Opinión

Hidropolítica del despojo: cuerpos, fronteras y memorias en disputa

  • Por Miguel A. Ramírez-López
Hidropolítica del despojo: cuerpos, fronteras y memorias en disputa

Por: Miguel A. Ramírez-López.

Desde la colonia, el agua en el norte de México ha sido más que un recurso: ha sido frontera, disputa y despojo. Con el Tratado de 1944, el Río Bravo dejó de ser un cauce natural para convertirse en instrumento hidropolítico. Lo que fluye desde entonces es sólo es agua, sino una memoria de subordinación donde el control hídrico es también control territorial.

يا سُكَّانَ أُغْنِيَتِي، ثِقُوا بِالْمَاءِ.

—Mahmoud Darwix, poeta palestino

«Oh habitantes de mi canción: confíen en el agua».

Hay ríos que no se ven. No por estar secos, sino porque han sido desplazados hacia otra dimensión: la de la política, la memoria y el trauma. En la frontera norte de México, el agua fluye no sólo por los canales de riego y las presas agotadas; también por los lenguajes del poder, por las redes de dominación entre Estados, por las grietas de una historia colonial que nunca cesó.

El Tratado de Aguas de 1944 —firmado bajo el influjo hegemónico de los Estados Unidos en plena Segunda Guerra Mundial— no sólo delineó un acuerdo de aguas: instauró una forma de subordinación hídrica, donde los cauces del Bravo y del Colorado se convirtieron en instrumentos de cálculo político, en bienes contables sujetos a deuda, inspección y castigo. Como bien lo advierte Saskia Sassen, la territorialidad global contemporánea no se define ya por fronteras fijas, sino por circuitos de extracción, legalidad diferencial y desigualdades legitimadas. El agua es una de esas nuevas formas de extracción transnacional.

Desde la ecología política, el conflicto del agua en el norte de México se inscribe en una economía ecológica del despojo. El tratado —y su aplicación sesgada— no responde a una lógica de cooperación sustentable entre naciones, sino a una racionalidad extractiva que privilegia los intereses del agronegocio texano, la industria maquiladora y el capital transnacional. Joan Martínez-Alier lo ha llamado “conflicto ecológico distributivo”: una lucha por quién controla los flujos naturales en un mundo atravesado por desigualdades históricas. El agua no escasea para todos, únicamente para quienes habitan las márgenes. Y es en los márgenes del país, allá donde el polvo se adhiere a las rendijas de los tractores y las mujeres riegan sus cultivos con agua de lágrimas antiguas, que se vive otra cosa: una ecología del duelo, así como un paisaje de ruinas vivas. Por su parte, la geografía social nos recuerda, como diría Doreen Massey, que el espacio no es un contenedor pasivo, sino una construcción relacional donde se cruzan historias de poder, identidad y exclusión. La sequía no es un fenómeno climático solamente, es también una forma de violencia estructural.

En el 2020, los agricultores de La Boquilla tomaron la presa. Aquella imagen —mujeres campesinas enfrentando al ejército por defender su agua— es ahora un ícono silencioso de resistencia. ¿Quién cuenta esas historias? ¿Quién las archiva en la memoria pública? La antropología, cuando se despoja de su mirada exotizante, puede ofrecernos claves: la del agua como entidad viva, como derecho ancestral, como símbolo de lo común. En palabras de Marisol de la Cadena, hay ontologías campesinas e indígenas que no separan naturaleza de sociedad, y que entienden al río como un sujeto político.

Pero el Estado no escucha esas voces. Prefiere contabilizar volúmenes, firmar acuerdos en salones refrigerados, vigilar desde sus satélites el flujo de los embalses. Mientras tanto, en las comunidades del desierto, la perspectiva sociológica puede ayudarnos a entender cómo se organiza la resistencia: comités de defensa del agua, redes de solidaridad interestatal, discursos que articulan una hidropolítica popular. Como planteaba Boaventura de Sousa Santos, hay una epistemología del sur que se teje en esas luchas, una forma de conocimiento encarnado que no cabe en los modelos hidráulicos de Conagua ni en las planillas técnicas del Departamento de Estado.

La reciente crisis diplomática entre el gobierno de Sheinbaum y el de Trump ha devuelto el tema a los titulares. Se firmó un nuevo acuerdo, se cumplieron las cuotas. Pero en Chihuahua, en Coahuila, en Tamaulipas, los campesinos saben que el agua sigue faltando. Y no por incumplimiento del tratado, sino porque el sistema entero está diseñado para abastecer a los centros de poder, no a las periferias. Las presas vacías son una metáfora del vaciamiento político y ecológico, no sólo un fenómeno climático.

Tal vez, como en alguna ocasión propuso Walter Mignolo, debamos pensar la frontera no como línea que separa, sino como pliegue donde se condensan las contradicciones del sistema-mundo. Allí, entre el Río Bravo y los canales de riego, entre la firma del tratado y las manos agrietadas de los jornaleros, se juega un conflicto más profundo: ¿a quién pertenece el agua? ¿Qué cuerpo, qué lengua, qué historia tiene derecho a beber?

Porque el agua no sólo riega tierras: también riega memorias. Y en este país sediento, recordar es una forma de lucha.