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Exhiben la mafia del agua en Los Cabos con campos de golf para turistas y barrios muertos de sed

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Exhiben la mafia del agua en Los Cabos con campos de golf para turistas y barrios muertos de sed

- El agua se está privatizando en la desértica ciudad. Las colonias trabajadoras de Cabo San Lucas pasan semanas y meses sin que del grifo salga nada y dependen de camiones cisterna privados, mientras en las haciendas de lujo de la costa las piscinas rebosan.

Hay un Cabo San Lucas que se atraganta de agua y otro que se muere de sed.

En el primero, los turistas estadounidenses se cocinan a fuego lento bajo el sol sudcaliforniano. Apenas salen de las lujosas haciendas que bordean la costa. Tampoco les hace falta. Pulseras all inclusive, piscinas infinity, jacuzzis con vistas al mar, campos de golf, verdes céspedes, la sombra de las palmeras, accesos exclusivos a playas desiertas, mariscos estilo Baja, cerveza fría, arrebatadores atardeceres desde la tumbona. Tienen incluso sus propios periódicos, en inglés, como el Gringo Gazette o The Cabo Post, con noticias a su medida: récords de pesca deportiva, crónicas de torneos de polo, trucos para comprar propiedades a buen precio. Viven de espaldas a la ciudad.

En el segundo, los trabajadores mexicanos llegan a las haciendas temprano en la mañana y regresan a casa tarde en la noche. Cocinan la comida de los turistas, hacen sus camas, limpian lo que ensucian. Y luego vuelven a sus barrios construidos aquí y allá, desperdigados sobre cerros de tierra agrietada y sin sombra, donde el grifo hace años que no quiere dar agua. Las calles alguna vez asfaltadas hace tiempo que perdieron la batalla contra el desierto y la basura se apila en las esquinas.

Nunca llueve sobre Baja California Sur, un inmenso desierto, hipnótico como solo puede serlo la naturaleza más hostil. Y aquí, en el sur de los sures, el agua —su escasez, su abundancia— divide la ciudad en dos, una frontera de colores entre la riqueza y la pobreza: el verde de los campos regados y el marrón de la tierra deshidratada de las colonias obreras. En La Paz, más al norte pero con un clima similar, hay escasez, pero no a esa magnitud. Tampoco en San José del Cabo, a 30 kilómetros, la ciudad que junto a Cabo San Lucas conforma el municipio de Los Cabos. El agua se ha privatizado. Ahora es un lujo.

Los vecinos lo llaman “la mafia del agua”.

—Ahí está el negociazo, porque agua hay bastante y a la hotelería nunca le falta. Todo el tiempo el turista es el que tiene todo acaparado. Pero a las colonias populares, la gente trabajadora, la gente que está al día, nos tienen olvidados.

Se llama Dulce María Mendoza Nava, pero todo el mundo la conoce como Doña Dulce. Como dos de cada tres habitantes de Los Cabos, no nació aquí. Aterrizó en el mundo hace 45 años en Culiacán, la capital de Sinaloa, emigró joven, dio tumbos por Sonora y Tijuana y hace 13 años se asentó aquí con su marido. Tuvo hijos, luego nietos, otros familiares siguieron sus pasos. Echó raíces. Hoy no se ve en otro lugar.

Doña Dulce es una mujer de contrastes. Su blusa de flores hace juego con el mantel de plástico de la mesa del salón, pero quizá desentona algo más con los libros de brujería casera que pueblan la estantería. Vive de su puesto de jochos, hot dogs, un carrito que aparca en la puerta de su casa, un bajo pequeño y muy limpio con suelo de cemento y un patio de tierra al frente. Está en una hilera de apartamentos adosados, todos iguales, en la colonia Chulavista. El agua siempre faltó, pero antes la escasez era más discreta. “Primero nos ponían el agua una vez cada 15 días, después cada 20. Ahorita tenemos más de un mes y medio sin ella”, dice.

La gente como Doña Dulce, la mayoría en la ciudad, vive haciendo malabares: con el agua, con los números. “Uno hace maniobras con un bote aquí, otro bote allá, un tinaco, otro en el baño, pero imagínate, más de un mes y medio sin agua, ¿cómo le haces”. Su trabajo es inestable, los ingresos no son regulares, los contratiempos se sienten más. “A veces vendo, a veces no. Vamos a decir que unos 3.000 pesos por semana sí me quedan”. Calcula que al mes gasta más de 1.000 pesos (casi 50 dólares) en comprar agua a empresas privadas.

La factura llega puntual cada mes a pesar de que del grifo no salga nada. Normalmente, entre 150 y 200 pesos (entre 7,5 dólares y casi 10). En teoría, el Gobierno suministra pipas a todas las colonias; una aplicación en el teléfono avisa de los repartos. En la práctica, llegan tarde o no llegan. Los camiones cisterna, un nuevo y rentable negocio, circulan todo el día por la ciudad. “Las pipas son el negociazo aquí. Todo el día pasan, imagínate, es que son del mismo Gobierno”, especula.

Un joven trepa por una escalera en la fachada de un edificio a pocos metros de casa de Doña Dulce. Sobre los hombros carga una manguera enchufada a un camión cisterna. En la terraza hay un enorme tinaco que los vecinos le han pagado por rellenar. Su compañero, Miguel, espera en el vehículo. Tiene 19 años y trabaja en esto desde hace dos. Es de Cangrejo, otro de esos barrios como Chulavista.

Su trabajo consiste en repartir agua por la ciudad, pero confiesa que en su casa llevan más de dos meses sin recibirla. Las tuberías están secas. “Es una batalladera. Pagas el agua y cae una vez al mes. Prometen que va a haber y nada”. El camión es de su padre. Pagan 700 pesos (35 dólares) por 1.300 litros, luego los venden a 1.500 pesos (más de 74).

Juan Francisco Avilés (53 años), director del medio El Jitomatazo, es uno de los periodistas que mejor conoce las calles de Los Cabos y sus problemas: “El 90% de la ciudad no tiene agua. Han pasado administraciones y administraciones y nadie ha resuelto esta situación. Hay quienes argumentan que los hoteles tienen su propia planta tratadora, pero en sí es muchísima el agua que está haciendo falta, muchísimas las pipas que hay por todos lados. Alguien tiene que darnos una explicación y sería muy bueno que fueran las autoridades. La gente muchas veces gana lo mínimo y tiene que comprar pipas. Y todo eso, ¿de dónde?”.

Los márgenes

Los márgenes de la ciudad se ensanchan día a día en Cabo San Lucas. Aquí lo llaman invasiones. En Brasil lo llamarían favelas. En España, chabolas. En Estados Unidos, shanty towns. Es lo mismo: barrios que han crecido donde han podido, donde les han dejado, donde nadie más quería vivir. Fueron levantados a mano por sus pobladores con lo que encontraron, lo que podían permitirse, lo que reciclaron: plásticos, palés, láminas, algo de cemento y ladrillos, con el tiempo.

Los Cabos no deja de crecer sin control. En 2020, tenía 351.111 habitantes, según los datos gubernamentales. Diez años antes, eran la mitad. Las autoridades achacan la escasez de agua al aumento desmedido de la población, pero poco o nada se hace en materia de planificación urbanística. “Sabemos lo grave que es el crecimiento exponencial que ha tenido esta zona versus la cantidad de agua para hacer frente a las necesidades. Es mandatorio frenar el crecimiento irracional de construcción y de migración porque es verdad y no es alarmista: nos vamos a quedar sin agua”, augura María Ugarte Luiselli (51 años), directora de la Red de Observadores Ciudadanos A.C. - La Paz Waterkeeper.

Pero frenar la migración es como ponerle puertas al mar. Todos los meses nacen nuevas invasiones, diseminadas por los cerros del desierto, en lugares sin alcantarillado ni tendido eléctrico. Menos aún agua. Alguien llega, se instala y otros le siguen. Suelen surgir pequeños caciques que exigen un pago por la tierra, pero mucho menor de lo que costaría un alquiler en una de las ciudades con el suelo más caro de México.

Alberto Jiménez está cubierto de polvo: la cara, la gorra, la camiseta que una vez fue blanca, los pantalones, las sandalias. Nació en Veracruz, un paraíso de lluvia y vegetación, pero con poco futuro y mucha violencia. No ha vuelto a casa en siete años. Sus hijos siguen allí. “Tengo hasta nietos que no conozco”. Vino a Los Cabos buscando trabajo. Muchos lo hacen: en 2021, era la “región con el segundo índice de migración interna reciente y acumulado”, según un estudio de la Universidad Autónoma Indígena de México.

Hace cuatro meses que Jiménez (46 años) y su esposa se asentaron en una nueva invasión, a espaldas del barrio de Doña Dulce. Ella limpia habitaciones de hotel. Él hace un poco de todo: albañilería, carpintería, herrería, lo que vaya saliendo. Dice que cobra entre 3.500 y 4.000 pesos semanales (entre 173 y 198 dólares). En otro lugar de México sería un buen sueldo, pero en Cabo San Lucas los precios hablan un idioma distinto.

De momento, su casa es poco más que un cobertizo hecho de palés y láminas con el suelo de tierra. Un sofá desvencijado por cama, una mesa, un árbol raquítico en la entrada que plantaron para que diera sombra, “pero se empezó a secar”. Garrafas de plástico vacías para rellenar de agua por los rincones. Tienen luz gracias a que se enchufaron clandestinamente a la red eléctrica, como todos aquí.

La invasión en la que están tiene solo unas pocas decenas de casas. Todas igual de apuradas y frágiles sobre un cerro del desierto, en una ciudad que es blanco habitual de huracanes. Las calles son tan polvorientas que parecen arena de playa. “De agua, con lo que vamos comprando, pero hay que irse midiendo, porque no podemos gastar como si estuviera uno en casa y tuviera agua potable, pero pues sale más caro. Las pipas por suerte pasan todos los días, nada más hay que tener el efectivo”, dice prosaico. Para bañarse, lavar la ropa, la casa, los trastes, compran 200 litros por 80 pesos (cuatro dólares) una o dos veces por semana. Para beber, garrafones de 19 litros por 30 pesos (un dólar y medio).

Entre las invasiones y las colonias regulares, la relación es tensa. Todos son trabajadores, la mayoría nacieron en lugares sin mucho futuro, quizá con demasiada violencia, sin oportunidades, tuvieron que abandonar jóvenes el colegio, ponerse a trabajar, echarse al camino y buscar la suerte en latitudes más generosas. Pero, hasta en ese patrón, hay algunos más privilegiados que otros.

Los primeros reniegan de los segundos. Les achacan mucho de los problemas de sus barrios: la inseguridad, la suciedad, que rompan las tuberías para conectarse al suministro de agua, aunque las tuberías solo tengan polvo. Algunos vecinos creen que los que se asientan en las invasiones tienen dinero y lo hacen por especular. Los políticos pasan por allí en campaña y, a cambio de votos, miran para otro lado y dejan que sus habitantes sigan viviendo en condiciones míseras. Nadie los regulariza, nadie los echa. Y la tensión se espesa.

La protesta

Es la tarde de un día caluroso de noviembre y la salida de Cabo San Lucas está colapsada. Unas 20 personas, mujeres y hombres, la mayoría de mediana edad, han cortado la carretera que une la ciudad con San José del Cabo. Enseñan carteles en los que se leen mensajes como: “Exigimos agua. Es un derecho, no un negocio”. Los coches se impacientan. Pitan. Sube la tensión. Bajan las ventanillas, insultan a los manifestantes. Ellos no se inmutan. La policía, en una esquina, tarda en interponerse entre la protesta y los vehículos.

La protesta social no es el fuerte de Cabo San Lucas. La ciudad no tiene un núcleo claro, es más bien un puñado de casas desparramadas frente al mar. Algunas páginas web la describen como balneario antes que como ciudad. Ha crecido como un cardón, uno de esos cáctus que brotan en estos desiertos, con un tronco pequeño y grueso del que salen muchos brazos en distintas direcciones. Quizá por eso, por toda la gente que llegó de fuera y se asentó donde pudo, nunca ha tenido un tejido social fuerte, los vecinos no estaban organizados. Eso también está cambiando.

Hubo otras protestas antes de la de aquella tarde de noviembre. Habrá otras protestas después. Todo empezó este otoño de forma espontánea, en los comentarios de una página de Facebook: Agua Potable Los Cabos, una cuenta institucional que informa sobre el reparto de agua. Allí, cada vez que el Gobierno anuncia los tandeos, los vecinos se congregan virtualmente a criticar que a su colonia nunca llega el suministro, que tal y cual promesa no se cumplió, que llevan tantos días sin recibir agua.

Un puñado de esos vecinos empezaron a hablar entre ellos en los comentarios. Luego dieron el salto a un grupo de Whatsapp que crece poco a poco. Y ahí, entre todos, organizan las protestas. Muchos nunca habían ido antes a una manifestación. De momento son pocos, como la veintena que se juntó aquella tarde. “Pero eso ya es mucha ganancia, antes no era ni una sola persona que lograba levantarse”, dice Gabi, una de las asistentes, que prefiere no dar su apellido.

El Gobierno local dice que los manifestantes tienen intereses políticos. Ellos responden que tienen sed. “Cuando un organismo, un político, una familia, toma control del agua y lo involucra con temas de mafias y de negocios bien turbios, sentimos una vulnerabilidad al venir, pero necesitamos hacerlo”. Tienen perfiles diversos, viven en distintas colonias, trabajan en esto y aquello. Lo único que tienen en común es que el agua no llega. “No hay una respuesta concreta del Gobierno. Yo, como nativa de Cabo San Lucas puedo decir que sí hay agua en el subsuelo. Se ven cada vez más pipas en las calles, es un negocio”, añade Dora Inés Araiza.

Los Cabos ha visto gobernar a todos los grandes partidos en los últimos 25 años. El cambio de milenio agarró en el poder al PRI. En 2002, ganó las primeras elecciones del siglo el PRD, que ya no dejó el puesto hasta 2018. Entonces, por tres años gobernó el PAN. En 2021, llegó el turno de Morena hasta este año, cuando irrumpió el candidato del Partido del Trabajo, Christian Agúndez.

Hace un año, cuando aún era diputado local, Agúndez difundió un video en el que hablaba de la escasez de agua. Los vecinos lo volvieron a compartir estos meses. El alcalde acusó a los manifestantes de pertenecer a la oposición y de intentar desinformar con ese video “fuera de contexto”. Sobre la falta de agua, pidió paciencia. Este periódico solicitó una entrevista con Agúndez, pero no recibió respuesta.

El problema del agua, responde Gabi, “no es de esta administración que tiene un mes”. Viene de antes. Sea como sea, nadie lo ha solucionado. Los gobiernos han apostado por la planta desalinizadora, la más grande del país, que potabiliza 200 litros de agua de mar por segundo. Las cuentas no salen: el Organismo Operador del Sistema de Agua Potable en Los Cabos reconoce que hay un déficit de 400 litros de agua por segundo y que al menos 40 sectores de la ciudad no cuentan con suministro. Para la abogada ambientalista Luiselli, la apuesta por las desalinizadoras es “inconsciente y “poco ética”: “¿Y luego qué pasa con la salmuera? La vuelven a vertir al mar cambiando el pH. Nosotros hemos visto ya el cambio y muerte de muchas especies marinas, incluso corales”, dice.

Hay otras soluciones al desabasto, explica Paulina Godoy Aguilar (46 años), directora de programas del Instituto Costero de Baja California Sur. Ideas que ya se están practicando y pueden incentivarse: proyectos de captación de agua de lluvia, como en el rancho La Piedra o Atrapanieblas, que, literalmente, “cosecha” agua de niebla; la rehabilitación de centros para tratar las aguas grises —las que proceden de duchas o lavadoras y no están contaminadas de material fecal—; apostar por la siembra de plantas autóctonas en lugar de extranjeras, que necesitan más agua; el uso del riego a goteo en la agricultura. Y, también, la “planeación territorial: entender que los campos de golf tal vez no son la prioridad”.

Mientras el agua sigue sin llegar a casa, las protestas arrecian y las autoridades se desentienden, a Doña Dulce, la mujer del puesto de jochos, no le queda otra que sacar orgullo y tirar de espíritu: “Gracias a Dios no se acaban Los Cabos, está demostrado que uno tras otro que entra no se lo ha podido acabar, pero no hacen nada por el pueblo, no más joder”. Y, desde esa distopía en el presente en la que el agua se ha convertido en un privilegio de clase, avisa al resto del mundo: “Que cuiden el agua porque les va a pasar igual, claro que sí. El agua lo tiene el que tiene más, y así va a ser”.

 

(Información de El País)