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El viejito

  • Por José Oswaldo
El viejito

Eleonora Marrero

Cuento

Lunes, como todos los lunes a las 10 a.m, este sol de mierda que te hace pensar que no estás en Chihuahua sino en Marte, o que la capa de ozono ya valió madres y en cualquier momento te vas a derretir en el pavimento.

Como todos los lunes voy por Jacinta a su casa para irnos juntos a nuestros trabajos, ella trabaja en un Bancomer por la Ortiz Mena, y yo me pudro dando clases de inglés en uno de esos cursos macabros de inglés, de esos que te prometen ser trilingüe en dos meses si les pagas con tu casa, tus riñones y tu abuela. Como todos los días voy en mi carrito con la música a tope, tratando de ser lo más feliz posible mientras sudo en mi camisa rosada, aún recién salido de la regadera. Me tocan todos los semáforos en verde, el sol está tan brillante que me empieza a provocar quemaduras de tercer grado en el brazo izquierdo, y tengo mi canción favorita de Archive en el estéreo, el día no puede ser tan malo.

Llego a la colonia de Jacinta, mi Jacinta Cenobia, aristócrata y burócrata, mi Jacinta Pinta. Para cuando estoy aminorando la marcha frente a su casa ella sale brincando en una pierna y calzándose un zapato con la gracia de una niña pequeña, en dos brincos ya está sentada a mi derecha, y me saluda con un beso. Claro que me deja pintados los labios en el cachete, y después me restriega un pañuelo para remediarlo, arrancándome el pellejo en el intento.

-¿Qué desayunaste? –Ese es su saludo. No le importa como estoy, ni un “hola mi amor”, no, lo que le importa es qué desayune, esta vieja loca que me quiere en engorda.

-No desayuné. Bueno, me tomé un licuado, nada más

A continuación, el sermón de la vieja loca hablando sobre la importancia del desayuno, lo flaco que estoy, la anemia, yo sé que ella quiere a un hombre con músculos y que rebose de testosterona, pero no porque desayunara estaría más cerca de eso.

Le subo un poco más a la música, le pregunto a Jacinta sobre sus padres y por su tía la hipocondriaca, me cuenta que la tía hipocondríaca consiguió Tamiflu de dudosa procedencia y le dio una diarrea histórica. Nos reímos, nos burlamos, hacemos chistes, le doy un beso cuando nos toca un semáforo, le subo al aire, Jacinta se pinta los labios, la invito a cenar en mi casa a la salida de nuestros trabajos.

Come find me, let me be the lesser of a beautiful man, wawawablablabla, come and make me a wawa with your violence, with the gun in my hand.Cantamos con alegría, señor, es la única manera de empezar bien el día y no dejar que el sol, la rutina, la contaminación y todo este asfalto de mierda nos consuma y nos deje el corazón seco y quemado. Bajamos por la Zarco y nos quedamos atorados ante el semáforo de la Mirador, justo frente a los tacos paraditos de papa.

-Mira amor, ¡los taquitos de la gastroenteritis! –Clama Jacinta.

-¿Cuál gastroenteritis, cual pinche gastroenteritis? No conozco a nadie más que se haya enfermado alguna vez por culpa de los tacos de papa…

-Ah, ¿y de qué chingados me enfermé entonces, si no fue de los tacos del diablo? ¿del aire?

-Habrías comido otra cosa, te digo, esos tacos son inocentes y libres de toda bacteria.

-Mira, un viejito. Dale una moneda.

Volteo, y a mi izquierda, detrás de la ventana está un hombre anciano y quemado.

Bajo la ventanilla un poco y me pasa un papelito sucio con unas letras emborradas. El señor vende lamparitas led a 10 pesos, buscado ayuda para un hogar de ancianos. Pienso que es una tiranía poner a un anciano a vender lamparitas en un crucero, Jacinta y yo buscamos a toda prisa una moneda de 10 pesos para comprarle una lamparita. Jacinta saca un billete de 100 y yo uno de 50, y nos miramos asustados. Da el verde y arranco, viendo por el espejo retrovisor al anciano que nos mira sin expresión, con sus lamparitas. El papel emborronado sigue en mi mano.

Jacinta y yo ya no hablamos, a cada cual el viejito nos recuerda distintas cosas. A mí me recuerda a mi padre, antes de morir, terco y callado, pero siempre buscando alternativas a pesar de todas sus limitaciones físicas. A Jacinta no sé qué le recuerda, pero sé que le duele tanto como a mí no haber sacado el billete de 100 pesos aunque no recibiera lamparitas a cambio. Dejo a Jacinta en su banco y yo me voy al edificio donde doy clases, sintiéndome pesado y asqueado de no haber ayudado al anciano. Con cincuenta pesos y una sola lamparita vendida se habría podido comprar una orden de flautas en los paraditos con su coca y su crema, y sentarse un ratito a la sombra a descansar los pies callosos. Pero por culpa nuestra el señor ahora tendría una lamparita más que cargar y 150 pesos menos, además de que se había quedado sin el papelito explicativo.

Entro en crisis existencial, empiezo a cuestionarme por todas las injusticias sociales, empiezo a sentir como el socialismo utópico hace mella en mi corazón, me duelo por toda la gente miserable y me acuerdo de que al menos yo trabajo bajo techo y tengo una casita medio decente y puedo comer comida chatarra cada tanto, siento vergüenza. Impongo una clase de conversación en inglés donde se discuta sobre la pobreza, y luego otra en donde se hable sobre la tercera edad, y otra más sobre la explotación infantil, y los alumnos de las tres clases se aburren sobre manera, me tiran a loco, me cambian el tema, o terminan hablando de fútbol para no enfrentarse a la crisis moral a la que yo los quiero someter.

Me siento ridículo. Salgo del trabajo y paso a buscar a Jacinta al suyo esperando una sola cosa: que el anciano no hubiera muerto de insolación durante la tarde. Jacinta no necesita decirme que ella también está desolada por no ayudar al anciano, lo sé por la manera en que sus manos están dentro de su bolsa, esperando al anciano que se nos cruce para darle un billetote.

No regresamos a nuestras casas, regresamos a la Mirador y me estaciono junto a los paraditos, observamos. Escucho el enorme suspiro de alivio de Jacinta al ver de lejos la silueta inconfundible y milagrosa del anciano que camina por el parque infantil, alejándose de nosotros. Escucho cómo se corta la respiración de Jacinta al observar que el anciano, pobre anciano, se sube a un carro destartalado y pardo, y arranca. No lo medito, enciendo la marcha y seguimos al viejito. No porque tenga auto va a ser menos miserable de lo que pensábamos de él por la mañana.

Pero me empieza a entrar una curiosidad desnaturalizada cuando vemos que el anciano se sigue por toda la Mirador hasta llegar a la Cantera, y todavía más allá, hasta entrar a una de esas colonias residenciales cerradas súper nices, high society, donde la gente toma té con el meñique estirado. En la caseta, Jacinta le dice al guardia que vamos con la señora Soledad Hernández. No sé si la tan Soledad exista, pero nos dejan pasar.

Seguimos al carro destartalado del viejito como por magnetismo, ya no nos importa la ayuda humanitaria, simplemente saber qué diablos pasa con ese señor. Vemos que llega a una casa, y se estaciona en la cochera como si fuera la propia. Me detengo a cierta distancia, y nos bajamos del auto sin hacer ruido, caminamos agazapados como gatos, Jacinta aferrada a mi brazo, hasta que llegamos a una ventana y asomamos la nariz lo más callados que podemos. No pienso en ninguna cuestión sobre decoro, decencia, o levantar sospechas, nada más quiero saber cómo es que el pobre anciano que vendía lamparitas bajo el sol para conseguir ayuda tiene acceso a una casa que cuesta más de lo que yo gano en un año.

Vemos lo suficiente como para que se nos desmorone el corazón y nos entre el pánico. El anciano y otras dos personas mayores empaquetaban sobrecitos de cocaína dentro de algunas de las lamparitas. Cada tanto alguno esnifaba el producto, y después contaban el dinero que había ganado el primer viejito en su tarde bajo el sol.