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Conoce el origen europeo del Día de Muertos que México olvidó

  • Por Miguel A. Ramírez-López
Conoce el origen europeo del Día de Muertos que México olvidó

Chihuahua.- En México, la muerte camina con flores de cempasúchil, pan azucarado y papel picado. Pero bajo la epidermis dorada del mito, vibra una verdad menos repetida: el Día de Muertos no nació en los templos de Teotihuacan ni en las veintenas del calendario mexica. No brotó, como solemos decir, de las tierras húmedas del maíz y el copal, sino del calendario litúrgico medieval y del pulso agrario europeo, consagrado entre panteones romanos y abadías francesas. La muerte —esa viajera obstinada— cruzó mares para arraigar aquí. Y México, fiel a su vocación de transmutación, la volvió propia.

La raíz es inequívoca. El día 1 de noviembre fue designado por la Iglesia católica para honrar a Todos los Santos: legiones de mártires conocidos y desconocidos que, según la doctrina, interceden por los vivos en una comunión invisible. El 2, Día de los Fieles Difuntos, pertenece a quienes murieron sin completar en vida su penitencia, almas en tránsito hacia la purificación del Purgatorio. Nada de retorno lúdico ni banquete con los antepasados: era jornada de súplica, indulgencia y solemnidad. Un rito para quienes, desde el sufrimiento, aguardan redención.

Hubo incluso arquitectura en esa consagración. En el año 609, el papa Bonifacio IV tomó el Panteón —templo de todos los dioses romanos— y lo dedicó a la Virgen y a los mártires. La piedra pagana recibió agua bendita y se volvió Santa María de los Mártires. Años después, Gregorio III y Gregorio IV afinaron la fecha, moviéndola a noviembre: después de la cosecha, cuando las bodegas estaban llenas y Roma podía alimentar a las multitudes que peregrinaban a sus reliquias. No es casual la coincidencia con el Samhain celta, noche donde se apagan los fuegos y los espíritus —según la antigua tradición— cruzan umbrales. El cristianismo, astuto alquimista, consagraba viejos templos y resignificaba ritos antiguos. No abolía: transformaba.

El 2 de noviembre llegó después, hacia 998, por obra de San Odilón de Cluny, que ordenó dedicar esa fecha a los muertos no canonizados. Una visión, un volcán en Sicilia, demonios quejumbrosos, monjes y misas triples en la península ibérica: la historia avanza entre mística y disciplina. Así se construyó la senda litúrgica que, siglos más tarde, desembocaría en los cementerios de la Nueva España.

Los frailes intentaron erradicar las prácticas indígenas funerarias; no lo lograron. La memoria —como la muerte— siempre encuentra grietas. Sin embargo, las veintenas mexicas dedicadas a la muerte tenían otros ritmos y otras esencias: fiestas para niños fallecidos, guerreros solares, ahogados destinados al Tlalocan, ancestros que regresaban en el solsticio. Las óseas raíces mesoamericanas estaban ahí, pero en otras fechas, con otros dioses y otra cosmología. No eran los altares que hoy iluminan las casas. No eran pan dulce ni calaveritas de azúcar, ésos nacidos de las reliquias europeas y sus dulces que imitaban costillas, cráneos, huesos perfumados con almendra.

Las ciudades novohispanas vieron avanzar el rito. Primero, la procesión solemne. Luego, la costumbre tolerada de llevar alimentos al panteón. Después, el altar doméstico. La tradición —como la muerte— siempre vuelve. Pero vuelve transformada. En la capital del siglo XIX, las reliquias de santos eran expuestas y veneradas. En los pueblos, las cocinas esperaban a medianoche el retorno invisible de los difuntos. La comida era para ellos; al amanecer, para los vivos. Un gesto supersticioso, dirían los moralistas. Una verdad afectiva, diría el pueblo: quien amó, regresa.

Hoy celebramos sin saber del todo por qué. Bajo las luces violetas y los arcos de flor, bajo las calaveritas sonrientes y el aroma del pan recién horneado, persiste un viejo impulso occidental: recordar a los muertos para que no se pierdan en el fuego del olvido; pedir por sus almas, aunque seamos incrédulos; abrir la casa para que la memoria —esa brasa que no se apaga— encuentre asiento. Y junto a ese impulso late la memoria indígena, que no desapareció, que aprendió a habitar la catacumba y la procesión, la misa y el altar. No hubo mezcla inocente ni continuidad lineal. Hubo tensión, resistencia, ocultamiento, derrumbe, resurrección.

Así, el Día de Muertos no es reliquia intacta del mundo prehispánico ni simple injerto europeo. Es, como toda tradición profunda, un cuerpo sincrónico de tiempo y espíritu. Nació en la Edad Media, viajó con los frailes, se enfrentó a los dioses antiguos, absorbió flores nativas, lenguas heridas y dolores sin nombre, sobrevivió al mármol y al maíz, se volvió rito íntimo, fiesta pública, postal turística y, aun así, algo más.

En México no celebramos la muerte: la domesticamos, la acompañamos, la sentamos a la mesa. Sabemos que siempre vuelve. Y cuando vuelve, queremos recibirla con luz.

Porque el recuerdo también es una forma de salvación. Y la memoria —como el pan colocado en la ofrenda— alimenta a los vivos tanto como honra a los muertos.

(Foto: Presidencia de la República)