno de su área de trabajo fueron robándose herramientas, clavos; Todo lo fueron enterrando en la arena y cuando completaron el material, se pusieron a hacer las tablas.  Ramón consiguió ganarse la simpatía de un custodio que había sido militar y que era el que le parecía más astuto y que podía descubrirlos.

“Había un sargento ya retirado que estaba trabajando ahí, era uno de los custodios, y ése era un perro rastrero, era una de las personas más listas que había entre los custodios, como muy conocedor y muy psicólogo, ése se quedaba viendo y decía: “Oye tú traes algo”, nomás de verlo.  Entonces traté amistad con él, un viejo reseco, no me caía bien, había que fingir.  Y sí me agarró confianza, y ya yo le pedía permiso para salir a buscar iguanas, matar palomas, incluso a pescar.  Sí me dejaba. “No vengas fuera de lista, en la mañana no faltes”.  Yo hacía la salida para un lado y luego daba vuelta y me iba para otra parte, y así avanzaba en la construcción de la canoa.  A veces en la noche, nomás esperábamos a que pasara la ronda y luego ya salíamos por entre las sombras de los árboles.  Construíamos a la orilla del monte.  En la mañana antes de las cuatro llegábamos, nos confundíamos entre la gente, en cuanto llegaban las trompetas, todos tenían que asistir a la lista”.  

En cuatro meses terminaron de construir la lancha, siempre cuidadosos de no dejar rastro. El tabasqueño resultó tener mucha experiencia, había sido marino, sabía construir, conocía el mar, les indicó cuándo era el mejor momento para salir, considerando la marea, por lo que fijaron una fecha y Ramón designó a cada uno la tarea de conseguir provisiones.  El tabasqueño le pidió a Ramón que adquiriera unos metros de manta azul marino, lo suficiente para cubrir toda la lancha y poder confundirse en el mar.  Un día antes de la fecha prevista juntaron todas las provisiones y afinaron los detalles.  El día fijado, Ramón tomó la precaución de pedir un permiso para evadir el siguiente pase de lista y ganar tiempo en la fuga.
“Yo fui y le pedí un permiso a Carranza, el sargento. —Oiga, quiero que me dé un permiso para no estar en la lista mañana, quiero ir a buscar pericos.  Y luego también le pedí permiso al encargado de la fábrica donde yo trabajaba, en una cordelera, haciendo soga. —¡Sí, cómo no!, usted casi no pide permiso.   Carranza lo que me dijo fue: —Bueno, si te voy a dar permiso, nomás vienes a la lista de la tarde… ¡me traes un perico!  Ahí lo está esperando todavía”.

A la hora que se reunieron, los compañeros hablaron con Ramón, pues habían meditado que era muy riesgoso lanzarse al mar y sus condenas no eran tan largas, por lo que decidieron quedarse.  Sólo Ramón y Cuauhtémoc, el tabasqueño, tuvieron la determinación para emprender la fuga.
 “Bueno –les dije–, ya saben que si nos llegan a agarrar va a ser porque uno de ustedes dijo, y esas cosas ya saben que no se quedan así, las traiciones se pagan, así que vale más que cierren la boca y ustedes no saben nada.  Yo no voy a distinguir ni voy a preguntar quién fue, no quiero que me comprometan después de que me lleguen a agarrar y me lleguen a traer aquí.   Si lo hicieron de buena fe porque no hablaron, hasta los investigaron porque nos veían juntos, no dijeron nada”.  

Ramón y Cuauhtémoc salieron de la isla el 8 de octubre ya muy noche, pasaron el día 9 con tranquilidad, todavía nadie los buscaba.  En varios momentos veían tiburones, pero lejos de su embarcación.  En la mañana del día 10 escucharon el zumbido de un avión, de inmediato cubrieron con la manta azul la lancha y permanecieron abajo, sin moverse, durante cerca de dos horas, el cansancio comenzaba a doblegarlos.
 “Todavía no dormíamos, yo me sentía así medio sonámbulo, con mucho sueño en ratos, me echaba botes de agua en la cabeza.  Sentía las asentaderas como una llaga, en las rodillas también.  Íbamos desnudos, en puro short, llevábamos la ropa en una bolsa.  Eso fue por consejo de él, dijo, —si nos llega a voltear un animal en la lancha, pues maniobramos mejor así, luego luego hay que tirarle el manazo a la canoa y no hay que soltarnos”.

Al tercer día se les acabó la comida, el agua la hacían rendir dando solamente pequeños tragos. Nuevamente escucharon el zumbido de aviones y se cubrieron, esta vez parecían ser dos los aviones que los rondaban.  Durante las horas que permanecían cubiertos por la manta, la embarcación se quedaba a la deriva, no sabían si avanzaban o retrocedían.  El día once en la noche, el tabasqueño percibió una mancha cerca de la embarcación y de inmediato ordenó a Ramón que recogiera el remo y se quedara quieto, que no hiciera ningún ruido.  Ramón vio entonces como empezaron a brotar del agua las aletas de varios tiburones que los rodearon y comenzaron a golpear la lancha.  Tras cerca de 5 minutos en que se mantuvieron quietos, Cuauhtémoc ordenó a Ramón que golpeara con fuerza un pequeño bote de lámina que traían para sacar el agua.  Ramón sonó y sonó el bote y los tiburones se retiraron y desaparecieron.  Para su fortuna, éste sería el último tramo de su travesía por el mar, porque cuando comenzó a clarear el día, se toparon con muchas embarcaciones de pescadores y vieron finalmente tierra.  Remaron sin descanso hasta alcanzar la orilla, las olas  pegaban con fuerza y les volteó la canoa, perdiendo la ropa y todo lo que traían, pero no soltaron la lancha y consiguieron sacarla del mar para destruirla y no dejar huella.

Una vez que se vieron libres, se miraron y se abrazaron conmovidos.  Cuauhtémoc tomó la palabra y le dijo a Ramón: “Bueno, ya salimos, aquí te encargas tú.  Dijiste que eras gallo para lo demás”.  Efectivamente, cuando los animó a intentar la fuga, Ramón le había dicho a los compañeros: “Estando allá afuera yo me encargo de ponerlos a buen recaudo, por la sierra o por donde sea yo los voy a sacar del peligro”.
Ya estaban fuera, desnudos, hambrientos, sedientos.  Emprendieron el camino por tierra firme, muy cerca había un canal en el que se bañaron y tomaron agua “de a poquito”, descansaron bajo la sombra de un sauz y luego buscaron qué comer. Ramón detectó una milpa y fueron a cortar elotes.   
“Yo había tomado la precaución de meterme en el short un dinerito y unos cerillos y los envolví muy bien en una bolsita.  Hicimos una lumbrita,  y pusimos a asar como unos 20 elotes, a la moda desesperada, hambrienta.  Pues yo no me comí más que unos granitos, y él igual. ¡Tanto elote que asamos!  Al rato otro poquito, pero el organismo sentíamos que parecía que iba cortando, había que tomar un traguito de agua, esperar un ratito y otra vez”.

Tras dormir cada uno por turnos, siguieron su camino; para ese momento la guardia costera ya habían detectado los restos de la lancha y los buscaban en la costa, pero ellos ya se habían percatado y tomaron otro rumbo.  

“A distancia se veía como que había unas casitas, a poco andar ya me di cuenta que eran unas palapas, unos vestidores cuando va la gente a bañarse.  Le dije, “oye, pues aquí nos podemos vestir nosotros, mira le gente se anda muy allá, esta playa es muy grande, vámonos aquí derecho, que no nos vean, que nos cubran las palapas, llegamos a los vestidores y pues a ver qué, Dios que nos ayude, se trata de vestirnos, los centavitos que traigo no nos van a alcanzar.  Pues Dios nos perdone, me supongo que estos no tendrán el problema que nosotros, necesitamos más la ropa”.

Ya vestidos y con huaraches siguieron avanzando, siempre evitando las zonas pobladas, sólo cuando era necesario se aventuraban a acercarse para poder adquirir alimentos, pero de inmediato se alejaban a los cerros para no ser ubicados.  En dos ocasiones estuvieron muy cerca de ser detectados, pues la búsqueda de policías y soldados fue intensa, pero la determinación de Ramón era muy grande y no estaba dispuesto a dejarse atrapar, no iba a regresar a las islas por ningún motivo.  Cuauhtémoc, quien había salvado todas las dificultades en el mar, se convirtió casi en un niño asustado cuando estaban en tierra, se sentía  indefenso, fuera de su medio, por lo que se dejó guiar ciegamente por Ramón. En varias ocasiones se sintió rendir, resignado a dejarse atrapar, pero la decisión de Ramón lo obligó a seguir y finalmente lograron adentrarse en la sierra de Sinaloa donde algunos amigos y conocidos de Ramón los protegieron. Tras permanecer una temporada trabajando como campesinos, decidieron seguir por caminos distintos, Cuauhtémoc quería estar cerca del mar y Ramón soñaba con volver a su tierra.  Nunca pudieron capturarlos, nunca volvieron a encontrarse, pero los dos guardaban un sentimiento de amistad y de admiración muy fuerte.  Cada uno había puesto su vida en manos del otro, y ninguno defraudó.  

Ramón volvió a su tierra, pero sólo para ver a su familia a escondidas porque el ejército los mantenía vigilados.  Él quería volver a reunirse con sus compañeros guerrilleros pero ya ninguno estaba, habían sido asesinados por los soldados.  No tuvo más remedio que cruzar la frontera para conservar su libertad y fue hasta muchos años después que regresó a la sierra de Chihuahua y pudo compartir su historia con el escritor Carlos Montemayor, quien lo entrevistó y registró este testimonio. 

Ramón Mendoza murió el 10 de enero del 2008, después de haber visto en libro la descripción de su hazaña.

Boletín informativo de Chihuahua.